Argentina, segundo productor mundial de transgénicos y tercero en la producción mundial de soya, sufre los ataques cada vez más agresivos de Monsanto para cobrar lo que según la multinacional «le pertenece» en concepto de regalías por el uso de su patente sobre la soya transgénica. Afirmación temeraria, ya que Monsanto ¡no tiene patente de […]
Argentina, segundo productor mundial de transgénicos y tercero en la producción mundial de soya, sufre los ataques cada vez más agresivos de Monsanto para cobrar lo que según la multinacional «le pertenece» en concepto de regalías por el uso de su patente sobre la soya transgénica. Afirmación temeraria, ya que Monsanto ¡no tiene patente de soya válida en Argentina! Esto no le impidió, sin embargo, amenazar a ese país con cobrarle una «multa» de 15 dólares por cada tonelada de soya argentina exportada a Europa.
Este caso es paradigmático porque muestra claramente tanto las estrategias -legales e ilegales- de los gigantes genéticos como los riesgos a los que se exponen los países que permiten los transgénicos.
Monsanto tiene la patente europea número 301 749, otorgada originalmente en marzo de 1994 a la compañía Agracetus. Es aberrante porque funciona como una «patente de especie»: otorga a su propietario el monopolio exclusivo sobre todas las variedades y semillas de soya modificadas genéticamente, sin tomar en cuenta los genes utilizados o la técnica empleada. Cuando Agracetus consiguió esta patente, además del Grupo ETC (entonces RAFI), Greenpeace y otras organizaciones, la propia Monsanto inició un juicio contra aquélla, alegando, entre otros argumentos -el documento de apelación tenía 292 páginas-, que era una patente absurda porque no tenía «novedad» ni «invención» y que «debía ser revocada en totalidad» por el control que entregaba a una sola empresa. Dos años después, Monsanto compró Agracetus, con patente incluida, y súbitamente cambió de opinión sobre los hechos.
En la práctica, Monsanto adquirió así el monopolio mundial de la soya transgénica, ya que aunque su patente no tenga validez legal en algún país, actúa gangsterilmente para lograr los mismos resultados. En Argentina, por ejemplo, la patente nunca tuvo validez, ya que no cumplió con los trámites de registro nacional en el plazo adecuado. Esto no impide a Monsanto haber cobrado compulsivamente regalías, porque al vender la semilla cobra este porcentaje incluido en el precio. Pero en ese país solamente 18 por ciento de la soya transgénica es comprada a distribuidores. El resto se vende sin certificación o es producto de que los propios agricultores guardan parte de su cosecha como semilla para la próxima siembra.
La mayoría de los agricultores en el mundo tienen esta práctica de guardar semilla. No solamente los campesinos, para los cuales esto es obvio, sino también muchos agricultores comerciales. Esta tradición está reconocida en Naciones Unidas como parte de los derechos de los agricultores, como un pequeño reconocimiento al trabajo que durante más de 10 mil años han venido haciendo los campesinos para mejorar y proveer de alimento a la humanidad.
En Argentina, los agricultores tienen el derecho a guardar y replantar simiente, lo cual está establecido también en la ley de semillas. Por tanto, los reclamos de Monsanto son ilegales. Pese a esto, por presiones, el gobierno argentino está negociando desde hace casi dos años para que Monsanto pueda cobrar sus regalías. Ya desde 1999 la trasnacional estableció (a través de sus distribuidores) el concepto «regalías extendidas»: el que compra soya transgénica certificada puede guardar una parte de su cosecha, pero debe abonar un porcentaje a la empresa para usarla, lo cual obviamente contraviene la ley de semillas argentina. En febrero de 2004 el secretario de Agricultura presentó una propuesta más escandalosa: la creación de una ley de «regalías globales», llamada Fondo de Compensación Tecnológica. Por este mecanismo todos los agricultores pagarían un porcentaje al momento de la venta, captado por el propio gobierno, para entregarlo a las empresas semilleras. Es decir, el gobierno aplicaría impuestos para garantizar los intereses de las multinacionales contra sus propios agricultores, contra los derechos de los agricultores establecidos en Naciones Unidas y contra la ley de semillas de ese país. Debido a la protesta masiva de los agricultores esa ley está estancada. Y por esta razón Monsanto amenaza ahora con el cobro de una tasa mucho mayor, a aplicarse en los puertos de entrada de los destinos de exportación de la soya.
Monsanto ya logró que también el gobierno brasileño y el paraguayo, donde la soya transgénica fue introducida por contrabando desde Argentina, la legalizaran y cooperaran en el cobro de regalías por la soya contrabandeada. Según Carlos Vicente, de GRAIN en Argentina, «la fórmula parece apuntar a los cultivos que generan más dinero (algodón, soya, maíz), encontrar un punto de acceso, contaminar el suministro de semillas y luego tomar el control (…) La historia de lo que ocurrió en Argentina es una grave advertencia de lo que sucede cuando se permite echar raíces a la agricultura transgénica».
Con los transgénicos, ya sea por caminos «legales», como en Argentina, donde Monsanto primero dejó extenderse el cultivo sin tomar medidas; o ilegales, como el contrabando y la contaminación con genes patentados en otros países, vamos hacia una violación global, masiva e impune de los derechos de los agricultores, por parte de un puñado de trasnacionales. Que no es un tema apenas jurídico, sino coartar tradiciones fundamentales para la agricultura y la alimentación de toda la humanidad.
* Silvia Ribeiro es investigadora del Grupo ETC