Genealogía del secreto y “karinalismo”
El proyecto político que se proclama libertario -tras sustraer el término a tradiciones no solo liberales sino también de izquierda radical- ha dado un salto mortal sin red hacia la censura previa, ese artificio que las repúblicas modernas consideran el pecado original contra la libertad de prensa. El 1° de septiembre, un juez con más prontuario -nueve denuncias, cinco de ellas por acoso y abuso sexual- que prestigio, Alejandro Maraniello, dictó una cautelar para prohibir a los medios argentinos difundir los audios atribuidos a Karina Milei. La medida, presentada como resguardo de la intimidad y la “seguridad del Estado”, desnuda su esencia: una venda anticipada, tan ridícula como inviable en la era de las redes informáticas.
El episodio evoca aquellas comedias involuntarias de la historia judicial argentina: la jueza Servini de Cubría intentando que el comediante Tato Bores no la nombrara en su programa televisivo, terminó caricaturizada como “Barú Budú Budía”. Hoy, la hermana del presidente, consigue que un magistrado amordace a todo el periodismo. Ayer fue parodia, hoy bozal. La paradoja roza lo obsceno: mientras se invoca la libertad como dogma, se asfixia la más elemental de todas, la de expresarse. Ya lo venía ensayando la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, gaseando y apaleando, como en un laboratorio de represión, cualquier intento minoritario de expresión movilizada de protesta. Si la convocatoria resulta masiva, repliega a sus verdugos, burlándose incluso de su propio protocolo antipiquete.
Pero la mordaza se ahogó en el río. Al día siguiente, en un streaming uruguayo de nombre casi profético, como si anticipara el efecto eléctrico de lo prohibido –Dopamina-, el periodista Marcos Casas difundió un fragmento de esos audios, recordándonos que la censura doméstica se estrella contra la caprichosa geografía política. Resulta elocuente que un medio prácticamente amateur, con dificultades técnicas resueltas a las apuradas sobre la propia transmisión, lograra en pocas horas desbaratar la maniobra amordazante. Desde Montevideo, el eco prohibido sonó con fuerza en Buenos Aires, como si el Río de la Plata se hubiera convertido en un espejo insolente que devolviera al gobierno el rostro grotesco del autoritarismo despótico.
1. Coimas, audios y operativo distracción.
La secuencia es el más reciente capítulo de una saga de grabaciones llamadas clandestinas -aunque lo clandestino aquí consista en no pedir permiso a los poderosos grabados-, que semanas atrás ya habían sacudido a la administración libertaria. En ellas, como relatamos en estas páginas la semana pasada, el exfuncionario Diego Spagnuolo detallaba el entramado de coimas y favoritismos en la compra de medicamentos para personas con discapacidad, con la droguería Suizo Argentina como estrella invitada. Esos audios, que obligaron a expulsar a Spagnuolo y abrieron causas judiciales, exponían también las internas del oficialismo y lanzaban dardos contra Karina Milei, descrita en clave despectiva como pastelera convertida en cortesana soberana.
No es este el lugar para debatir la ética de las grabaciones obtenidas sin consentimiento – toda voz reclama su contexto y toda cuerda vocal merece ser advertida antes de tensarse-, sino de subrayar que el poder, en vez de responder a las acusaciones, ha elegido estrangular las preguntas. La caricatura perfecta de un seudolibertario: tapar bocas en nombre de la libertad.
La mordaza judicial dictada por Maraniello no se quedó sola: fue acompañada por la ofensiva del aparato gubernamental, como si el escándalo de las coimas hubiera obligado al oficialismo a ensayar un salto ciego hacia adelante. Patricia Bullrich denunció una infiltración “rusa, venezolana y kirchnerista”, una tríada tan pintoresca como inverosímil. Habló de un “ataque directo a la democracia” y hasta pidió allanamientos a medios y periodistas, como si Jorge Rial -especialista en chismes del espectáculo devenido analista político- y Mauro Federico fueran agentes de la KGB en versión rioplatense, con micrófonos de farándula y paneles chismosos. La farsa llegó al extremo de invocar a un supuesto grupo llamado “La Compañía”, presuntamente liderado por un matrimonio ruso dedicado a manipular ONG y focus groups, un relato digno de un libreto de espionaje barato, que expertos en inteligencia descalificaron por extravagante y por invadir competencias de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE).
El presidente Milei, lejos de atemperar la deriva, la aceleró hacia el abismo persecutorio. Convirtió a los periodistas en “espías disfrazados” y amenazó que “no son impunes”, en una retórica que recuerda más a los viejos manuales de la inteligencia militar que a una república constitucional. No fue un caso aislado: en el acto de julio pasado en Córdoba, llamado “Derecha Fest”, los periodistas fueron confinados a un corralito, obligados a portar pulseras identificatorias, como ganado marcado en la feria y hasta expulsados pese a haber pagado su entrada. El propio Milei alentó un clima de hostilidad bajo la consigna “no odiamos lo suficiente a los periodistas”. La diputada terraplanista y cosplayer Lilia Lemoine, por su parte, completó el coro reclamando cárcel por “traición a la patria” para quienes difundieran las grabaciones.
La reacción institucional fue tan inmediata como contundente: la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (Adepa) denunció la decisión como un “nuevo ejemplo de censura previa”, contraria a los artículos 14 y 32 de la Constitución y al artículo 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos. Las principales asociaciones de abogados de la Ciudad -el Colegio Público de la Abogacía, el Colegio de Abogados de la Ciudad y la AABA- la repudiaron en un comunicado titulado sin eufemismos “No a la censura”, advirtiendo que se trataba de un “grave acto de censura previa prohibido por la Constitución Nacional y los tratados internacionales”. Legisladores de distintos bloques denunciaron un “acto de autoritarismo sin precedentes” que busca amedrentar a la prensa y desviar el foco de las coimas.
En definitiva, el gobierno que se bautizó libertario como quien se bendice a sí mismo, eligió perseguir periodistas, inventar conspiraciones internacionales y torcer la letra constitucional antes que explicar cómo, en la Agencia Nacional de Discapacidad, se montaba un festín de retornos y repartijas, ese banquete eterno de coimas. La paradoja se vuelve ironía: en nombre de la libertad, se ahoga la libertad; en nombre de la transparencia, se nubla el aire público; en nombre de la democracia, se la mutila.
Mientras aquí se pretende callar voces con cautelares, basta mirar al norte para advertir la magnitud de la paradoja. La Primera Enmienda de la Constitución estadounidense -aprobada en 1791 como piedra angular de la democracia liberal- prohíbe explícitamente toda ley que limite la libertad de expresión o de prensa. Ni siquiera en los momentos más críticos de su historia, cuando el “enemigo interno” se volvió obsesión, desde las cacerías de brujas de McCarthy hasta la paranoia antiterrorista de Bush, Washington osó suprimir formalmente el derecho a difundir información.
2. Comparaciones y tecnologías del silencio
Con amarga ironía, la misma república que erige la libertad de prensa en sagrado tótem constitucional fue la que persiguió con saña a Julian Assange y Chelsea Manning. Como señalamos en diversos artículos hace más de una década, la filtración de cables diplomáticos y de los crímenes de guerra en Irak y Afganistán, no fue una falla técnica sino una decisión política de quienes entendieron que el secreto servía más a la impunidad que a la seguridad. La respuesta fue exilio, prisión y tortura judicial. El imperio que no se atreve a derogar su enmienda fundante retorció la legalidad hasta lograr que la verdad pareciera delito.
Ese espejo cruel refleja también a otros regímenes que, sin escrúpulos constitucionales, montaron sus propios sistemas de control mediático. Trump la declaró enemiga, Orbán la disciplinó, Bukele la convirtió en megáfono propio. Todos exhibieron propaganda oficial y amedrentamiento a periodistas críticos. La censura de los audios de Karina Milei se inscribe así en una genealogía que va desde el “America First” hasta la “Bitcoin City”: un repertorio autoritario que disfraza la opacidad con raídos ropajes de libertad.
La vigilancia contemporánea desborda las fronteras estatales. La bautizó con nombre de anatema la socióloga Shoshana Zuboff: “surveillance capitalism” (capitalismo de vigilancia), por convertir cada dato íntimo en mercancía: Google, Meta, Amazon, entre otros, y un enjambre de corporaciones virtualmente monopólicas que extraen, predicen y manipulan comportamientos, erosionando las bases mismas de la ya escasa autodeterminación.
En clave foucaultiana, como subraya Florencia Botta en su tesis doctoral, los dispositivos de videovigilancia y las tecnologías digitales no sólo registran, sino que producen subjetividades dóciles, modulando conductas en tiempo real, como metrónomo invisible. La censura judicial, entonces, no es un anacronismo, sino apenas la máscara visible de una mutación más profunda: la colonización íntima de la vida por la lógica del lucro y el control.
En este contexto, prohibir un audio en Buenos Aires resulta tan absurdo como intentar frenar el viento en la mitad del Río de la Plata. La información circula, se replica, se expande y se multiplica sin fronteras. Lo que se prohíbe escudándose en la intimidad termina inscripto en la lógica global del control: el poder reparte luces y sombras, decide quién habla y quién calla. Esa mordaza criolla no es más que un eco provinciano de la pugna planetaria entre transparencia y secreto, entre el derecho a la palabra y el régimen de la vigilancia.
3. Genealogías locales, karinalismo y pendiente autoritaria
Cada bozal del presente convoca los fantasmas del pasado. En la Argentina, la censura no es un accidente, sino una práctica con genealogía propia. La dictadura militar perfeccionó la maquinaria del silencio: secuestró personas y también palabras, desapareció cuerpos y también libros, intervino universidades, clausuró medios y amordazó conciencias. El secuestro de la palabra no fue accesorio, sino el nervio mismo del terrorismo de Estado.
Pero el retorno democrático no abolió del todo esas tentaciones, apenas las disimuló. La Ley de Radiodifusión de 1980, la pesada herencia de la dictadura, que siguió rigiendo como un espectro durante más de dos décadas, y con ella el monopolio de voces que supone concentrar la comunicación en pocas manos vigiladas. Esa censura indirecta que asfixia sin necesidad de decretos. Hubo intentos de corregirla, resistencias, avances parciales, hasta que la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual de 2009 quiso romper esa inercia y devolver la palabra a la pluralidad social. Sin embargo, la Corte Suprema, la presión empresarial y el desguace macrista demostraron lo difícil que resulta desarmar la arquitectura del silencio.
Cada época fabricó sus mordazas a la medida de sus miedos: en los noventa, la compraventa de periodistas y el blindaje del menemismo; en los 2000, las operaciones de inteligencia vestidas de escándalos mediáticos; hoy, la censura judicial preventiva en nombre de una intimidad reservada a los poderosos. Un hilo rojo los cose: la palabra peligrosa, eterna enemiga del poder, porque desarma ficciones y desnuda privilegios.
No en vano el artículo 14 de la Constitución consagra la libertad de prensa y que el artículo 32 prohibe expresamente la censura previa. No son arabescos jurídicos, sino conquistas arrancadas al dolor de una sociedad. El recuerdo de las bibliotecas quemadas, de las canciones prohibidas, de los periodistas exiliados o desaparecidos, debería inmunizar para siempre contra toda tentación amordazante.
Por eso resulta tan obsceno que, en nombre de la “seguridad del Estado”, se prohíba la difusión de audios que exponen miserias de palacio que huelen a coima y podredumbre. Como si la república se derrumbara no por la corrupción rampante, sino porque los ciudadanos escuchan lo que sus gobernantes murmuran en la intimidad. La historia argentina enseña lo contrario: el verdadero peligro para la democracia no está en la palabra pública, sino en su cautiverio.
Karina Milei es, en esta trama, mucho más que un murmullo entre expedientes judiciales. Sin haber pasado jamás por las urnas, se erige en regente del palacio libertario, la hermana del león que sopla al oído del monarca mientras administra las llaves del reino de utilería. En las fábulas cortesanas abundan las figuras que, sin corona ni espada, decidieron destinos imperiales: concubinas, confesores. La Argentina del siglo XXI parece aportar su grotesca versión criolla: una pastelera de tortas caseras y tarot convertida en Rasputina libertaria, consejera de palacio y guardiana del secreto.
La ironía es tan cruel como evidente: mientras el presidente se jacta de combatir a la “casta”, delega en el círculo consanguíneo más estrecho la conducción política. No los votos, no el debate público, sino la biología familiar y el secreto. Si la democracia se funda en la publicidad de los actos de gobierno, el “karinalismo” (permítaseme el neologismo) se cimenta en la discreción de sobremesa.
Resulta lógico, aunque obsceno, que la censura de los audios haya girado en torno a ella: proteger la intimidad de Karina equivale a acorazar el nervio expuesto del poder. Como si se prohibiera difundir el murmullo de los pasillos de Versalles, no por comprometer a la reina, sino por desnudar la coreografía de favoritismos, intrigas y caprichos que sostienen el trono. Porque no exhibe a una persona, sino al mecanismo entero de privilegios que la sostiene.
Su carácter simbólico nace de una investidura nunca sometida a compulsa popular: el silenciamiento de los audios no solo resguarda una voz, sino que desnuda un sistema. Revela una estructura de poder que se rehúsa a exponerse. Karina Milei no necesita discursos, conferencias de prensa ni campañas: su poder es callar en público y ordenar en privado. Paradoja cruel: cuanto menos se sabe de ella, más absoluto se vuelve su poder.
El efecto corroe las bases de la república: si el poder se ejerce desde la sombra y se protege con vendas judiciales, la democracia se transforma en monarquía plebiscitaria, con la urna como ceremonia vacía y la intimidad de palacio como verdadera sede de las decisiones. El peligro no radica en un audio prohibido, sino en el precedente que inaugura. Cuando la mordaza se convierte en norma, la democracia comienza a resbalar por una pendiente peligrosa: lo que ayer fue un expediente, mañana un decreto, y pronto una ley escrita con tinta de censura. El silencio se espesa como clima de época hasta que el simple murmullo ciudadano sea penado como delito.
La erosión del derecho a la información no es una entelequia jurídica, sino un velo sobre los ojos de la sociedad frente a las prácticas que debería fiscalizar. Un poder que no rinde cuentas, sino que administra secretos como botín. Y en la medida en que los jueces se prestan a blindar intimidades de alcoba palaciega, se corre el riesgo de que el Poder Judicial deje de ser árbitro para convertirse en guardián servil del privilegio.
El bozal no silencia únicamente a los periodistas: busca intimidar también a los ciudadanos. Si se prohíbe difundir lo que dicen los gobernantes, ¿qué garantía queda para el denunciante común, en una oficina pública, un hospital o una escuela? El mensaje es brutal en su simpleza: callar protege, hablar destruye.
En esta atmósfera enrarecida, la democracia se degrada en un ritual sin sustancia: urnas que se abren de vez en cuando, mientras las voces se clausuran a diario. La opacidad se perpetúa como arte de gobierno, se invierte la ecuación republicana: el pueblo, que debía ser soberano, se convierte en espectador desinformado, reducido a aplaudir o abuchear en la platea, ignorando la trama verdadera del escenario.
El saldo es una sociedad amordazada no por decreto, sino por hábito. Porque la fuerza más letal de la censura no está en la orden judicial, sino en la resignación colectiva. La pregunta que queda flotando es si, ante cada nueva afrenta censurante, la ciudadanía preferirá el refugio obediente del silencio o la intemperie valiente de la palabra.
El silencio nunca es neutro: siempre es herramienta de dominación. Callar a la prensa es amputar la lengua colectiva que pregunta, denuncia y reclama al poder. Quien domina la palabra, domina la memoria; y quien domina la memoria, dicta el futuro. Cada bozal añade un ladrillo al muro creciente de la impunidad. Sin embargo, la historia argentina recuerda una lección insoslayable: ninguna mordaza es eterna. Las canciones prohibidas se susurraron hasta volverse himnos; los libros secuestrados circularon en fotocopias clandestinas; las voces acalladas renacieron en la plaza como grito colectivo. La palabra popular siempre halló grietas por donde escapar y burlar a sus verdugos.
Hoy el riesgo es que el silencio se disfrace de normalidad, la mordaza de intimidad, el autoritarismo de libertad. Pero también la esperanza está ahí: en la obstinación de quienes hablan, escriben, publican, cantan, denuncian. En cada periodista que se atreve, en cada ciudadano que comparte, en cada intelectual que piensa, en cada colectivo que resiste y sueña.
La república puede reducirse a un teatro de sombras o desplegarse como una asamblea de voces. Entre la mordaza y el coro polifónico se juega además el grado de democraticidad del régimen político. La pregunta es cuál elegiremos: si dejar que nos roben la palabra hasta convertirnos en coro asordinado, o transformarla en un grito colectivo capaz de derribar estos palacios de cartón.
Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires).
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