Comentarios al libro «¿Qué (no) hacer? Apuntes para una crítica de los regímenes emancipatorios» de Miguel Mazzeo 1 El recorrido que Miguel Mazzeo nos propone en ¿Qué (no) hacer? se presenta en una forma relativamente clásica dentro del género del ensayo y el análisis crítico. Es decir, una estructura del texto en la cual se […]
Comentarios al libro «¿Qué (no) hacer? Apuntes para una crítica de los regímenes emancipatorios» de Miguel Mazzeo
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El recorrido que Miguel Mazzeo nos propone en ¿Qué (no) hacer? se presenta en una forma relativamente clásica dentro del género del ensayo y el análisis crítico. Es decir, una estructura del texto en la cual se comienza reivindicando una postura (o un autor), ya fuera en forma parcial o en su totalidad, para más luego introducir el conocido «ahora bien». De allí en más, el rescate de la primera parte se somete a una exégesis y a un desmembramiento analítico que pone bajo la lupa los elementos centrales de tales posturas, y alejan al autor de lo que parecía ser, en primera instancia, una defensa de aquéllas.
Sin embargo, Mazzeo es original. No se queda de pie frente a la crítica, mirándola sonreír ante el temido interrogante del «¿y ahora qué?». Mazzeo, en un verdadero pensar y hacer dialéctico, «niega la negación» simple y sencilla, infantil, oposicionista, superándola en una síntesis que logra fugar hacia adelante. Busca una proposición creativa, no estigmatizada por el rótulo partidario pero si nutrida por la experiencia militante en el seno del campo popular. El autor no piensa desde una lógica corporativa, se aleja de las disquisiciones polvorientas de las bibliotecas teóricas, no busca la acumulación personal ni plasmar ideas «brillantes» que iluminen la práctica.
Antes, intenta plantear dudas que molestan y perturban, nos molestan y nos perturban. Apunta y hace blanco certero en la incapacidad para leer la realidad del campo popular actual desde las viejas tradiciones de ciertos sectores de la izquierda más orgánica, no perimidas por su ideología, su teoría o su experiencia, sino momificadas en la lectura acrítica, extemporánea e idealista de uno de los más grandes aportes materialistas a la historia de las luchas de las clases oprimidas. Lejos de la negación obcecada y abtrusa, nuestro autor se atreve a mirar el horizonte, se interna en los caminos complejos de la superación dialéctica, y sale airoso de tan inusitada aventura.
Las siguientes líneas, lejos de la originalidad, intentan sintetizar y «conversar» con los argumentos del autor en una estructura semejante a la que presenta el mismo Mazzeo. Luego de la reivindicación del autor y de los acuerdos con sus críticas, presentamos nuestro propio «ahora bien».
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El libro que nos ocupa, si bien se presenta en nueve capítulos más un excursus, puede separarse, esquemáticamente, en tres momentos conceptuales.
2a- En la primera parte, Mazzeo se dedica a resaltar el legado del leninismo, y arremete con inteligencia y mordacidad contra los detractores modernos del viejo revolucionario. Así, la «nueva izquierda», la que postula perimidos los antiguos preceptos del marxismo-leninismo -por ejemplo, aquéllas nociones de la revolución, la toma del poder, el sujeto revolucionario, la centralidad del Estado en la transformación radical de las sociedades capitalistas-, se da de frente y se desmorona ante la réplica de un autor que, con sobrada capacidad de erudición y de reflexión crítica, golpea cada uno de los argumentos de esa tradición intelectual.
De esta manera, Mazzeo nos plantea los riesgos de rechazar todo aquello que no sea «novedoso a ultranza», y sostiene la necesidad de mantener como referencia imprescindible para el accionar transformador, la experiencia histórica acumulada por las clases subalternas.
Según el autor, «no debemos hacer tabula rasa de las luchas históricas en pos de la liberación nacional y el socialismo […] Sólo hay que ser originales cuando corresponde, no se puede asumir la originalidad como principio…»
En consonancia con esta visión, la cuestión del Estado pasa a ser nuevamente un elemento fundamental a resolver. Con inteligente ductilidad, Mazzeo logra despegarse de dos posiciones antagónicas: el abandono del Estado como categoría relevante en los procesos emancipatorios por un lado, y el fetichismo de la toma del poder por el otro. En una interesante síntesis, ¿Qué (no) hacer? intenta alumbrar el camino que piensa al Estado como referente obligado de la interpelación política, pero precaviéndonos acerca de que no es desde el Estado desde donde se construye al hombre nuevo, ni la sociedad libre e igualitaria.
Así, el álgido tema de la toma del poder, denostado por la «nueva izquierda», recobra su papel protagónico, pero a la luz de las enseñanzas que nos ha legado la historia de las revoluciones existentes: «La toma del poder debe ser la consecuencia, no el punto de partida» -señala nuestro autor-, y para esto es necesario plantearse la disyuntiva de cómo actuar frente a este Estado.
En palabras de Miguel Mazzeo, no se trata de ocupar lugares en este Estado para cambiar las cosas desde adentro sino de transformar este Estado para construir y acrecentar el poder popular.
Asimismo, ¿Qué (no) hacer? se dedica a desarticular los argumentos del «antipoder, el micropoder, el poder local», pensándolos como posiciones reduccionistas, como experimentos de laboratorio que abandonan la premisa básica de las enseñanzas de aquél viejo alemán: la idea de totalidad. La obcecada inutilidad de plantearse la huida del capital sólo consigue un vacuo ejercicio de eremitismo. Sin embargo, la totalidad debe también, partir de algún lugar concreto, debe manifestarse en ámbitos acotados, aunque más no sea en primera instancia. Por eso, Mazzeo señala que «lo nacional juega un papel fundamental», «Es indiscutible el carácter incompleto (y hasta inviable) del socialismo en marcos nacionales. Pero ante la imposibilidad de procesos simultáneos, lo nacional es punto de partida necesario»
2b- Miguel Mazzeo es, parafraseando un trabajo de su propia autoría, «un hereje de dos iglesias». No solamente confronta con lo que la lucha contra la ortodoxia ha sabido generar, -es decir, la anti ortodoxia-, tan rígida y dura como aquélla, sino que se atreve a socavar los fundamentos del dogmatismo surgido al calor de las lecturas de la obra del propio Lenin. Lo hace con una altura y un vuelo que ambos dogmatismos, difícilmente puedan leer en su cabal dimensión.
Es por eso, que la segunda parte del libro -siguiendo la lógica de «reivindicación/crítica/proposición»-, pone el ojo en la tradición propiamente leninista, y más allá de sus advertencias hacia el comienzo del trabajo, acerca de la intención de no polemizar con el revolucionario ruso, sino con «los leninismos», Mazzeo se ocupa de analizar los elementos centrales que, de acuerdo con su argumentación, cargan con la responsabilidad de sus posteriores tergiversaciones o lecturas dogmatizadoras.
Hagamos entonces, lo que no hay que hacer y desoigamos las advertencias del autor, contestando sus críticas desde nuestra «polvorienta biblioteca».
En primera instancia, es indudable lo acertado del abordaje histórico que Miguel Mazzeo hace de la obra de Lenin. No hay otra forma de leerlo y de pensarlo, aunque algunos sectores de la izquierda -no sólo Argentina- intenten con su práctica, demostrar lo contrario. Mazzeo propone una mirada no congelada, sino enriquecida por el contexto y por las urgencias que la hora imprimieron al viejo revolucionario. ¿Qué (no) hacer? tiene la virtud de desnaturalizar y desacralizar a Lenin, nutriéndolo de las propias contradicciones que asoman en la obra de aquél.
La crítica es ajustada y precisa, sin embargo, Mazzeo carga sobre las teorías kautskianas del Lenin de ¿Qué hacer?, confrontando en realidad con la manualización posterior a la que Lenin fue sometido en forma póstuma, y con la conceptualización que la izquierda, en su mayoría, hizo erróneamente, al separar al partido por un lado, y a la clase obrera por otro. Es aquí donde el análisis se torna un tanto confuso y donde nuestro autor cae en críticas un tanto trilladas sobre las concepciones de aquél trabajo de Lenin de 1902.
La crítica es amplia y abarcativa, pero en términos generales podemos resumirla en el problema de la «externalidad de la conciencia». La cuestión se ciñe a la concepción acerca de que la clase obrera no sería capaz de alcanzar grados de conciencia desarrollados como para protagonizar un movimiento revolucionario, y que para esto, existiría entonces el partido de la clase, como «ortopedia» de la historia. En palabras de Mazzeo, «se justifica así la sustitución de la autoactividad de las clases subalternas por el partido [donde] la clase-objeto mendiga organización y conciencia a la vanguardia externa» «El problema es , entonces, el partido mismo (de izquierda en su formato tradicional) en tanto terreno de la antipraxis, es decir, como praxis de elites».
Estamos de acuerdo con cada una de esas afirmaciones. El problema es que Lenin no sostiene eso, y así -contradictoriamente- lo afirma el propio Miguel Mazzeo cuando argumenta que «[en Lenin] la conciencia no se introduce desde fuera de la clase, o desde fuera de la lucha, sino desde fuera de la lucha puramente económica y reivindicativa» (subrayado nuestro). Nuevamente, se entremezclan críticas muy acertadas a las lecturas que la izquierda ha hecho del ¿Qué hacer?, y lo que ese libro proponía verdaderamente.
Mazzeo dice, a propósito de la relación entre clase y partido, que el sustitucionismo se deriva como horizonte obligado de la concepción leninista, porque Lenin contrapone una conciencia burguesa del proletariado (economicista, podríamos decir) a una conciencia revolucionaria de la intelectualidad, «… así la izquierda […] cae en la perversión más grande al presentar a la revolución como proceso imposible sin la figura de un sujeto extraño a la clase revolucionaria».
Un acuerdo y dos «(¿)objeciones(?)»: el acuerdo es que sí, efectivamente, la izquierda, tradicionalmente, suele caer en esa forma de leer a Lenin y de pensar la relación entre vanguardias de elites y clase obrera.
La primera «objeción» tiene que ver con que el partido de la clase, nunca -por definición- puede ser extraño a la clase. De serlo, dejaría de ser el partido de la clase para sólo decirse el partido de la clase, fenómeno más que frecuente dentro de los autoproclamados partidos de la clase obrera. Discutir con los partidos que creen ser partidos de la clase, no debe ser análogo a impugnar el concepto de partido de clase. Es cierto que Mazzeo no hace esta impugnación -en realidad, todo lo contrario-, pero los argumentos y las críticas hilan tan fino, que caminan por la cornisa de esa interpretación. Es importante estar precavidos frente a esto, porque el riesgo de caer en la negación de toda forma organizativa se torna presente para el lector incauto. De todas formas, es lícito señalar que Miguel Mazzeo se encarga taxativamente de aclararlo, cuando propone la necesidad de la organización de los movimientos populares.
La segunda «objeción», tiene que ver con que la conciencia socialista -que es la conciencia a la cual hace referencia Lenin en ¿Qué hacer?- efectivamente es fruto de un trabajo de abstracción y de teorización, y no surge de la lucha económica en forma espontánea. La teoría socialista, es justamente eso, teoría, y ha sido desarrollada históricamente por el marxismo. Proponer que esa conciencia surge de los propios movimientos, al calor de la lucha, sin la participación de los intelectuales, es negar la historia del desarrollo de esa teoría. Cuando un movimiento obrero se plantea tareas de superación del sistema capitalista, y se pone como meta u objetivo la transformación de la sociedad y la marcha hacia el socialismo, está poniendo en juego categorías que han sido desarrolladas, teorizadas, descubiertas, por Marx, aún cuando el mismo Marx haya pensado esas formulaciones no desde un scriptorium, sino partiendo del análisis de la realidad.
Por lo tanto, desde el momento en que cualquier organización popular hace suya esa teoría, cuando esa forma y ese grado de conciencia se conforma al calor de la lucha, ese movimiento está recurriendo a la -mal definida- externalidad de la conciencia. La conciencia socialista no se conforma de la simple vivencia, ni aún de la observación de la realidad, por el hecho -no tan obvio- de que la realidad no se presenta tal cual es, no es evidente. Las relaciones sociales, se encuentran fetichizadas, mercantilizadas, objetivamente ocultas tras la fachada del capital y recubiertas de una ideología que hace un trabajo sumamente efectivo en revestir con ropajes contractuales las relaciones de explotación. La conciencia socialista, presupone la conciencia de la explotación capitalista, y esto no se aprehende desde la experiencia solamente. Es necesario -lo fue históricamente- un trabajo de abstracción, de desnaturalización, para desentrañar el rostro verdadero de esas relaciones sociales, la esencia de la realidad capitalista.
La confusión -la de muchos partidos de izquierda- radica en pensar que esa conciencia sólo puede poseerla «El» partido, cuando lo que propone Lenin es que el partido de la clase, el verdadero partido de la clase -no aquél autoproclamado como tal- debe interpretar la realidad del movimiento, contribuir a su organización y conducirlo, no sustituirlo. La figura del intelectual, no es equivalente a la figura del burócrata. El intelectual del partido se define de acuerdo a la tarea que realiza. El obrero, que por su tarea, deviene obrero-intelectual porque cumple con ese rol, pasa a conformar el partido, y también hace suyas teorías que históricamente han sido desarrolladas por fuera de la clase obrera. El partido de la clase puede estar formado en su totalidad por obreros, y aún así la conciencia revolucionaria sigue proviniendo de formulaciones, que históricamente se han postulado a partir de un trabajo de teorización, de abstracción y de análisis intelectual. El partido se conforma, surge del movimiento, no es externo, no puede serlo. Pero, la conciencia socialista, la toma de conciencia de las relaciones capitalistas tal cual son, es decir, el hecho de hacer subjetivo lo que es objetivo, no puede surgir espontáneamente de la experiencia. Es en este sentido -creemos- que la conciencia es externa, en sentido histórico, no literal ni atemporal.
Amén de eso, plantear que, una vez formulada la teoría -es decir, una vez formulada por Marx-, sólo puede ser resguardada por los depositarios únicos del saber -a saber, la intelectualidad, y aún más, sólo aquella nucleada en torno del autoproclamado partido revolucionario-, y a partir de allí, «iluminar» a las clases en lucha, es el más burdo, mecánico y común -merced a su frecuencia- ejercicio del pensamiento sustitucionista.
2c- La última parte del trabajo de Miguel Mazzeo presenta el momento de la afirmación, de la propuesta y de la superación. El autor nos conduce a través de la discusión que sostiene tanto con el antileninismo como con el leninismo con una intencionalidad. No le interesa debatir con bibliotecas atiborradas de libros «quietos». Lejos de eso, critica para preguntar, para preguntarse, para preguntarnos. Su reflexión intenta interpelar la realidad de los movimientos populares, la realidad de la lucha, la realidad del ahora.
El debate que nos propone es, sin dudas, intelectual, teórico y libresco, pero está imbuido de una categoría ausente en la gran mayoría de los trabajos de este tipo: la praxis. Miguel Mazzeo es un intelectual que puede enroparse, sin temor a desentonar, con el manto del intelectual orgánico, tal como lo definiera tan claramente aquél italiano de entreguerras. Tal concepto se ajusta a la figura de un autor que apunta a dilucidar desde dentro, pero sin condescendencias, la realidad de los movimientos en lucha. Mazzeo no sólo se ha embarrado los pies para llevar adelante este ensayo crítico, sino que se arriesga a la tarea de proponer un debate enriquecedor: Ni falsas vanguardias, ni desorganización de las masas. «Se torna imprescindible -sostiene el autor- pensar una herramienta, una organización política, instancias institucionales e instrumentales totalmente diferentes a las que conocemos […] que no pretendan reemplazar la actividad del pueblo y sus organizaciones…»
Mazzeo se interroga acerca de cómo evitar que la institución se fagocite al movimiento, sin caer en el oposicionismo llano de otorgarle el crédito al purismo «movimientista» y «obrerista». La organización -afirma Mazzeo- debe existir, sí, pero no como una forma exterior sino como herramienta, la cual no se construye desde definiciones teóricas sino desde prácticas concretas.
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En resumen, y más allá de los acuerdos y desacuerdos que hemos señalado con el autor, ¿por qué la discusión «teórica» con los argumentos del ¿Qué (no) hacer?, si no es lo que el trabajo de Mazzeo nos plantea? A lo largo de las líneas previas, hemos caído en la tentación facilista de discutir con el autor en un terreno que no es el que él propone. Y lo hemos hecho con un objetivo, el de mostrar que el ¿Qué (no) hacer?, muy probablemente vaya a generar aquello de lo cual intenta despegarse: un debate estéril entre posiciones teóricas sin demasiado arraigo en la realidad en la cual se inscribe el autor. Quizás, la intelectualidad de izquierda en la Argentina del siglo XXI, siga enfrascada en viejas discusiones que sólo son actuales cuando se imbrican en el terreno de la praxis. Tal vez el trabajo de Miguel Mazzeo esté fuera del alcance de una tradición que, sintiéndose atacada, responda con un contundente arsenal libresco, pero disparando con cartuchos vacíos de práctica y de realidad.
O quizás, por el contrario, el libro en cuestión sea realmente un puntapié inicial para la discusión, y se asemeje a lo que el autor ha pensado en el momento de su realización. No podemos, ahora, saberlo con certeza, pero sin duda alguna, esperamos que el impacto y los coletazos de la publicación del ¿Qué (no) hacer? demuestren lo errado de nuestro pronóstico. Lo que sí es seguro, es que este libro se constituye en un trabajo de lectura obligatoria, para pensar y repensar las tareas necesarias a desarrollar en el terreno de la praxis emancipatoria.
¿Qué (no) hacer? (apuntes para una crítica de los regímenes emancipatorios) de Miguel Mazzeo (Antropofagia, Bs. As., 2005, 151 pp.)