Desde siempre, los cafés de Buenos Aires son un escenario para el debate político. Las mesas de un bar céntrico nos han acompañado en casi cuatro décadas de diatribas contra los abusos del dinero y el poder.
Avenida de Mayo al 1200, entre Salta y Santiago del Estero. Ya por entonces nos gustaban los cafés y bares “con historia” y aquél era de irreprochable antigüedad. Se decía que estaba allí desde la apertura de la avenida, en los años finales del siglo XIX.
El bar atravesaba en profundidad toda la cuadra “corta”. Las últimas mesas, en las que se jugaba siempre a las cartas, daban a otra entrada, ya sobre Rivadavia. “Los 36 billares”; alguna vez estuvimos tentados de verificar el número de mesas para ver si coincidían con el nombre del establecimiento. Nunca lo hicimos, la duda al respecto formaba parte de la mística del lugar.
Política en el bar
Íbamos seguido, era un buen sitio para reuniones políticas durante algún alto de nuestros trabajos, que en general se desenvolvían en la calle. Algunxs, empleadxs en estudios jurídicos, hacían “ronda” por tribunales. Otrxs vendíamos corbatas en las oficinas de la zona, al amparo de lo que hoy se denominaría un “emprendimiento”, llevado adelante por un amigo y compañero de militancia.
La venta era una excelente oportunidad para trabar relación con gente muy variada y también para ir conociendo el centro palmo a palmo. La mayoría vivíamos lejos de la zona, la recorrida extensa y cotidiana nos convertía en “vecinos”. Yo empezaba a sentir a la extensión que iba de Corrientes a Avenida de Mayo y aledaños como mi barrio, mucho más que el espacio algo anodino que habitaba, a una hora de distancia.
El mayor “inconveniente” era que la índole del artículo ofrecido hacía que la amplia mayoría de lxs clientes fueran varones. O bien chicas con marido o novio al que regalarle. En sentido contrario, la minoría de “corbateras” que trabajaba en nuestro grupo hacía bromas con que, si querían, conseguían un novio en cada oficina.
Los pequeños cónclaves militantes podían tratar sobre las cuestiones más variadas y eran tan frecuentes que ya era difícil distinguirlos de las informales charlas de café. Que también solían encaminarse hacia la política más temprano que tarde.
“Los 36…” al que no recuerdo lleno, no era un ámbito ruidoso y había espacio para conversar sin mayores perturbaciones. El chasquido de las bolas de billar entrechocándose era más un amable acompañamiento sonoro que un estorbo. Creo que nunca nos atrevimos a echar una partida allí. Aquél era un templo de las carambolas, sobraban allí los que jugaban a un nivel para nosotros del todo inalcanzable.
Cine, lecturas… y más política
La política no lo era todo. Una “escapada” grupal al cine era un programa frecuente. Por aquellos años tempranos de la década de 1980 sobre Avenida de Mayo y en la zona de Congreso sobrevivían aún varias salas. Cuando estábamos en “Los 36…” llegarnos a la película deseada podía llevarnos sólo un par de minutos.
Para los que vivíamos “al día” de nuestras ventas, aquellas jornadas en las que lográbamos ingresos desde temprano no eran estímulo para seguir esforzándose por “redondear” una buena suma. Al contrario, eran la señal de partida para ir a ver alguna película o practicar otro pasatiempo.
Una tarde de “franco” autoproclamado vimos la primera parte de Novecento, de Bernardo Bertolucci. Una maravilla que nos dejó asombrados y suscitó interminables conversaciones acerca de la lucha de clases, el fascismo y la política del comunismo italiano en aquella época.
Nuestros pequeños debates, formales o descontracturados, estaban signados por el clima político y cultural de los primeros años de la posdictadura. No participábamos en nada de los entusiasmos que en muchxs generaba el gobierno de Raúl Alfonsín.
Aunque más no fuera por su incidencia en la clase obrera, preferíamos al peronismo. Los más obcecados íbamos contra toda evidencia e insistíamos en apoyar lo que pudiera parecer más o menos “combativo” dentro del sindicalismo burocrático. O a algún dirigente de la “rama política” que articulara un discurso más o menos “renovador”.
Le criticábamos al gobierno la poca disposición a adoptar políticas realmente progresivas. Las cajas del Plan Alimentario Nacional (PAN) nos parecían una ofensa, un sucedáneo indigno de políticas sociales genuinas.
En aquellos días tuvo lugar el juicio a las juntas. Ver en el banquillo a los grandes emisarios de la muerte fue una satisfacción, acompañada de un sabor amargo, por cierto. Todo el tiempo cambiábamos impresiones al respecto en las mesas del café de Avenida de Mayo. Éramos conscientes de que asistíamos a un acontecimiento histórico. Sin embargo ya nos preocupaba que alguna amnistía, explícita o encubierta, terminara amparando a todos o parte de los culpables.
Leer o escuchar los testimonios de familiares y víctimas entrañaba el desgarro de conocer con más detalle esas historias tremendas. Eso no entorpecía nuestra búsqueda: Una comprensión más cabal del pavoroso proceso de destrucción a que habían sido sometidas todas las fuerzas activa o potencialmente cuestionadoras del orden social capitalista en Argentina.
No nos satisfacían los alegatos de tinte liberal de los fiscales Julio César Strassera y Raúl Moreno Ocampo. Y al final nos llenó de indignación que algunos miembros de las juntas resultaran absueltos. Quizás sesgamos en exceso la mirada hacia el vaso medio vacío.
Menos todavía podían contentarnos ciertas políticas «salomónicas» del gobierno radical, preocupado por «repartir culpas» entre las fuerzas armadas y las organizaciones guerrilleras. Los «dos demonios» nos parecían una capitulación vergonzante.
En la búsqueda de una reflexión más «estructural», de mediano plazo, leíamos algunos trabajos críticos sobre la política económica de José Alfredo Martínez de Hoz o bien en torno de los cambios generados en la estructura del empresariado argentino.
Tomábamos conciencia de que las apelaciones rituales a “la oligarquía terrateniente y el imperialismo” quedaban cada vez más lejos de una comprensión adecuada de las clases dominantes. Libros nuevos nos hablaban de los grupos Macri, Techint, Pérez Companc, Pescarmona, Garovaglio y Zorraquín. Nuevos apellidos y nuevas modalidades para entender la configuración del enemigo de clase.
No tardó en llegar el momento en que el gobierno alfonsinista comenzó a buscar alianzas con esos sectores, a los que se les aplicaba la benévola designación de “capitanes de la industria”. Nuevo motivo para nuestra ira antigubernamental.
Hubiéramos tratado poco menos de demente a alguien que nos predijera que unos años después otro gobierno, peronista para más datos, le iba a entregar plenos poderes al gran capital. “Privatización” ya formaba parte del vocabulario, pero sólo al modo de una amenaza lejana.
Distancias sin abandonos
Sobrevinieron terminaciones de carrera, rupturas o alejamiento de la militancia, migraciones hacia trabajos más “serios”. El sonido de las carambolas exitosas dejó de sernos tan familiar.
No fui de los primeros en asumir destinos laborales más convencionales. Recuerdo un verano en que, junto a uno de los antiguos “corbateros”, gran amigo, estuvimos durante semanas dedicados a la venta de tarjetas de navidad en un puesto compartido en la vereda.
Y seguimos ese tiempo tomando varios cafés por día, alternando lugares de las avenidas de Mayo y Corrientes. Fue el toque final, sunque no se ganaba mal, dejamos esa actividad. Íbamos en búsqueda de “hacernos ciudadanos”, como le decíamos a adoptar actitudes consideradas más responsables, no sólo en el plano laboral.
En las ideas políticas no hubo modificaciones de apariencia “sensata”, más bien navegábamos hacia la izquierda con una mayor convicción.
Por fortuna, “Los 36…” siguió existiendo. No pasaba mucho tiempo sin sentarnos alguna vez en sus mesas, a menudo a degustar una cerveza. Le llegaron premios y la “condecoración” de “bar notable”. Hubo una época en que se instaló allí un escenario para recitales de tango u otros géneros musicales. Estuvimos un par de veces por allí para esos menesteres.
En 2013 ocurrió algo estremecedor para el destino del bar: Cierre provisorio, por reformas, previa compra por…una cadena de pizzerías. Circularon todo tipo de prevenciones. Corrían rumores de que quedaría convertido en un adocenado “local de cadena” sin ni siquiera señales del pasado. Los voceros de la empresa compradora replicaron con la seguridad de una remodelación respetuosa.
La gradual reapertura fue dejando lugar para el optimismo. El subsuelo lleno de billares reabrió con una restauración de apariencia irreprochable. Al tiempo ocurrió algo similar con la planta baja, sede del café. La marquesina, por su parte, lucía como nunca, la barra otro tanto.
Es cierto que el olor a pizza en horarios de almuerzo y cena no resultaba del todo armonioso con el espíritu de aquel establecimiento nacido en la década de 1890. Pero allí seguía la belleza de su estilo tradicional, y la posibilidad de tomar algo sin necesidad de incorporar porciones de muzzarella.
Quien escribe estas líneas continúa con la frecuentación del eterno café de Avenida de Mayo al 1200. Solía alternar esas visitas con las paradas en el Iberia, reciente víctima de la pandemia. En general de mañana, casi siempre con la lectura del diario. Café y medialuna de grasa.
La pasión por la historia y la política no ha mermado. El rechazo a las trampas de “la moderación” que termina postrada ante los poderosos tampoco.
Mientras estoy sentado allí suelo “parar la oreja” y capto a menudo conversaciones entre militantes. Con los cambios del caso, siguen en un diálogo que reflexiona en torno a cómo combatir con eficacia contra los “dueños del país”. Han pasado más de 35 años, las velas siguen ardiendo. El bar de los billares proporciona aún momentos de felicidad.
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