En un nuevo aniversario del golpe genocida, hay un fantasma que recorre la vida política argentina: la «reconciliación». Algunos organismos de Derechos Humanos denunciaron la propuesta de Cristina Fernández de Kirchner en materia de juzgamiento a los represores como un nuevo punto final. En medio de esto, Julio López desaparecido hace 18 meses y un […]
En un nuevo aniversario del golpe genocida, hay un fantasma que recorre la vida política argentina: la «reconciliación». Algunos organismos de Derechos Humanos denunciaron la propuesta de Cristina Fernández de Kirchner en materia de juzgamiento a los represores como un nuevo punto final. En medio de esto, Julio López desaparecido hace 18 meses y un torturador asesinado para sellar el pacto de impunidad.
Los pronósticos no son los mejores para los años que están por venir. Con un mandato presidencial flamante, muchos predicen que se avanzará hacia una pretendida reconciliación nacional.
Juicios: El fin de la historia
Cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia, lo hizo con la promesa de avanzar hacia el juzgamiento de los genocidas. Los hechos hablan por sí solos. Durante su mandato, fueron condenados: Julio Simón, Miguel Osvaldo Etchecolatz, Christian Von Wernich y siete agentes del Batallón 601. También, fue enjuiciado Héctor Febres pero los jueces no llegaron a dictar sentencia porque el torturador de la ESMA fue envenenado en su celda de privilegio.
Sólo en los juicios realizados en los tribunales platenses se reconoció que los crímenes cometidos por los represores fueron en el «marco de un genocidio». En los otros casos, se aplicó el sistema del desguase de las causas, atentando contra la percepción del plan de exterminio llevado a cabo durante la última dictadura. «La impunidad viene avalada también por el Poder Judicial, desde la instrucción hasta el juicio oral, para muestra está el caso de Febres. La forma de instruir las causas, cómo son elevadas a juicio y cómo el tribunal las encara, son un aspecto más de la impunidad reinante», afirma Liliana Mazea, abogada de la Fundación Investigación y Defensa Legal Argentina (FIDELA). Además, con respecto a la tendencia a elevar a juicio a un represor por un puñado de casos, agrega: «Esta desmembración de casos y por lo tanto de juicios es para tratar de desdibujar el genocidio consumado en ese período y por otro para que la pena al imputado sea menor».
Aunque con un pretendido discurso renovador en lo que refiere a ingeniería jurídica, el kirchnerismo desde su arribo a la Rosada no ha hecho mucho para sentar las bases necesarias para el juzgamiento a los responsables del genocidio. «El Gobierno no ha implementado ningún mecanismo para acelerar las causas, no ha dado ni personal, ni equipamiento ni el espacio físico y no ha instruído a los fiscales. Esto directamente da lugar a hechos como la desaparición de Julio López», denuncia Adriana Calvo, integrante de la Asociación de Ex Detenidos-Desaparecidos (AEDD). Por su parte, la abogada Guadalupe Godoy sostiene que existe una «gigantesca resistencia judicial porque muchos funcionarios provienen de la etapa dictatorial». Además, la integrante de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre (LADH) insiste en que no se cuenta con una «estructura jurídica destinada para juzgar genocidio».
Dudas y certezas se agolpan en esta forma de llevar a juicio a los represores, aunque se tengan gestos como el del Procurador General de la Nación, Esteban Righi, quien ordenó en los últimos días acelerar la elevación a juicio de las causas por violaciones a los Derechos Humanos. La abogada Myriam Bregman, del Centro de Profesionales por los Derechos Humanos (CeProDH), teje la unión entre esta modalidad de juzgamiento y los intereses políticos: «Cabe preguntarnos si esta forma de juzgar a los genocidas -que se reproduce en prácticamente la totalidad de los juzgados del país-, no se impone por ser funcional a los intereses políticos: tanto de aquellos que pretenden mantener la impunidad absoluta, como de quienes pregonan que es suficiente con juzgar a unos pocos asesinos paradigmáticos».
Cárcel: ¿común y efectiva?
«Como todos ustedes saben, el Estado a través de los organismos competentes, ha demandado permanentemente a la Justicia de que (los represores) sean internados en lugares comunes y no nos equivocábamos», aleccionaba a principios de mes la presidente Cristina Fernández de Kirchner. «El episodio que nos tocó vivir con respecto al prefecto Febres, creo que es demostrativo de lo acertado que estábamos cuando estábamos demandando que fueran precisamente sometidos al Servicio Penitenciario Nacional en cárceles comunes», decía la primera mandataria en alusión al homicidio del torturador de la ESMA mientras estaba alojado en su cárcel vip de la base Delta de Prefectura.
Una vez más, la realidad demuestra que las consignas son solamente eso. La traducción de ideas en prácticas concretas requiere una decisión política. «Si el Poder Ejecutivo sostuvo cárcel común,- pregunta Mazea- por qué no lo ejecutó. El Presidente es Jefe de las Fuerzas Armadas y, por lo tanto, podría disponer -con levantar su teléfono- el paso a cárceles no dependientes de las fuerzas armadas o de seguridad y evitar los privilegios de los jerarcas genocidas en esas instituciones militares así como, también, lo sucedido con Febres».
La abogada Myriam Bregman remarca la responsabilidad institucional por las condiciones de privilegio que gozaba Febres. «Todos los miembros de la Prefectura, que obedecen directamente a Aníbal Fernández y que dependen directamente del Poder Ejecutivo, eran los que los que visitaban a Febres, comían con él, sabían que él estaba ahí. En ningún momento, las autoridades dieron la orden de que fuera a una cárcel común».
A pesar de que Fernández de Kirchner se reconoció preocupada por el asesinato de Febres, hizo todo lo posible para que la Prefectura siguiera funcionando tal como estaba. Si bien se destituyó al titular de la Fuerza, Carlos Fernández, las autoridades nacionales se encargaron de que su lugar fuera ocupado por un digno miembro de la Prefectura. Gustavo Jorge Koplin, integrante del grupo Albatros que reprimió a los trabajadores del Casino de Buenos Aires, llegó a la Base Delta a pesar de que el mismísimo Aníbal Fernández juró separarlo de su cargo por haber reprimdo sin orden del ministerio del Interior. Sin embargo, fue premiado.
Las últimas novedades en la causa Febres permitieron identificar a la impunidad como el elemento aglutinante. El martes pasado, cuando se cumplía un año y medio del secuestro de Julio López, la Cámara Federal de San Martín revocó el procesamiento de los dos prefectos sindicados por el asesinato. «Lo que pasa hoy en la causa de Febres es un mensaje por la desaparición de Julio López. Están diciendo que estos crímenes no se van a investigar, que no sólo se garantiza la impunidad de los crímenes de la dictadura sino también de los que están relacionados con el Terrorismo de Estado y se siguen cometiendo hoy», declaró a ANRed Myriam Bregman.
Un nuevo punto final
El 24 de diciembre de 1986 empezaba a delimitarse el cerco con el que el poder político de turno protegería a los genocidas. Ese día bajo la presidencia de Rául Alfonsín se sancionaba la Ley de Punto Final que ponía coto al juzgamiento a los represores. La protección que les dio la democracia a los militares se completaría con la promulgación de la ley de Obediencia Debida y el otorgamiento, por parte de Carlos Menem, de los indultos a quienes secuestraron, asesinaron y desaparecieron a miles de personas. Aunque en 2003 se anularon las leyes de impunidad, todo parecería indicar que en la presidencia de Fernández de Kirchner podría reeditarse el punto final.
«Espero que en estos cuatro años de mi mandato, estos juicios que han demorado más de treinta años en ser iniciados, puedan ser terminados. Tenemos la obligación desde el Ejecutivo, desde el Parlamento, desde la propia Corte Suprema de Justicia y de los Tribunales, de adoptar y diseñar los instrumentos que garantizando todos los derechos y garantías que otros argentinos no tuvieron, permitan finalmente enjuiciar y castigar a quienes fueron responsables del mayor genocidio de nuestra historia», decía en su discurso de asunción la presidente Cristina Fernández de Kirchner. El mismo día que la primera mandataria urgía a terminar con los juicios a los genocidas, era asesinado el torturador Héctor Antonio Febres. Casualmente o no, en esa misma fecha se conmemoraba el día de los Derechos Humanos. Ese era el panorama que se abría el 10 de diciembre último.
Si bien hay quien puede afirmar que las intenciones de la primera mandataria son loables, no dejan de ser un doble discurso que enmascara la impunidad. Terminar con los juicios a todos los genocidas no parece ser una tarea sencilla, más aún si se tiene en cuenta que durante la gestión de Néstor Kirchner sólo se realizaron cuatro juicios. «Tomamos el discurso de Cristina Fernández como una frase clausurante, muy cercana a un punto final», resume Godoy. Además, explica: «Seguramente, el Gobierno de Néstor Kirchner persiguió cuatro o cinco condenas simbólicas de casos emblemáticos que permitieran, por un lado, frente a la comunidad internacional decir que esto no quedó impune y, por otro, que permitiera cerrar definitivamente el problema. Se encontraron con que nosotros pedíamos más, queríamos no sólo los impresentables como Etchecolatz y Von Wernich. Queríamos pasar la cadena de mando y llegar hasta el último que participó».
La única forma en la que se podría acabar con el juzgamiento a los responsables del Terrorismo de Estado es escogiendo a un par de «desafortunados» y enviándolos al banquillo. «El plan de conjunto son unos pocos juicios paradigmáticos, emblemáticos y con eso dar por cerrado el problema de la impunidad en la Argentina y tratar de buscar una reconciliación que, como ellos mismos reconocen, es con las mismas Fuerzas Armadas genocidas», deja en claro Bregman.
Lo que se presupone desde los organismos que integran Justicia YA! está en consonancia con la afirmación de Fernández de Kirchner de que 992 militares serían los responsables del Terrorismo de Estado y que sólo 342 están procesados. Las estimaciones oficiales de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CoNaDeP) arrojan actualmente la cifra total, provisoria, de 550 centros clandestinos, tal como reconoce Memoria Abierta. En caso de que sólo fueran 942 los responsables de la desaparición de 30000 personas, tendría que haber operado menos de dos represores por campo de concentración. Resulta casi evidente que esos pocos represores no pudieron ser quienes llevaron a la práctica un genocidio, que la misma titular del Ejecutivo reconoce que existió.
La pregunta que retumba es una y su respuesta es casi instintiva: ¿Por qué un nuevo punto final? La solución a ese interrogante la planteó también Fernández de Kirchner en su primer discurso: la reconciliación.
Reconciliación
En su asunción, la Presidente dejó en claro hacia quiénes apuntaba su política de juzgamiento selectivo: «Se lo debemos a quienes fueron las víctimas; se lo debemos a sus familiares, a las Abuelas, a las Madres, se lo debemos a los sobrevivientes que no pueden seguir estando sometidos a la tortura del relato permanente de la tragedia. Y se lo debemos también a las Fuerzas Armadas, para que de una vez y para siempre, en vistas al bicentenario, se pueda separar la paja del trigo y entonces los argentinos podamos todos volver a mirarnos a la cara».
Según los presagios presidenciales, el bicentenario deberá encontrar a los argentinos reconciliados. Eso sí, «reconciliados» con las mismas fuerzas que intervinieron en pleno período constitucional en el secuestro y desaparición de Jorge Julio López y en el asesinato de Febres.
Como delegados del Ejecutivo, la ministra Nilda Garré y el Secretario de Derechos Humanos de la Nación, Eduardo Luis Duhalde, hicieron gala de su aprendizaje de la lección. En el acto realizado días atrás en Campo de Mayo, los funcionarios plantearon sin ningún temor la intención de «reconciliar a las Fuerzas Armadas y el pueblo». Quien fuera abogado de los presos políticos durante la dictadura no se avergonzó al expresar: «La ansiada unidad entre las Fuerzas Armadas y el pueblo sólo puede asentarse en el eje memoria, verdad y justicia».
Sin López no hay nunca más
Borrado de la agenda presidencial, la desaparición de López interpela. ¿Cómo poner un punto final al juzgamiento cuando hay un ex detenido-desaparecido vuelto a desaparecer en plena etapa constitucional? ¿De qué forma terminar con los juicios cuando se presume que son miles los genocidas que ni siquiera fueron indagados por sus crímenes?
«No pensamos que el Gobierno haya sido quien secuestró a Julio López ni quien asesinó a Febres. Pero, en el caso de Julio especialmente, encubrió a los responsables. Dentro de los responsables hay personal en actividad porque el gobierno necesita a las fuerzas represivas para resolver los conflictos», reconoce Adriana Calvo. El Gobierno no sólo requiere al aparato represivo como sostén fundamental para el ejercicio del poder sino que va por más. Haciendo a un lado el discurso inicial de pedido de perdón en nombre del Estado esbozado en 2004 en las afueras de la ESMA, el kirchnerismo se propone cerrar una etapa.
Para los planes gubernamentales, es fundamental sumir en el olvido la existencia de una desaparición: la de Jorge Julio López. También, es funcional correr del eje a los miembros de la Fuerza comprometidos con el asesinato del represor Febres. Si hay un desaparecido y si hay militares en actividad sospechados de cometer los mismos crímenes atroces que en la dictadura, ¿cómo avanzar hacia la reconciliación?
Sin lugar a dudas, la ausencia de López se convierte en una presencia acusadora. «El único esfuerzo que hizo el Gobierno en la causa fue evitar que, a nivel internacional, esto se viera como una desaparición forzada de personas, cosa que planteamos desde el principio. No porque pensemos que el Gobierno lo secuestró sino porque hubo aquiescencia del Estado para permitir que López esté desaparecido y que un año después su desaparición y su secuestro estén impunes», deja en evidencia Guadalupe Godoy.
Ante un nuevo aniversario del golpe militar y a 18 meses del secuestro de López, sigue firme como mandato la consigna que levantaron muchos organismos de Derechos Humanos: «No olvidamos. No perdonamos. No nos reconciliamos».