La muerte es la muerte. Es lo real, lo irreductible. Pero la muerte encarnada en un cuerpo es la certeza de un duelo que comienza. ¿Alguien puede entender que un cuerpo roto pueda significar algo parecido a un alivio? ¿En qué mundo de inmundicia vivimos en el que preferimos un huesito, una cadena de adn, […]
La muerte es la muerte. Es lo real, lo irreductible. Pero la muerte encarnada en un cuerpo es la certeza de un duelo que comienza. ¿Alguien puede entender que un cuerpo roto pueda significar algo parecido a un alivio? ¿En qué mundo de inmundicia vivimos en el que preferimos un huesito, una cadena de adn, un pedacito de pelo, a la incertidumbre? Ojalá que el cuerpo que encontraron en el río sea Santiago. Ojalá que el cuerpo que encontraron en el río no sea Santiago.
¿Alguien en el mundo puede entender que un cuerpo roto pueda significar algo parecido a un alivio? ¿En qué mundo de inmundicia vivimos en el que preferimos un huesito, una cadena de adn, un pedacito de pelo, a la incertidumbre? ¿Y puede alguien entender que al mismo tiempo no queramos encontrar nunca nada para poder seguir en el limbo de la ilusión cruel de que tal vez, quizás, de algún modo mágico, pueda volver el ser amado que no hay modo de no saber que está muerto? ¿Cómo lograron hacernos esto? ¿Cómo lograron que la incertidumbre fuera la condena y el nudo que no queremos deshacer a esa imagen en la que ellos siempre vuelven?
Hay un cuerpo rescatado del agua. Y siempre el agua, siempre los ríos, siempre los peces acunando a nuestros seres queridos. ¿Será Santiago? En definitiva, es alguien que ha muerto y ha quedado a merced del agua. Y eso ya es un dolor suficiente. Pero en este país nunca es suficiente. Porque secuestraron en las narices de todos a treinta mil personas, las torturaron las asesinaron y ocultaron sus cuerpos -porque eso es lo que el eufemismo «desaparecido» quiere decir- y no es suficiente. Miguel Bru, tampoco alcanzó. Julio López todavía no llenó el vaso. Y probablemente Santiago sea otra perla amarga en el collar que llevamos en nuestros propios cuerpos doloridos.
En este país se puede «estar harto del tema de los desaparecidos» y la vida sigue. Se puede tardar once años para preparar un juicio contra torturadores y decir que es verdad que ocho o nueve personas son responsables de la gestión de un centro clandestino de detención en el que fueron machucados los cuerpos de cientos. Se puede hacer un chiste también. El cuerpo encontrado en el río tal vez conserve algo para que los forenses puedan investigar por las bajas temperaturas del agua «como Walt Disney». Y la vida sigue.
Es tan violento que la vida siga cuando el dolor es un estilete que te va cortando en tiritas. Y sin embargo si no siguiera cómo podríamos batir al enemigo. Aunque sea así, como inventó la historia que dijo el Sargento Cabral. La esperanza es nuestra condena y nuestra victoria. Hayao Miyazaki, ese que nos salvó la vida de niños con las series Heidi y Marco, el que hizo El castillo vagabundo y el Viaje de Chihiro, en su última película nos dio la clave: el viento se levanta, hay que intentar vivir.
Pero cómo. Vivir, respirar, no ahogarse con el cuerpo que los perros encontraron a cuatro días de las elecciones, podría ser ya bastante heroico. Sin embargo para nosotros tampoco es suficiente. Estar mirando en la televisión, en las redes sociales, pegados a las pantallas de los teléfonos hasta que alguien nos diga si es o no es Santiago, si Santiago sigue siendo un desaparecido o es un asesinado, en esta categoría loca que hemos inventado los argentinos, como si desaparecido no significara también asesinado, no parece suficiente. Estar pensando en las elecciones, en la anécdota importante o fútil, según para quién, de las elecciones frente a la brutalidad de este jueguito morboso al que nos someten (¿es o no es? ¿reconocés la ropa en este cuerpo sin cara? ¿podremos saber qué le hicieron después de dos meses de río?) también parece insuficiente. Violento inclusive.
Nada, ninguna cosa que podamos hacer, nos devolverá la vida de Santiago, ni la de Julio, ni la de Miguel, ni la de Silvia, asesinada por testimoniar en un juicio por delitos de lesa humanidad. Tampoco a las miles de personas que destrozó la dictadura. Ni los años que millones vivieron en el exilio o en el horror de las cárceles argentinas. Pero no hacer nada es sin dudas lo más desacertado que podemos hacer. Y mirar la tele, decir qué barbaridad, esperar que nuestro mundo cambie votando así o asá es bastante parecido a hacer nada.
El gran Kurt Vonnegut en su Matadero cinco propuso una explicación más racional al delirio del genocidio nazi: la abducción de los cuerpos por extraterrestres. Convengamos que es menos loco pensar en un plato volador que te saca del tiempo y del espacio a que el ser humano sea capaz de masacrar a seis millones de personas. En su libro, el protagonista, Billy Pillgram es llevado a su planeta por los tralfamadorianos: «Lo más importante que he aprendido en Tralfamadore es que cuando una persona muere, sólo muere aparentemente. Continúa muy viva en el pasado, y por lo tanto es muy estúpido que la gente llore en su funeral. Todos los momentos, el pasado, el presente y el futuro, siempre han existido y siempre existirán. Los tralfamadorianos pueden contemplar todos los momentos de la misma forma que usted, por ejemplo, puede observar cualquier trecho de las Montañas Rocosas. Se dan cuenta de la permanencia de todos los momentos, y pueden contemplar cualquiera de ellos que les interese. Aquí en la Tierra creemos que un momento sigue al otro, como los guisantes dentro de la vaina, y que cuando un momento pasa ya ha pasado para siempre, pero no es más que una ilusión.»
No podemos saber si el paso del tiempo es una ilusión o no. Lo que quizás podamos afirmar es que todo vuelve a repetirse sin repetirse jamás.
Este año fui a la casa de donde se llevaron a mis padres. Hacía mucho tiempo que no iba. Estaba alquilada. Los inquilinos querían entregármela porque se iban. Me di cuenta de que nunca la había visto así, despojada, sin nada, sólo las paredes y el verde del fondo y ese lugar donde estaba la conejera con mis queridos conejos, donde aún hoy se niega a crecer el pasto. Me puse a llorar. Como una loca. No sabía que iba a llorar, pero sucedió. El inquilino que se iba me recogió del piso, me alzó porque yo era una masa informe que sólo sabía llorar y me dijo «no te preocupes flaca, no van a volver». Él me hablaba de los militares, y tal vez sea un poco inocente creer que no van a volver cuando pasan cosas como la desaparición de Santiago y la vida, como vimos, sigue. Pero lo más increíble, lo más terrible es que yo me preocupé. Me anoticié. Yo no pensé en los militares. Yo pensé en mi papá y en mi mamá. No van a volver. Una mujer de 46 años llorando como una nena de 4 porque alguien le dice que «no van a volver».
La muerte es la muerte. Es lo real, lo irreductible. Pero la muerte encarnada en un cuerpo es la certeza de un duelo que comienza. La muerte encarnada en el aire es que pasen los años, las décadas y cada vez volver a entender que la magia es una posibilidad demasiado remota. Ojalá que el cuerpo que encontraron en el río sea Santiago. Ojalá que el cuerpo que encontraron en el río no sea Santiago.