Así, las próximas elecciones de renovación legislativa de octubre constituyen el primer test electoral nacional de la «era K» luego de poco más de dos años de gestión. Más allá de la pelea política interna que hoy ocupa a las cabezas del equipo chico de gobierno, en la rosada se espera una sutura «plebiscitaria» que […]
Así, las próximas elecciones de renovación legislativa de octubre constituyen el primer test electoral nacional de la «era K» luego de poco más de dos años de gestión.
Más allá de la pelea política interna que hoy ocupa a las cabezas del equipo chico de gobierno, en la rosada se espera una sutura «plebiscitaria» que resuelva el impasse de legitimidad electoral con el que el mandatario santacruceño ha tenido que lidiar desde que fuera derrotado en primera vuelta.
La desesperante sed electoral del gobierno no sería preocupante si no fuesa porque se haya tomado una elección parlamentaria prácticamente como una virtual pre-reelección presidencial.
Ciertamente, nada más resbaladizo para un presidente que contentarse desde que llegó al poder con un triunfo que al fin y al cabo no pudo expresarse electoralmente, sobre todo en un país como el nuestro de fuerte tradición caudillista populista. No hay ningún registro a la fecha en el Ministerio del Interior que diga que Kirchner es presidente porque obtuvo más cantidad de votos que el inefable riojano. Al contrario, los números dicen otra cosa.
Así y todo, es obvio que nadie en su sano juicio puede poner en cuestión la legalidad y respaldo que colocó a Kirchner en el sillón de Rivadavia. En definitiva, Menem desertó de la competencia electoral violando las más elementales reglas del juego político, dejándole al patagónico el camino libre hacia la jefatura del estado nacional.
Pero cuidado, la aceptable imagen pública de la que, pese a los vaivenes políticos, sigue gozando el presidente no es mecánicamente trasladable al apoyo electoral, máxime si de renovación parcial de cámaras legislativas se trata.
Acompañar medidas de gobierno puntuales no significa, desde el punto de vista del ciudadano «de a pié», convalidar una gestión «in totto», y mucho menos cuando queden en evidencia, a medida que se vayan conociendo las listas, los celebérrimos caciques de la vieja política a los cuales recurrió el gobierno para proyectarse en los insondables distritos provinciales.
Las medidas más importantes en materia económica, derechos humanos, salud y justicia no pueden entenderse como patrimonio exclusivo del ejecutivo, sino de una sociedad que tras las sucesivas estafas políticas de la última década comienza a abandonar, con idas y vueltas, las lealtades imaginarias tradicionales.
Si no fuera así, no se entiende el defasaje que existe entre el plantel de funcionarios que circunda a Kirchner y algunas de las transformaciones centrales impulsadas por éste. Lo mismo cabe para el resto de las facciones que componen el partido justicialista ¿o acaso hay, en los reagrupamientos de cuadros realmente existentes, testimonios que puedan expresar la progresividad de alguna de esas transformaciones?
Las candidaturas kirchneristas y duhaldistas parecieran abonar la segunda parte de la pregunta. Ni que hablar la nueva corporación Menem-Saá que debuta en Capital con Moria Casán de candidata. Si miramos los ministerios, salvando algunas honrosas excepciones, no se necesita mucha perspicacia para advertir que el actual personal político que dirige los asuntos de estado ostenta el mismo calibre de desaprensión pública que el que condujo al país durante los últimos diez años.
Sin embargo, luego de tanta descomposición de los elencos políticos, de la alta economía y la cotidiana, la del mundo de la vida, luego de tanta represión y sangre derramada, de cortes de ruta, de asambleas populares, luego de tantas marchas por memoria, verdad y justicia, es a todas luces clarísimo que no había, no hay y ni habrá en Argentina espacio para otra política que la del encarcelamiento de los responsables del terrorismo de estado, que la de la redistribución profunda de la riqueza de cara a los que nada tienen y nada reciben, que la de la generación de empleo genuino y permanente, etc, etc,.
Pero volvamos al comienzo. Institucionalmente, el problema que acucia a Kirchner se origina en el sistema de ballotage introducido en la reforma constitucional del´94, máxime cuando uno de los candidatos decide huir de la compulsa electoral para impedir la conclusión del proceso previsto.
Estas prácticas de dudosas credenciales democráticas, que pueden tornarse una constante de la política argentina si un candidato avizora en el horizonte un repudio popular masivo, hieren de muerte a un sistema electoral pensado para constituir presidencialismos sobre la base de un sustento en sufragios inapelable, justo en una etapa donde sociedad ya no parece tener ganas de sentirse parte de una abrumadora mayoría que, luego de apoyar, de jugarse con esperanza, le devuelven desde el gobierno una puñalada por la espalda.
Políticamente, el problema es mucho más delicado y acaso más complejo, ya que el apoyo político medido en términos de opinión pública a una gestión de gobierno, por más mayoritario que se sepa, jamás puede ser entendido como «equivalente» a una convalidación electoral concreta. Las corrientes de opinión no son ni más ni menos que eso, en cambio los votos son los votos, y las urnas son las urnas.
En vísperas de aquel ballotage fallido se daba por descontado que el masivo apoyo -duhaldismo bonaerense inclusive- a la entonces antediluviana candidatura de Kirchner, iba a borrar del mapa político al padre de la revolución conservadora más profunda de la cual se tenga memoria en América Latina.
Dos años después, con demasiada agua escurrida bajo el puente, la actual pulseada por la hegemonía entre los otrora socios justicialistas se ha desplazado al territorio bonaerense, bajo un insólito formato «marital» de combate político donde las acusaciones cruzadas entre las candidatas esposas son apenas el comienzo de un sainete que ya es folclore en nuestro país.
La pelea, que no es nueva en el peronismo, entre «puros» e «impuros» revela que no solo aquella poca feliz anomalía instalada en el seno del cuadro político no solo sigue latente, sino que además se expande irremediablemente como una epidemia institucional, sometiendo a la sociedad en su conjunto a la doble presión de saldar aquella vieja deuda y al mismo tiempo refrendar el manoseo de una elección general devenida en interna justicialista.
Aunque el 23 de octubre debiera ser una oportunidad para reconstruir un parlamento nacional decoroso, progresista, con autonomía política y nuevos re-equilibrios que profundicen la agenda social aún pendiente, la elección corre el riesgo de tornarse en un mero trámite plebiscitario desde donde el empeño ministerial por reducir a la mínima expresión todo transversalismo crítico que desde la cámara de diputados pueda debatir «por izquierda» con el presidente, se complementa con el reparto de la burocracia estatal entre ganadores y perdedores de una interna partidaria que parece no tener fin.
En suma, la pelea entre Kirchner y Duhalde podría reducirse a la disputa por el control de las bancas en el congreso, arena política institucional donde, a falta de andariveles intra partidarios que garanticen una reyerta sin olor a pólvora, los justicialistas despliegan sus relaciones de fuerzas para dirimir quien controla el poder político. El episodio escandaloso de la presentación de dos lemas en el distrito electoral más grande del país es la cristalización de ese enfrentamiento sin solución de continuidad.
A pesar del sueño trasnochado del partido propio de más de un cuadro político y social kirchnerista en la provincia, no hay dudas de que, tanto la lista que encabeza Cristina Fernández de Kirchner como la que lleva a Chiche González de Duhalde constituyen la expresión indeleble de un justicialismo que, dada su incapacidad estructural de resolver puertas adentro la disputa por la dirección espiritual del peronismo, recurren a la utilización espuria del sistema político para socializar los costos de su interna irresuelta.
Mal le pese a más de un progresista devenido en personal «pour la gallerie» de Balcarce 50, la labia fácil de la proscripción ensalzada por el propio Kirchner para minimizar la violación de la constitución que implica el desdoblamiento de las listas, pone al desnudo la fenomenal manipulación de los límites de la democracia de la que es capaz la dirección del estado cuando las reglas del juego no se ajustan a sus necesidades electorales particulares.
¿Hace falta decirle al presidente que la constitución no proscribe, sino que prescribe, dicta, ordena, establece, señala las reglas de juego? O en todo caso que la constitución proscribe con penas sumarísimas a quienes intenten violarla. Flaco favor se le hace a la reforma política cuando se inflan las gargantas oficiales para operar en los medios de comunicación diciendo que la oposición debe ganar las elecciones en las urnas y al mismo tiempo omitir de plano que la normativa vigente obliga a los partidos a dirimir las candidaturas -en caso de que no se llegue a una lista de unidad partidaria- en internas abiertas y simultáneas.
Sería facilista caer en el axioma de que el peronismo es todo lo mismo. Al contrario, «peronismo» es un significante flotante que puede ser llenado de tantos contenidos simbólicos como corrientes internas uno quiera encontrar. Pero la embestida presidencial contra los preceptos constitucionales en materia electoral revela que desde el retorno de la democracia a la fecha el desapego inaceptable a la ley es el hilo conductor que los une invariablemente.
En la otra orilla del arco político, la iniciativa refrescante de denunciar en la justicia la imposición de neolemas y la doble afiliación debiera constituir una oportunidad irrenunciable para regerarquizar una nueva izquierda democrática -tan necesaria como impostergable- que desde una balance crítico y movilizador del pasado, se atreva a recrear reagrupamientos electorales inteligentes.
Solo una alternativa de izquierda, republicana e igualitaria de nuevo tipo, que pueda ser asumida como competitiva por la gente, podrá profundizar los temas estructurales de una agenda social y política que ya es patrimonio cultural de los argentinos.
Carrera de Ciencias Políticas (UBA)