La cárcel de Devoto, originalmente concebida como un hospital, es el único establecimiento carcelario en funcionamiento en la Ciudad de Buenos Aires. En 1978, plena dictadura y a pocas semanas del Mundial, albergaba una población de presos comunes y políticos bajo tutela del Ejecutivo que la Junta Militar quería exhibir, como muestra de trato digno, […]
La cárcel de Devoto, originalmente concebida como un hospital, es el único establecimiento carcelario en funcionamiento en la Ciudad de Buenos Aires. En 1978, plena dictadura y a pocas semanas del Mundial, albergaba una población de presos comunes y políticos bajo tutela del Ejecutivo que la Junta Militar quería exhibir, como muestra de trato digno, a los organismos de Derechos Humanos internacionales que visitaban el país. En una cárcel diseñada para un máximo de 900 reclusos convivían alrededor de 2700. En el Pabellón Séptimo se alojaban presos comunes, ladrones, reincidentes e infractores a la Ley de Estupefacientes. Entre ellos Ariel Omar Colavini, un joven de veintiún años que ingresó en el Pabellón Séptimo el 18 de noviembre de 1977. Unos meses antes, en la plaza de los Aviadores en el Palomar, la policía le encontró «dos cigarrillos de marihuana». En infracción de la Ley de Estupefacientes de aquella época fue condenado a dos años de prisión por «tenencia de drogas ilícitas».
En la mañana del 14 de marzo de 1978, en un rectángulo de 8 metros por 33 metros al que se conoce como «cuadro», se produjo el hecho más grave de la historia carcelaria argentina. Algo que la versión oficial llamó el «Motín de los colchones» y que la abogada e investigadora Claudia Cesaroni redefinió como «Masacre del Pabellón Séptimo», el título de su libro de 2015. Fue una masacre de al menos 64 presos, consumidos por el fuego, las balas y la tortura. La secuencia documentada de los hechos indica que la noche del 13 de marzo se produjo una discusión entre un interno y un celador por el horario que debía apagarse la televisión. El interno no aceptó la orden y cuatro oficiales fueron a buscarlo a las cuatro de la mañana. No consiguieron extraerlo del pabellón por la protesta y gritos de los compañeros, que sabían a esa hora te sacaban solamente para una golpiza feroz.
Pocas horas después, a las ocho hubo una requisa de sesenta penitenciarios y de una violencia más extrema que lo habitual en el Pabellón Séptimo. Otra vez resistieron los internos, la requisa retrocedió y trancó la puerta. Los penitenciarios comenzaron a lanzar granadas lacrimógenas y vomitivas, y a disparar con ametralladoras, fusiles FAL e Itacas. En una suerte de reflejo colectivo de supervivencia, los presos armaron una barricada con las camas y colchones para obstaculizar el acceso a la «jaula», y la mayor parte se refugió en el fondo del pabellón. Sea por un chispazo de las detonaciones o por los calentadores de kerosene, se incendiaron los colchones de poliuretano altamente combustible.
Entre llamas, humo negro alquitranado y disparos, algunos se desmayaron y al menos dos se suicidaron frente a todos. En el baño había una pileta con agua estancada y los presos se mojaban unos a otros. Algunos se tiraron al piso envueltos en toallas húmedas. Cuando algún recluso trataba de tomar aire por las ventanas que dan a la calle Nogoyá, recibía una ráfaga de disparos desde el exterior. Los vecinos de Villa Devoto no solo vieron brotar llamas por esas ventanas, sino también escucharon los gritos y los disparos. Las autoridades del penal no permitieron el ingreso de los bomberos y el pabellón ardió por dos horas, hasta que el fuego se extinguió solo. Habían cortado el agua y adentro no había extintores.
Solo entonces los penitenciarios dieron la orden a los sobrevivientes de salir de a tres. Se les ordenó bajar corriendo tres pisos mientras los golpeaban, hasta los calabozos de castigo. Se supone que en esta carrera de muerte murieron otros quince. No hubo ningún tipo de atención médica a los sobrevivientes: con enormes ampollas, úlceras y miembros deformados por el fuego, fueron confinados en celdas de 1,80 m por 60 cm. Como era día de visita, las familias se fueron agolpando en las afueras del penal y frente a los rumores de desastre, las autoridades dispusieron que un agente, detrás de una minúscula ventana, gritara apellidos de internos y la palabra «muerto» u «Hospital», lo que produjo desmayos y colapsos de todo tipo.
La investigación judicial fue rápida y falsa. El 30 de junio de 1979 fueron sobreseídos todos los implicad en el «motín, intento de fuga e incendio autoprovocado». Dice Elías Neuman en su libro Crónica de las muertes silenciadas que «ese día la mayoría de los jueces no se movieron de sus despachos mientras los detenidos bajo su jurisdicción se morían carbonizados». Ni por ese entonces ni en las siguientes cuatro décadas, se procesó o sentencio a alguna autoridad penitencial de la U.2 Villa Devoto.
En la lista de muertos del expediente está, con el número 49, «el petiso» Ariel Colavini. Una última indignidad fue que el 28 de marzo de 1978, cuando llevaba muerto dos semanas, la Corte Suprema de Justicia le confirmó la sentencia por considerar que estaba detenido en forma correcta, ya que el acto de fumar marihuana no se era un acto individual. Este fallo sentó jurisprudencia en la justicia argentina, señalando que las drogas tienen una «influencia deletérea» que excede el vicio individual, lleva a la delincuencia común y subversiva, a la degeneración de los valores espirituales y a la destrucción de la familia.
Parecen historias del pasado pero en la Argentina sigue existiendo una ley penal que sanciona con posibilidad de prisión la tenencia para consumo personal y alrededor de la mitad de las causas iniciadas en el fuero federal por infracción a la Ley de Estupefacientes implican la persecución penal del consumidor. La precariedad estructural permanece intacta y los presos se siguen muriendo en celdas de aislamiento repletas de materiales combustibles, como ilustra el fallo que se dio a conocer esta semana, en donde se condenó a cuatro carceleros de la ex Unidad 20 del Borda por la muerte de dos presos en un incendio en el año 2011.
Cuando se marcaron los 35 años de la masacre del Pabellón Séptimo, la vital obra de Neuman, el trabajo exhaustivo de Cesaroni, el testimonio de sobrevivientes como Hugo Cardozo y la presión pública de referentes como el Indio Solari, que le dedicó dos temas a la masacre, lograron que la causa fuese reabierta en 2013. Ese mismo año se hizo un acto en la cárcel de Devoto y algunos sobrevivientes volvieron al lugar después de décadas. Un año más tarde la Cámara Federal Porteña hizo lugar al pedido de Cesaroni y la masacre fue declarada un crimen de lesa humanidad.