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Planes de Vivienda

Para que nada cambie

Fuentes: Rebelión

«Con este proyecto estamos transformando a los inquilinos en propietarios», se entusiasma el secretario de comercio interior, Guillermo Moreno, mientras acuerda con los banqueros el lanzamiento de una línea de créditos hipotecarios para inquilinos. La baja de menos de medio punto en los intereses como toda novedad, no los privó de festejar la iniciativa. Pero […]

«Con este proyecto estamos transformando a los inquilinos en propietarios», se entusiasma el secretario de comercio interior, Guillermo Moreno, mientras acuerda con los banqueros el lanzamiento de una línea de créditos hipotecarios para inquilinos. La baja de menos de medio punto en los intereses como toda novedad, no los privó de festejar la iniciativa. Pero nadie puede hacerse ilusiones sobre los alcances de este proyecto, cuando el propio diario oficialista Página 12 calcula que se debería tener un ingreso cercano a los 3.500 pesos mensuales para acceder a los créditos. Aunque concebido sólo para favorecer a un pequeño sector de la clase media, el gobierno espera le sirva para aparecer como ocupándose del problema. Como siempre, son los banqueros quienes una vez más harán negocio.

Pero según reconoció una funcionaria del Consejo Nacional de la Vivienda, son 2.640.000 (un 25% de la población) los hogares con graves problemas habitacionales. Y más allá de todo el barullo armado alrededor del plan gubernamental, para el pueblo, para la inmensa mayoría de los trabajadores -con salarios por debajo de los índices de pobreza- el sueño de la vivienda seguirá siendo inalcanzable. Y lo seguirán paliando como se pueda, hacinándose en la casa de un familiar al no poder pagar un alquiler, multiplicando las villas a todo lo largo del país, ocupando casas, o en hoteles y piezas subalquiladas. O directamente en la calle, hasta caer en las garras de la locura o la muerte. Porque nadie puede tolerar esta situación indefinidamente.

Una crisis cada vez más grave

Una vivienda digna es mucho más que un techo. Forma parte de un hábitat capaz de garantizar a toda persona «un nivel de vida adecuado que le asegure así como a su familia la salud y el bienestar, en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios» como lo establece el artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Sin embargo el gobierno, que gusta mirarse en el espejo de los «derechos humanos», intenta barrer bajo la alfombra la carencia de los derechos más elementales. Porque el actual boom inmobiliario y de la construcción no tienen como destinatarios a las 2 millones de personas que en el Gran Buenos Aires están viviendo en villas y asentamientos, ni a las 120 mil de Córdoba, o las 70 mil en Rosario, mientras que en la Capital, son 140 mil vecinos los que viven en 21 villas, mientras otros 220 mil lo hacen en casas tomadas, 240 mil en hoteles, inquilinatos u ocupando una habitación en casas de familia, y son 600 mil los que alquilan. Acompañando esta situación, recrudecen enfermedades  respiratorias, parásitos, diarreas y meningitis, como producto de esta precariedad. Sólo en el Hospital Materno Infantil Oscar Alende, de Lomas de Zamora, fallecieron durante el último año 170 chicos por una epidemia de bronquiolitis. Muertes totalmente evitables. Y hace pocos días, los diarios comenzaron a reflejar interés por la expansión del mal de Chagas. Mientras afectaba a millones de argentinos y latinoamericanos, la preocupación no era tanta como ahora, que con la emigración llegó hasta Europa. Pero es sabido que no habrá soluciones de fondo para esta enfermedad, mientras no se erradiquen las condiciones de proliferación de la vinchuca, que anida en miles de ranchos de adobe y paja.

Especulación inmobiliaria o derecho a la vivienda

¿No habrá que tener un poco de paciencia, ahora que el país está creciendo? ¿Un pequeño paso hoy no será seguido por otro mañana, en la dirección correcta? Son interrogantes que muchos se hacen y que parten de un hecho cierto: la nefasta década menemista y su crisis arrasaron con las conquistas sociales del pueblo trabajador. Pero el actual crecimiento de la economía -uno de cuyos pilares es el boom de la construcción- desató una escalada que llevó a superar el precio en dólares que tenían las propiedades en la Convertibilidad. Para los sectores populares se hicieron inalcanzables. Consecuentemente, la lógica del «mercado» -palabrita tras la que se oculta el interés de las grandes empresas constructoras y corporaciones inmobiliarias-  llevó a que el 66% de las viviendas que se construyen sean las calificadas como categoría «Premium» (como las proyectadas torres sobre la avenida Libertador en la Capital a 4 mil dólares el m2), un 17% como viviendas «suntuosas», un 16% destinadas a lo que queda de la clase media y sólo un 1% sean las calificadas como «viviendas sociales», para los sectores populares.

No son por tanto las secuelas de la crisis sino la actual reactivación económica la que -sostenida en la baja salarial y el trabajo precario- llevó a que hoy exista la mayor desproporción histórica entre el salario y el valor del m2.


No casualmente las llamadas Villas de Emergencia fueron adquiriendo -más certeramente- el nombre de Villas Miseria, en forma acorde al carácter no transitorio sino estructural, con que el capitalismo va generando pobreza y una masa de población sobrante, en la que el «mercado» perdió todo interés.

Al servicio de «inversores» y especuladores

Reconociendo que el mercado no resolverá el déficit habitacional de la mayoría de la población, muchos esperan la intervención estatal para limitar la voracidad del capital privado. Sin embargo y por el contrario, la política de los sucesivos gobiernos ha sido el de colocarse a su servicio. El sentido común de amplios sectores acompañó la subordinación al interés de estos zánganos, a los que llaman «inversores».

El resultado fue catastrófico. Valgan como ejemplo lo ocurrido con el Banco Hipotecario Nacional y el FONAVI (Fondo Nacional para la Vivienda). El primero, que durante la década del 70 financiaba la construcción de un promedio de 24.000 viviendas anuales, ante las «recomendaciones» del Banco Mundial trasladó a la banca privada el otorgamiento de créditos, para finalmente ser totalmente liquidado con su privatización.

El segundo fue sufriendo sucesivas transformaciones. Mientras al comienzo integraba sus fondos con un aporte patronal del 5% de los salarios, a partir de 1992 pasó a financiarse con un impuesto a los combustibles que castiga el consumo del conjunto de la población. A partir del ’95  se transfirió sus fondos a las provincias, que comenzaron a desviarlos hacia otros gastos, práctica que se legalizó en el 2000 autorizándolas a utilizar el 50% de los fondos. En el 2001 la autorización se amplió al 100%. La construcción masiva de viviendas fue relegada.

El actual gobierno generalizó esta práctica de hacer uso discrecional de los fondos presupuestarios y la legalizó con los «superpoderes». Sin ataduras, no utiliza el inédito superávit fiscal para solucionar el drama de la vivienda, sino prioriza, en cambio, el pago de la deuda, la creación de un fondo anticíclico que de «tranquilidad» a los acreedores de que seguirán cobrando en futuras crisis económicas, o directamente lo utiliza para subsidiar a los ladrones de las privatizadas y otros grandes grupos económicos. Para la contabilidad del gobierno, diseñada para seducir a los «inversores», la construcción de viviendas es un «gasto» a evitar. Por lo menos mientras la lucha popular no lo obligue a dar alguna respuesta.

En la Capital, la ciudad más rica del país, la situación no es mejor. Mientras el Instituto de la Vivienda de la Ciudad (IVC) construyó en los últimos 4 años sólo 3 mil viviendas, el gobierno, primero con Ibarra y ahora con Telerman, se dedicó a desplazar pobres hacia otras zonas del país, reeditando con otros métodos la política de erradicación de villas implementada por la dictadura, que expulsó a miles hacia el 2do. y 3er cordón del Gran Buenos Aires. Su metodología es el desalojo forzoso, con orden judicial acompañada por la policía, mientras promete subsidios a los que demuestren «situación de calle», que apenas alcanzan para una casilla en algún lugar lejos de la ciudad.

Los últimos decretos del gobierno de Telerman -tras las tomas en el Bajo Flores y la intervención en el IVC- no apuntan a subsanar la falta de vivienda sino a reforzar su capacidad de reprimir «usurpaciones» y facilitar desalojos, continuando con la política de Ibarra que vetó hace 2 años la declaración de «emergencia habitacional» por la que se designaban fondos para la construcción de viviendas y se prohibían los desalojos.

Coherentemente con la continuidad de la política de una ciudad sólo para algunos, la inversión pública no tiene como destino prioritario a los necesitados barrios populares, sino la creación de infraestructura y servicios para promover los negocios inmobiliarios en zonas como Puerto Madero o Retiro.

Una larga tradición de lucha

El pueblo trabajador tiene una larga tradición de lucha por la vivienda que se podría rastrear hasta inicios del siglo pasado y la célebre huelga de los inquilinos. Mucho más acá, la revolución «fusiladora» combinó represión con la implementación de la carrera de Trabajo Social, para intentar despolitizar y terminar con las importantes organizaciones en las villas y las barriadas obreras. La última dictadura erradicó las villas para lograr el «ordenamiento social y edilicio de la Capital», pero ya a partir de 1981 comenzaron a producirse tomas de tierras en el conurbano y de edificios en la Capital, como una primera respuesta organizada de sectores del pueblo trabajador que se negaban a ser población excedente para el capital. A partir de 2001 deudores hipotecarios lograron impedir una importante cantidad de desalojos, comenzaron a desarrollarse cooperativas de vivienda que a diferencia de las tradicionales, adquirieron un carácter de lucha y autogestión, así como surgieron movimientos territoriales que reivindican la lucha por una vivienda digna.

La vía libre que tienen los intereses inmobiliarios, la aceleración de los desalojos y remates, así como la falta de soluciones para los millones con gravísimas condiciones habitacionales, obligan a luchar en forma unitaria por la suspensión inmediata de los desalojos en todo el país, contra la suba de los alquileres y por la implementación de un masivo y urgente plan de construcción de viviendas populares, a pagar con cuotas que no puedan exceder el 20% del ingreso familiar. El dinero para ello está y es el destino que debería tener el superávit fiscal.

Por otra parte, suplantar la necesidad de mostrar el recibo de sueldo por el recibo de alquiler, como propone el gobierno, no es salida para el 50% de los que trabajan en negro y cobran un sueldo que no les permite alquilar. Y menos cuando es el propio gobierno el principal responsable de esta situación, por lo que debe hacerse cargo, adjudicando viviendas a estos trabajadores.

Son todas medidas posibles si se pelea por que la vivienda, al igual que la salud o la educación, dejen de ser una mercancía, para concebirse como un bien social al que todos tenemos derecho.