«Es una aberración de la ley que si una pendeja de 16 años con la concha caliente quiera coger con vos, vos no te las puedas coger». «Si yo tengo algo bueno para darte, puedo desvirgarte como nadie en el mundo». «Hay mujeres que necesitan ser violadas para tener sexo porque son histéricas, y sienten […]
«Es una aberración de la ley que si una pendeja de 16 años con la concha caliente quiera coger con vos, vos no te las puedas coger». «Si yo tengo algo bueno para darte, puedo desvirgarte como nadie en el mundo». «Hay mujeres que necesitan ser violadas para tener sexo porque son histéricas, y sienten culpa por no poder tener sexo libremente. Quieren jugar a eso. A mí no me gusta jugar a eso, pero hay gente a la que sí. Somos muy complejos los seres humanos». «A mí, lo discursivo no me dice nada. ¿Qué son los ‘derechos de la mujer’? A mí, háblame de cómo te sentís, y te entiendo. Pero si me hablás de derechos, no te escucho porque no creo en las leyes de los hombres; sí en las de la naturaleza».
Estas declaraciones machistas y misóginas -verdadera apología de la violación sexual- pertenecen, como es vox populi por el escándalo que suscitaron, al músico de rock argentino Gustavo Cordera. Fueron hechas en agosto de 2016, en una conferencia con estudiantes de periodismo, luego de que una joven le pidiera una opinión acerca de las denuncias por abuso sexual contra Cristian Aldana y José Miguel del Pópolo, otros dos rockeros conspicuos de Buenos Aires.
Pero Cordera dista mucho de ser una excepción, un caso aislado. La sociedad está llena de varones que piensan como él, y que se expresan en términos parecidos, sean o no celebridades, tengan o no un micrófono delante. La idea de este ensayo no es quedarse en el repudio moral de «exabruptos» como este, sino trascenderlos mediante el análisis y la reflexión, dilucidarlos a través del pensamiento crítico. La propuesta es, en definitiva, ir más allá de la lógica noticiosa del periodismo hegemónico, de la anécdota sensacionalista; e indagar el contexto social, el trasfondo cultural, que explican por qué Cordera y tantos otros hombres razonan y opinan como lo hacen.
Penetrar, en el imaginario masculino patriarcal (aun en su variante menos misógina o más cortés), es someter y humillar. Es practicar el coito como relación de poder, como instancia decisiva de la cotidianeidad donde se renueva y confirma -e incluso se legitima- el dominio real o ilusorio sobre la mujer, en cuyo cuerpo se necesita ver, imperiosamente, una res privata, una cosa propia.
Ese deseo de sujeción y posesión, esa fantasía erótica que experimenta el varón machista, puede ser, desde luego, más o menos consciente, más o menos inconsciente. Puede variar, además, de forma e intensidad. Pero siempre late en dicha pulsión el afán de dominar, cosificar y deshonrar a la mujer, la aspiración de mantenerla en un lugar de inferioridad y sumisión.
La sexualidad de los hombres, cuando es androcéntrica, nunca deja de exhibir o esconder, en sus impulsos, la libido dominandi y el orden jerárquico inherentes al patriarcado. Aun en aquellos casos donde las idealizaciones románticas consiguen sublimar tales impulsos, alejándolos del sadismo o del maltrato, el machismo jamás pierde su esencia autoritaria, ni deja de ser una modalidad de violencia simbólica que reproduce la desigualdad de género.
¿Cuáles son los emergentes culturales observables de la creencia masculina según la cual la penetración constituye un acto de sometimiento y humillación? Muchos, sin duda, y mencionarlos todos no es dable aquí, por razones de espacio.
Pero hay uno que resulta particularmente revelador: el habla informal de todos los días. Las guarangadas, los insultos, las descalificaciones, los agravios, las cargadas, los chistes verdes, etc., están saturados de un machismo visceral, y en no pocas ocasiones, también de misoginia.
En Argentina y muchos países hispanoamericanos más, el verbo coloquial coger, una y otra vez, es usado como sinónimo de someter y/o humillar. Para el varón machista, no hay ofensa peor, ultraje mayor, que la de ser «rebajado» a la condición de mujer. Porque la mujer, en la concepción androcéntrica de la sexualidad, no penetra; es penetrada. Y la penetración, al mismo tiempo que comporta poder y prestigio para quien la lleva a cabo, entraña sumisión y deshonra para quien la recibe. No es necesario explayarse con ejemplos que lo ilustren. Gran parte de los improperios y las groserías más hirientes, como los que se escuchan en las riñas callejeras y los estadios de fútbol, están construidos directa o indirectamente sobre esa premisa ideológica. Otro tanto sucede con las chanzas entre amigos o compañeros de trabajo.
En todos esos casos, lo que pone en jaque a la hombría -en serio o en broma- es la evocación de una imagen mental que al varón patriarcal le causa profunda repulsión: verse por un instante, contra su deseo, como una mujer que está siendo cogida, penetrada. Con humor o sin él, la evocación de esa imagen tan «repugnante» hace zozobrar el pundonor del hombre machista; pundonor que no es asumido como un derecho humano, como dignidad, sino como un privilegio de género que se debe resguardar en todo momento y a cualquier precio.
Los insultos y chistes homofóbicos responden, en el fondo, a la misma lógica. Cuando un varón patriarcal, en medio de un altercado, monta en cólera porque su interlocutor busca provocarlo o afrentarlo llamándolo puto, o cuando, en una francachela, se incomoda porque sus amigotes hacen bromas sobre su sexualidad, lo que tiene in mente -y lo mortifica sobremanera- no es al gay que asume el rol «activo», sino al que asume el rol «pasivo», ya se trate de coito anal o felación. El agraviado sabe muy bien que el agraviante se refiere tácitamente a lo segundo, no a lo primero. Y siendo así las cosas, la indignación que experimenta el hombre machista no podría ser mayor. Decirle o sugerirle que es un marica «pasivo», viene a ser, en su universo simbólico, más o menos lo mismo que decirle o sugerirle que es una mujer penetrada, o sea, una mujer sometida y humillada. De ahí su disgusto, de ahí su rabia. Aunque muchos no sean conscientes de ello, ni quieran reconocerlo, la homofobia tiene un altísimo componente misógino.
Todo lo dicho hasta aquí nos permite comprender por qué hablar de una cultura de la violación, como proponen tantas y tantos cientistas sociales de diversas disciplinas (psicología, antropología, sociología, etc.), no tiene nada de exageración tremendista ni de fabulación paranoide. El fenómeno existe, y negarlo es tan necio como querer tapar el sol con las manos.
La cultura de la violación no se reduce, por cierto, a los casos de abuso, sometimiento y agresión sexuales tipificados en el derecho penal. No se restringe a los hechos criminales más morbosos o sensacionales que la prensa hegemónica de masas considera noticias policiales. Tales casos y hechos apenas son la punta del iceberg. Debajo de ellos, detrás de todos esos episodios espectaculares de violencia física que han salido a la luz gracias a su paroxismo de barbarie psicopática o sociopática, hay una inmensa masa de creencias, valores, normas no escritas, prejuicios, estereotipos, actitudes, tradiciones y prácticas que los naturalizan, legitiman, fomentan y perpetúan. Esa mole sumergida en las oscuras aguas de la sociedad patriarcal y la ideología machista, allí donde el sentido común nunca bucea, es la cultura de la violación.
Esa cultura es la que enseña y acostumbra a los varones, desde muy jóvenes, a cosificar a las mujeres, a desearlas y tratarlas como objetos; la que los habitúa a negar o minimizar la violencia de género, o a trivializar una violación como «sexo duro»; la que les hace pensar que no es tan terrible «sacarse las ganas» cuando el consentimiento femenino -pretextan- «no fue tan claro»; la que los induce a imaginar que la culpa nunca es del violador, y siempre de la víctima, por andar «provocando» (sonreír, mirar a los ojos, vestir sin «recato», coquetear, flirtear, ir sola por la calle, emborracharse, decir no para histeriquear, etc.). Esa cultura es la que, también, los vuelve propensos a autovictimizarse como damnificados de la «maledicencia misándrica» (léase: crítica feminista); y la que tiende a convencerlos, incluso, de la «necesidad» y el «deber» de penetrar a las mujeres (aunque ellas, por su «histeria», crean que no lo desean cuando sí lo desean) para poder «ayudarlas» a superar su presunta represión sexual (megalomanía androcéntrica de ribetes mesiánicos sobre la cual Martín Kohan ha escrito palabras muy lúcidas en su columna El machismo de Cordera). https://www.laizquierdadiario.com/El-machismo-de-Cordera
Mitos, mitos y más mitos. Todas falacias pro domo de un sistema opresivo e inicuo que, en medio de la crisis de legitimidad que lo corroe y exaspera, busca perpetuarse en el tiempo. Por lo general, apelando a las mentiras más rancias y toscas de la tradición machista clásica. Pero también, cada vez más -sobre todo en las grandes urbes de los países anglosajones-, haciéndose eco de la sofistería posmoderna del llamado masculinismo.
La cultura de la violación resulta palpable en muchas cosas. Una de ellas, sin duda, es la industria de la pornografía, con toda su cohorte de obsesiones sicalípticas y clichés rocambolescos: el falocentrismo, la exaltación del macho recio y prepotente, la mujer ninfómana, el culto primitivista al semental fogoso e insaciable, la dama que sabe y quiere ser una puta en la cama, el hard sex rayano en la violencia, la visión burdamente instrumental de la partenaire… Las revistas y películas pornográficas deben su éxito masivo a la explotación sistemática de aquellas fantasías masculinas más escabrosas ligadas al coito como violación, y a la feminidad como sumisión, humillación o prostitución.
Otro caldo de cultivo para la cultura de la violación son los medios de comunicación y la publicidad, con su retahíla de estereotipos de género al servicio del mercado capitalista: mujeres drásticamente reducidas a objetos apetecibles, a cuerpos semidesnudos, a tetas y culos, a fetiches, a mercancías; hombres incitados a comprar desodorantes, afeitadoras, prendas de vestir, autos, camionetas, bebidas alcohólicas y otros muchos productos en aras de conseguir o preservar la ansiada hombría (como si la hombría fuese algo de vida o muerte); mujeres impelidas a consumir compulsivamente artículos de cosmética que obren el «milagro» de volverlas irresistibles a los ojos exigentes del varón; machos depredadores necesitados de sexo y hembras en celo eternamente disponibles, y un largo etcétera. Identidades de género normativizadas, mercantilizadas, masificadas, empobrecidas, idiotizadas, domesticadas… En suma, feminidades y masculinidades hechas a medida del capitalismo patriarcal, funcionales a sus intereses.
En muchas partes del mundo (sobre todo en aquellas donde persiste la idea atávica de que la decencia familiar o clánica descansa esencialmente en la virginidad de las solteras y la castidad de las casadas), la cultura de la violación se sigue manifestando con virulencia, además, en su variante más aterradora: soldados que violan o esclavizan sexualmente a las mujeres del bando contrario con el afán de poseerlas y deshonrarlas, de cosificarlas y hundirlas en la ignominia; pero también con el propósito de escarnecer y desmoralizar a los combatientes rivales, en una suerte de guerra sucia psicológica. Vale decir, violan o esclavizan a las mujeres en tanto «sexo débil», pero también en tanto hijas, novias, esposas, madres o hermanas de sus enemigos, cuya reputación u hombría quedaría hecha añicos por no haber sido capaces de defenderlas.
La cultura de la violación se expresa, asimismo, en altísimas tasas de violaciones conyugales y femicidios. Maridos que, asumiéndose como amos y señores de «sus» mujeres, como propietarios de sus cuerpos, las someten sexualmente cuando se les antoja, ya sea para saciar el apetito que no los dejaría dormir (y que hay que comprender y disculpar porque la naturaleza varonil «es más fuerte» que la civilidad de los derechos humanos), o bien, para castigarlas por algún atisbo de rebeldía o independencia personal. Pero también, ex novios o ex maridos que, por despecho y rencor, deciden vengarse de sus antiguas parejas violándolas y/o asesinándolas. Las estadísticas de violaciones y femicidios en Argentina son aterradoras, y eximen de mayores comentarios.
Hay, pues, una cultura de la violación. La hubo y la sigue habiendo, aunque algunos no quieran verla. Los dichos de Cordera tienen en esa cultura machista, androcéntrica y misógina su origen y su explicación, su sustrato y su causa. Y también, claro está, su apologética. Esa apologética, por fortuna, va perdiendo progresivamente, merced al activismo feminista (intelectual y práctico), la credibilidad social y eficacia ideológica que alguna vez supo tener. La va perdiendo, bien digo, pues no la ha perdido del todo. Sigue emponzoñando muchas conciencias, tanto de hombres como de mujeres.
Cada día es más evidente que el patriarcado, lo mismo que el capitalismo y otros flagelos sociales, no se extinguirá solo, por muerte natural. Será imperioso, tarde o temprano, precipitar su caída redoblando esfuerzos en la lucha mancomunada. Lucha mancomunada de las mujeres, ante todo. Pero también, no lo olvidemos, de los propios varones.
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