En la compleja interna de la oposición de derecha, parece proyectarse con crecientes posibilidades de convertirse en candidata a presidenta.
Durante mucho tiempo se trivializó la figura y la actuación de Patricia Bullrich, en lugar de tomarla como un personaje gravitante de la elite de la derecha más rancia. Se le hizo burla por su supuesta afición a la bebida. La única base era un test de alcoholemia que dio positivo en 2009. De modo aún más pueril, se satirizaron a menudo sus peinados algo desordenados.
Otra referencia banal fue la de su sucesiva afiliación a diferentes partidos. Verla como “camaleón” incluso puede obturar la visión de su evolución de fondo: Un indetenible giro hacia la derecha. En posiciones cada vez más alineadas con los poderes fácticos, desde el gran empresariado local a los ámbitos vinculados al lobby estadounidense e israelí.
Militante política desde su adolescencia, miembro de Montoneros en su momento, P.B. podría ser tomada como un ejemplo de “transformismo”. Al menos en uno de los sentidos que le asigna Antonio Gramsci al término. La de los jóvenes de las clases dominantes que adhieren a posiciones revolucionarias y llegados a la adultez “vuelven al redil” de los intereses y las ideas de su clase de origen.
Un consecuente camino hacia la reacción
La trayectoria de la actual presidenta de PRO en el camino a su adultez es bien conocida. De todas maneras vale recordar algunos hitos.
Fue diputada nacional durante buena parte de la década de 1990. Integró por entonces el bloque que apoyaba al presidente Carlos Menem.
El declive del menemismo la llevó al supuesto campo contrario, el del gobierno de la Alianza. Luego de ocupar la secretaría de justicia, pasó al ministerio de trabajo y después al de seguridad social. Desde allí impulsó la revisión a la baja de los convenios colectivos. Su actuación más recordada sería otra: La rebaja en un 13% de los salarios de los trabajadores estatales y de todas las jubilaciones que superaran un importe de 500 pesos/dólares.
Unos años después y luego de un recorrido no muy exitoso con un partido propio, se sumó a la Coalición Cívica, liderada por Elisa Carrió. Eso le permitió volver a la cámara de diputados a partir de 2007 y ser protagonista del giro a la derecha de esa alianza, que nació como de “centroizquierda”.
Ya integrada a la coalición “Cambiemos”, el acceso a la presidencia de Mauricio Macri la llevó de nuevo a un cargo ejecutivo. Fue ministra de seguridad durante todo el período de gobierno.
Desde el ministerio desarrolló una verdadera escalada de políticas represivas, que tuvo uno de sus puntos salientes en un protocolo para la represión de las protestas callejeras. Disposición que incluía hasta la utilización de armas de fuego para dispersar a los manifestantes.
Toda su gestión estuvo surcada por el otorgamiento de mayores facultades a la policía y otras fuerzas federales. Lo que fue acompañado por el enfático respaldo a cualquier atropello que agentes de esas fuerzas cometieran. En esa línea de acción instituyó la llamada “doctrina Chocobar” que pretendía avalar hasta los disparos por la espalda a presuntos delincuentes.
Las muertes de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel fueron asimismo ocasión de su pleno aval a las acciones de los represores. Esos actos relacionados con las reivindicaciones del pueblo mapuche fueron aprovechados por ella y sus subalternos para criminalizar a esas protestas y ensayar la construcción de un “enemigo interno”.
Todas sus políticas, con la “guerra contra las drogas” como punto central, la mostraron en un entusiasta apoyo a las políticas de “seguridad” de las agencias estadounidenses.
En el balance de su paso por la cartera hay que incluir que, según datos de la Coordinadora contra la represión policial e institucional (CORREPI), más de 1200 personas murieron a manos del aparato represivo durante los cuatro años de permanencia de Bullrich. La cifra más alta desde 1983.
El final del gobierno de “Cambiemos” marcó su paso a la presidencia de PRO, cargo desde el que comenzó a desplegar una táctica de instalación como figura política nacional. Ha hecho eje en la asunción de políticas de “mano dura” y de identificación plena con las posiciones conservadoras en los distintos campos.
Una aspirante a la presidencia
Hoy nos encontramos con Bullrich lanzada a su carrera hacia la candidatura presidencial por Juntos por el Cambio (JxC) para 2023. Desde hace un tiempo recorre el país, busca contacto “con la gente” y aparece con gran continuidad en los medios.
Su búsqueda febril de protagonismo puede remontarse a los primeros meses de la pandemia, cuando fue una presencia reiterada en las movilizaciones contra la “infectadura” o la “cuarentena eterna”. Otro ámbito marcado por su participación frecuente es el de las protestas de las patronales del campo.
En consonancia con su trayectoria de al menos las últimas tres décadas, aspira al lugar de la “línea dura” al interior de la coalición y de PRO. Coincide con el expresidente Mauricio Macri, el que aspira se convierta en un sostén principal de su candidatura. Ha establecido acuerdos con los “duros” de la coalición por fuera de PRO, como Miguel Ángel Pichetto y Ricardo López Murphy. Y mantiene cercanía con el diputado ultraliberal Javier Milei, un potencial aliado.
Los diputados más vociferantes de la alianza opositora, como Fernando Iglesias y Waldo Wolff se cuentan también entre sus laderos.
En medio de la crisis de representación y la degradación de la democracia, Bullrich es un emergente más que lógico. Activadora de todos los prejuicios, portadora de todas las estigmatizaciones, abanderada de las causas más reaccionarias. Parece tener en su espejo a Jair Bolsonaro. Si bien con un punto de partida diferente.
Mientras el brasileño armó su opción política desde un partido muy minoritario, Bullrich tiene su lugar en el partido mayoritario de una coalición que ya estuvo en el gobierno. Y es una de las dos que disputa poder a nivel nacional.
Por el contrario, mientras el actual presidente de Brasil pudo erigir con comodidad su candidatura, la argentina deberá enfrentar una compleja lucha interna. Con al menos otro postulante en el interior de su partido, Horacio Rodríguez Larreta, que tiene en principio más posibilidades. Y luego con quien emerja como candidato de la Unión Cívica Radical, que quiere abandonar su lugar subordinado en JxC.
La diferencia con Rodríguez Larreta y los aspirantes radicales es clara. Sobre todo el jefe del gobierno porteño busca obtener apoyos en el “centro” a través de una imagen de “moderación”. Que le permita atraer a los votantes que fluctúan entre las listas del peronismo y las de la actual oposición.
Al contrario, todos los pronunciamientos y esfuerzos de Patricia Bullrich se orientan hacia la derecha más explícita. Su apuesta es a una radicalización en esa dirección de buena parte del electorado. Los recientes avances de candidatos de ultraderecha en CABA y en la provincia de Buenos Aires podrían indicar el inicio de un sendero aprovechable.
Hoy la subestimación de sus chances sería una ligereza que podría llegar a lamentarse. El gran capital local e internacional tendría en ella una garantía de la defensa acérrima de sus intereses. Y EE.UU una aliada en toda la línea de sus prioridades en política exterior e interna.
Además de los respaldos de las minorías con poder, P.B. puede contar con el de vastos sectores de la población que se hallan predispuestos a mirar hacia abajo y no hacia arriba a la hora de encontrar amenazas a su posición social y su nivel de vida. Y que además suelen profesar una visión de la “antipolítica” propensa a interpretaciones reaccionarias.
La menguada democracia argentina alberga hoy malos presagios. Uno a tener muy en cuenta es la perspectiva de un triunfo electoral en 2023 que habilite la más implacable de las ofensivas. Tanto contra el nivel de vida de las clases populares como sobre los derechos humanos más básicos.
Quien hoy nos ocupa es una sólida aspirante a estar al frente de ese proyecto destructivo.
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