Una de las novedades del actual gobierno en México radica en el diálogo directo con la población. La comunicación habitualmente de los presidentes con la población tiene, regularmente pero no necesariamente, a los medios como voceros de las ideas, pensamientos y acciones que terminan siendo la justificación del empleo y la persuasión de la buena o mala calidad del gobierno.
Desde que los medios se hicieron indispensables a los caudillos de la Revolución, los mandatarios mexicanos les otorgaron un cuarto poder a los periodistas, pero sólo a una parte de ellos. Los alquilaban para que suplieran lo que era una raquítica oficina de comunicación social, que se dedicaba a distribuir noticias a los medios.
Luego de un siglo de ser los voceros del presidente, una buena parte del periodismo mexicano formaba parte del gobierno, no sólo como defensores a ultranza de toda acción sino que ocupaba una parte importante del presupuesto gubernamental, el cual se entregaba de acuerdo al rango dentro de la jerarquía periodística, de tal manera que desde el propietario del diario hasta el reportero de más reciente ingreso alcanzan parte de ese subsidio, que no importaba si se tomaba de las partidas de salud o de apoyo al campo. La prioridad era el subsidio a los medios y a una parte de los reporteros, comentaristas, columnistas, etc.
Entonces se creó la dependencia de la opinión pública con los líderes de opinión, como sucede en América Latina, que no eran otros que los voceros del gobierno que esbozaba en sus escritos un país que no existía, una honestidad burocrática difícil de encontrar, pero también imposible de denunciar. Las obras y dichos del gobierno se asentaban en los medios incondicionales, que eran el cuarto poder, el cual debía exaltar la estructura de la que formaban parte.
Se dijo que el cuarto poder era independiente del gobierno, que servía de contrapeso a las autoridades, que era una voz valiente e independiente dentro de la democracia mexicana, pero en realidad era uno de sus cimientos más sólidos.
Así, los políticos, los periodistas y la opinión pública, que en otros países son entes diferentes y a veces contrarios, en México conformaban el pensamiento único. El espacio público de la información lejos de expandirse y diversificarse se reducía, se condiciona. Desde el origen de la noticia, es decir, desde el poder se matizaba la violencia y su magnitud era del tamaño de los intereses del gobierno.
La persuasión, natural en toda información que emana del poder, se convierte en imposición porque se cierran las puertas a otras versiones de la realidad. Es decir, nadie podía tener otros datos. La función informativa creaba comentarios, pero no motivaba decisiones. Éstas se tomaban desde el centro del poder. Las juntas editoriales no debatían sobre la relatividad de certeza o veracidad sino sobre la jerarquía que llevarían las notas enviadas desde el poder en forma de boletines.
El sesgo era tarea de los medios el impacto labor del gobierno, la tendencia era obvia y el insumo esencial de la información cotidiana, en un país donde los malos lo eran por decreto y los buenos por elección popular.
Cada redacción era una sucursal de las oficinas de comunicación social de los tres niveles de gobierno. En la mayoría de los países democráticos los medios son los actores privilegiados de la comunicación política, en la misma medida en que lo es la sociedad; sin embargo, en México, eran privilegiados como parte de la estructura de gobierno no como entes de difusión veraces.
Así, la credibilidad cayó por los excesos de información que no estaba apegada a la realidad y con la ayuda de las redes sociales, lo que antes era verdad absoluta en un medio impreso ahora se cuestiona desde el YouTube, y muchas veces éste la tumba con un soplido como si fuera un castillo de naipes.
José García Sánchez. Periodista mexicano.
@Josangasa3