Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Querido México:
Te pido perdón. Hay muchas cosas por las que podría pedir disculpas, desde la forma en que la corporación estadounidense de biotecnología Monsanto ha contaminado tu maíz hasta la forma en que Arizona y Alabama persiguen a tus ciudadanos, pero ahora mismo quisiera pedir perdón por la guerra de las drogas, por los 10.000 velatorios que llegan a las noticias y los otros que desaparecen.
Habéis oído la historia de las cinco cabezas degolladas arrojadas al piso de un club nocturno en Michoacán en 2006, los 300 cuerpos disueltos en ácido por un sirviente de un señor de la droga, los 49 cuerpos mutilados encontrados en bolsas de plástico al borde de la carretera en Monterrey en mayo, los nueve cuerpos colgados de un puente en Nuevo Laredo el mes pasado, los decapitados abandonados en las carreteras, la matanza que ha costado las vidas a decenas de miles de mexicanos en la última década y que ha aterrorizado a toda una nación. He leído sobre ellos y muchos más. Pido perdón, 50.000 veces.
La guerra de las drogas es avivada por muchas cosas, y posiblemente la peor droga de todas sea el dinero, al que muchos son tan adictos que nunca se dan por satisfechos. Es una droga por la que matan, destruyen comunidades y ecologías, incluso sociedades, sea para fabricar drones [aviones sin tripulación, N. del T.], beneficios en Wall Street o masivas ventas de heroína. Y luego están las verdaderas drogas, a las que tantos se vuelven para insensibilizarse.
Existe una variedad de drogas. Sé que la marihuana te convierte sobre todo en un mueble, mientras la heroína te vuelve etéreamente indiferente y te convierte en una especie de reptil, y la cocaína que te saca de quicio por lo fabuloso que eres antes de arrojarte a tu propia inmundicia. Y luego está la metanfetamina, que parece tener el mismo efecto general que la hidrofobia, con la excepción de que sus víctimas la ansían desesperadamente.
Sean cuales sean sus diferencias, esas drogas, utilizadas continuamente, constantemente, destructivamente, son todas anestesias contra el dolor. Los cárteles mexicanos de la droga ansían dinero, pero ganan ese dinero por la forma en que los yanquis al otro lado de la frontera ansían insensibilizarse. Venden la insensibilidad. Nosotros la compramos. Gastamos decenas de miles de millones de dólares al año haciéndolo, y según algunos cálculos entre un tercio y la mitad de ese dinero vuelve a México.
El precio de la insensibilización
No queremos sentir lo que sucede y luego hacemos cosas que hacen que ocurran cosas peores, a nosotros y a otros. También pagamos por ello de un millón de maneras, desde muertes por sobredosis (que ahora superan los accidentes de tránsito y de las que EE.UU. tiene la tasa más elevada del mundo tras la diminuta Islandia, donde las muertes ascendieron a más de 37.000 solo en 2009) a la violencia del narcotráfico en la calle, la violencia de personas debido a esas drogas y la violencia infligida a niños descuidados, abandonados y sometidos a abusos debido a ellas, y eso solo para empezar.
Las cosas que la gente hace por dinero cuando está desesperada por conseguir drogas generan más violencia y más codicia demencial para comprar la próxima dosis. Y el uso de la droga está relacionado con la propagación de VIH y de varios tipos de hepatitis.
Y luego tenemos nuestra fútil «guerra contra las drogas» que ha causado de por sí tanto dolor. Lo hace al encerrar a madres, padres, hermanos, hermanas y niños en largas condenas de cárcel y no ofrecer ningún tratamiento. Lo hace al costar tanto que distorsiona las economías de Estados que tienen inmensas cantidades de delincuentes no violentos en las cárceles y carecen de dinero para la educación o la atención sanitaria. Lo hace al identificar como criminales y parias a los que han estado en el complejo carcelario de la guerra contra las drogas. Siempre ha apuntado del modo más directo a los afroestadounidenses, y tardaría una semana en describir a todas sus víctimas.
Ninguna frontera divide el dolor causado por las drogas del dolor causado en Latinoamérica por el negocio de la droga y los narcotraficantes. Es un gran continente de dolor, y en los últimos años los narcos han comenzado a vender drogas en serio en sus propios países, creando nuevas culturas de adicción y miseria. (Y sí, México, tu extravagante gobierno, militares y policía, todos corruptos, tienen todo que ver actualmente con la guerra contra las drogas, pero archívese bajo codicia, como de costumbre, y es improbable que tu nuevo presidente haga gran cosa al respecto.
Imaginad que la demanda cesara mañana; el lucrativo negocio del suministro también tendría que desaparecer. Muchos hablan de la legalización de las drogas, y mucho habla a favor de cambiar las condiciones económicas. ¿Y si se redujera su uso desarrollando y promoviendo formas más interesantes y productivas de encarar el sufrimiento? O incluso ¿si se atacaran directamente las causas de ese sufrimiento?
Un cierto uso de drogas es, por cierto, puramente recreativo, pero incluso el uso recreativo de las drogas estimula la economía de la matanza. Y luego existen las sobredosis de los famosos y de los anónimos con drogas con receta e ilícitas. Trágico, pero esos cuerpos desmembrados y mutilados que las bandas de la droga depositan por todo México no son solo trágicos, son aterradores.
El Dolor Interno Bruto y la economía de la exportación del dolor
México, mi querido vecino, he estado tratando de imaginar la economía de exportación del dolor. ¿Cómo es? Pienso que debe de ser como el aire acondicionado. Un equipo de aire acondicionado sacando el calor de la habitación y bombeando aire al interior. Se podría decir que los acondicionadores de aire no enfrían realmente las cosas, sino que trasladan el calor. La economía trasnacional de la droga funciona un poco de esa manera: la gente en EE.UU. no reduce la cantidad de dolor en el mundo; lo exporta a México y al resto de Latinoamérica con tanta certeza como esos sitios nos envían drogas.
En economía, hablamos de «costes externalizados»: eso significa el la forma en que vosotros y yo compensamos el verdadero coste de la producción de petróleo con degradación local y global o guerras libradas por cuenta de las corporaciones petroleras. O la manera en que Wal-Mart convierte a sus empleados en indigentes y nosotros pagamos la cuenta de sus cupones alimenticios y atención médica.
En el caso de la economía de las drogas son traumas externalizados. Imagino que se mueven en un inmenso sistema circulatorio, como la Corriente del Golfo, o las antiguas rutas comerciales. Os damos dinero y armas, mucho, mucho dinero. Vosotros nos dais drogas. Las armas destruyen. El dinero destruye. Las drogas destruyen. El dolor migra, una presencia fantasma que cruza la frontera en la otra dirección por los cruces de los que tanto se habla.
Se supone que las drogas insensibilizan a la gente, pero el efecto insensibilizador momentáneo causa mucho dolor en otros sitios. Existe una economía del dolor, una economía sufriente, una economía del miedo, y las drogas las alimentan todas en lugar de lograr que desaparezcan. Hay que pensar en otro PIB, el PID -producto interno del dolor- aunque no sé cómo cuantificarlo.
Una amiga mía que ha vivido en Latinoamérica durante gran parte de la década pasada dice que está horrorizada al ver a gente usando cocaína en fiestas a las que va en este país. Se lo mencioné a una antropóloga que se mostró más fría y sombría al describir las rutas de migración de la cocaína al salir de los Andes y los bebés muertos y mujeres explotadas que había visto por el camino.
Hemos tenido movimientos para lograr que la gente deje de comprar vestimentas y zapatos hechos en maquilas, uvas cosechadas por trabajadores agrícolas explotados, especies de pescados en peligro de extinción, pero nadie ha pensado en iniciar un movimiento semejante para lograr que la gente deje de consumir las drogas que causan tanta destrucción en el extranjero.
Imaginad a gente de clase media llenándose las narices con sangre de campesinos. Imaginad a gente pobre que se inyecta las venas con sangre de otra gente pobre. Imaginadlos a todos fumando la angustia de los niños. E imaginad si lo llamáramos por su nombre.
EE.UU., Nº 1 en dolor
No sé por qué mi país parece producir tanta miseria y tanto deseo de cubrirla bajo una nube de drogas, pero puedo imaginar un millón de razones. Muchos de nosotros nunca hemos acabado echando raíces o adaptándonos a una sociedad que cambia rápidamente ante nuestros ojos. Este país es un lugar en el que mucha gente no tiene sitio, literal o psicológicamente. Cuando no tienes adónde ir con tus problemas, puedes convenientemente irte a la nada, es decir, al limbo de las drogas y al callejón sin dalida que representa.
Pero hay otra cosa que tiene un lugar protagonista en nuestro tipo particular de miseria. Somos una nación de miserables optimistas. Creemos que todo es posible y que si no posees todo, desde un cuerpo perfecto a una abultada riqueza, la culpa es tuya. Cuando la gente sufre en este país -por, digamos, embargos y bancarrotas debidas a la destrucción de nuestra economía por las fuerzas de la codicia- la vergüenza es abrumadora. Parece un fracaso personal, no el fracaso de nuestras instituciones. El uso de drogas para insensibilizarte ante tu vergüenza también impide que saques conclusiones y te opongas a lo que te destruye.
Por lo tanto, cuando eres miserable aquí, eres doblemente miserable: una vez porque efectivamente perdiste tu casa, tu empleo, tus ahorros, tu esposo, tu cuerpo juvenil, y una y otra vez porque no se supone que te guste (y en tercer lugar porque tu sociedad dominante no sugiere ninguna posibilidad de cambiar las circunstancias que produjeron tu miseria o incluso cuán arbitrarias son esas circunstancias). Sospecho que todas esas drogas tienen que ver en particular con la insensibilización ante un profundo sentido estadounidense del fracaso o de expectativas destruidas.
Realmente, cuando se piensa en el aumento del consumo de crack durante la era de Reagan, ¿no fue un corolario preciso de la caída de la oportunidad afroestadounidense y de la desintegración de la red de seguridad social? El gobierno produjo el fracaso y la seguridad y el crack suevizó los resultados (y fue un regalo para el creciente complejo carcelario-industrial). De la misma manera, el uso de drogas que estalló en los años sesenta ayudó a debilitar los movimientos radicales de esa época. Las drogas no son un aguijón para la acción, sino una alternativa amortiguadora. Tal vez todos esos zombis que existen por doquier en la cultura popular actual tratan de decirnos algo al respecto.
Aquí en EE.UU., no hay sitio para la tristeza, pero hay muchas drogas para calmarla, y ahora cuando la gente se siente triste, incluso hay muchos doctores que piensan que debe tomar drogas. Sufrimos muchas pérdidas y experiencias dolorosas y vivimos muchas circunstancias que volverían triste a cualquier persona normal, y luego decimos: la falta fue vuestra y si os sentís tristes o enfermos deben hay que trataros con medicamentos. Por cierto, ahora cada vez más estadounidenses son adictos a medicinas con recetas, y siempre existe la vieja anestesia preferida, el alcohol, pero hay una diferencia: la economía de esas sustancias no causa degollamientos masivos en México.
Caminos a la destrucción y al Palacio de los Muertos
Cuando pienso en las guerras de las drogas y en la cultura de la droga en este país pienso en un joven que conocí hace tiempo. Era gay, de Texas, desconectado de su familia, con talento pero no el suficiente para encontrar un sitio en el mundo para ese talento y para sí mismo. También era admirador del novelista beat y drogadicto intermitente William Burroughs, y en esa línea creía que «el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría». Tal vez estaba bien cuando William Blake lo dijo en los años noventa del Siglo XVIII, ya que Blake no fue adicto al crack.
Pero mi amigo tomó de Burroughs -un hombre de familia adinerada y aparentemente de constitución de hierro- la idea de que la perturbación de los sentidos era una gran estrategia creativa.
Todo esto formaba parte de nuestra juventud en una cultura que reforzaba constantemente la creencia en la que las drogas eras cool, aunque en aquel entonces otro escritor beat, el poeta David Meltzer, me dijo que metanfetamina era una forma de posesión demoníaca. El joven fue poseído de esa manera y perdió la razón. Se quedó sin casa y se volvió completamente irracional; se fue a algún sitio del cual no logró volver, y lo pude ver caminando por nuestras calles descalzo y sucio, hablando consigo mismo.
Luego oí que había saltado del puente Golden Gate. Ni siquiera tenía 30 años; era solo un buen muchacho. Podría contar cuatro o cinco historias semejantes sobre gente que conocí y que murió joven por las drogas. La metanfetamina que lo llevó a su camino sin retorno fue probablemente un producto hecho en el interior, pero ahora se producen vastas cantidades en México para nosotros, en Guadalajara se hallaron 15 toneladas este año, suficientes para 13 millones de dosis, por un valor comercial de unos 4.000 millones de dólares.
Cuando pienso en las guerras de las drogas, también pienso en mi visita a Santa Muerte en Ciudad de México en 2007. Un joven amigo que me acompañaba insistió en ir. Era peligroso para extraños como nosotros incluso pasar por Tepito, el barrio del mercado negro y del contrabando, más aún ir al santuario donde hombres impresionantes, sombríos, oraban y se encomendaban a la Niña Blanca, la santa patrona de los narcotraficantes. Rinden culto a la muerte; están en estrecha relación con ella; la tatúan en su carne y allí estaba, una calavera sin carne, rodeada de candelas, regalos, cigarrillos y oro, una diosa azteca comercializada.
Mi compañero quería sacar fotos. Yo quería vivir y logré convencerlo de que esos momentos devocionales no eran adecuados para nuestras cámaras. Cuando llegó el momento de partir, la afectuosa patrocinadora del altar cerró el negocio en el cual vendía velas votivas y medallas, nos tomó a cada uno por un brazo -como si solo el contacto corporal con la guardiana de la muerte pudiera garantizar nuestra seguridad- y nos llevó al metro. Sobrevivimos a ese pequeño momento de contacto directo con la guerra de las drogas. Muchos otros no lo hicieron.
México, lo siento. Quiero que todo esto cambie, por tu bien y el nuestro. Quiero llamar al dolor por su nombre, a la insensibilización por su nombre y al medio por su nombre. Quiero que la gente conecte los puntos de la basura de su cerebro con los agujeros en las cabezas de otros. Quiero que la gente encuentre mejores estrategias para reaccionar ante el dolor y la tristeza. Quiero que se rebele contra esas partes de su desdicha que son políticas, no metafísicas, y que tampoco huya atemorizada ante las partes metafísicas.
Quiero que los narcotraficantes se arrepientan y entreguen sus miles de millones a los pobres. Quiero que se acabe el miedo. Se dice que hace cien años, tu presidente dictatorial Porfirio Díaz dijo: «¡Pobre México! ¡Tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos!». Hoy podría decirse: «¡México adolorido! ¡Tan lejos de la paz y tan cerca de la insensibilidad de los Estados Unidos!»
Cordialmente,
Rebecca Solnit vivió las guerras del crack de los barrios marginados en los años ochenta y probó la mayoría de las drogas hace mucho tiempo. Colaboradora regular de TomDispatch, es autora de trece libros, incluyendo, hace poco Infinite City: A San Francisco Atlas, que cataloga, entre otras cosas, los 99 asesinatos en su ciudad en 2008, en su mayoría de jóvenes pobres atrapados en los problemas usuales, y la vida de los trabajadores indocumentados en San Francisco.
Copyright 2012 Rebecca Solnit
Fuente: http://www.tomdispatch.com/
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