«Resistirse a esos sesgos es difícil […] Resulta más fácil imaginarse un gran plan secreto que pensar en los múltiples flujos, proyectos, procesos, intereses, automatismos, usanzas e inercias que cada día mueven el capitalismo.»
En los primeros días de mayo de 2023, y de nuevo dos semanas después, violentos aguaceros se abaten sobre la parte oriental de la región de Emilia y sobre la Romaña al completo. El evento pilla por sorpresa a la población: venimos de un largo periodo de sequía.
Desde las primeras horas, el territorio se revela incapaz de resistir al mazazo. Los ríos y torrentes que descienden desde los Apeninos —Idice, Lamone, Montone, Santerno, Savena, Senio, Sillaro y otros— se llenan y desbordan los diques, o bien los destrozan y arrastran aguas abajo.
Los mismos Apeninos se resquebrajan: casi trescientos derrumbamientos disuelven crestas y laderas, aíslan aldeas y añaden aún más barro a las oleadas que arrollan la parte de llanura comprendida entre Bolonia y el mar. Calles, vías ferroviarias, zonas industriales, centros urbanos: todo queda ahogado por el barro. Cuando vuelve el sol, se cuentan diecisiete muertes, sesenta mil personas evacuadas y daños materiales por valor de miles de millones de euros.
El barro, el cemento, las nutrias
«Barro» no transmite bien la idea: lo que cubre la llanura es un lodo cenagoso, entre verdoso y anaranjado, tan apestoso que corta la respiración, lleno de excrementos y venenos. Después de haber saltado los diques, el agua se topó con el sprawl, la salvaje urbanización de la tercera región más cementificada de Italia, tanto en valores absolutos —200.320 hectáreas de suelo consumido— como en incremento neto en 2021: 658 hectáreas perdidas, de las que 501,9 están localizadas en áreas con una peligrosidad hidráulica de nivel medio.
A pesar de la autonarración triunfalista, el territorio de Emilia-Romaña es altamente frágil. Los Apeninos son inestables y las zonas bajas son, en su totalidad, llanuras de inundación, en buena parte resultado de los grandes drenajes que han sustraído tierra a las aguas utilizando medios mecánicos. Tierra que permanece emergida gracias al trabajo constante de instalaciones hidróvoras y a la existencia de miles de kilómetros de canales artificiales. Un territorio siempre en vilo, en el que habría que construir con prudencia y contención. Lo que se está haciendo es exactamente lo contrario.
En 2017, la región de Emilia-Romaña se dotó de una ley contra el consumo de suelo, cuya entrada en vigor ha sido aplazada varias veces.
Una ley que, en cualquier caso, ha sido criticada por expertos y
entendidos —véase la antología de ensayos críticos y otras
intervenciones titulada Consumo di luogo. Neoliberismo nel disegno di legge urbanistica dell’Emilia Romagna—, por favorecer, en la práctica, precisamente el fenómeno al que debería oponerse.
Una
hectárea de terreno libre puede absorber hasta 3.750 toneladas de agua.
Agua que se filtra y recarga las faldas acuíferas. Por el contrario, si
el agua encuentra una placa de cemento o asfalto, rebota y acelera su
velocidad. Pero no se trata solo de eso. A lo largo de la gigantesca
«mancha urbana»de Emilia-Romaña, el agua reventó alcantarillas, volcó
contenedores de la basura y cruzó vertederos; destruyó casas, fábricas,
tiendas, gasolineras, garajes y almacenes, arrastrando consigo
detergentes, cosméticos, fitofármacos, pesticidas, fertilizantes y
toneladas de plástico destinado a convertirse en microplásticos; inundó
macrogranjas y transportó a sus alrededores los cuerpos de los animales
ahogados.
«Consumo de suelo» significa urbanización y una difusión cada vez mayor de sustancias nocivas en, entre otras, zonas con riesgo hidráulico. Como demuestra lo sucedido en Emilia-Romaña, antes o después el agua acaba encontrando esas sustancias, las arrastra consigo y las esparce por el territorio.
El amasijo de bombas químicas y bacteriológicas permanece en el territorio durante días. Conselice, en la provincia de Ravena, es el pueblo símbolo de la catástrofe: queda inundado por aguas residuales durante dos semanas, la peste que la atenza puede olerse a kilómetros de distancia. «El sol dardeaba sobre aquella podredumbre / como si fuera a cocerla al punto», Charles Baudelaire, Una carroña, en la traducción de Eduardo Marquina.
Cuando se consigue hacer que el cieno fluya —hacia el Adriático, ¿dónde si no?— y las calles y carreteras vuelven a secarse, se deja de hablar de los probables efectos sobre el medio ambiente. El tema desaparece del discurso público.
Las causas de este y otros desastres análogos son bien conocidas. El calentamiento global provoca una alternancia entre largos periodos de sequía y aguaceros, el conocido como climate whiplash o latigazo meteorológico. Al mismo tiempo, desbordamientos y destrucción son resultado de políticas que, desde hace más de medio siglo, desfiguran el territorio. Empezando por sus cursos de agua, que han sido desviados, hechos más artificiales, privados de sus curvas, sinuosidades y zonas de expansión naturales, para dejar espacio al cemento, llegando, en algunos casos, a enterrarlos completamente, como en el caso del río Ravone de Bolonia, que durante el pasado mayo se llenó y regresó a la superficie, conquistando Vía Saffi, una de las principales arterias de la ciudad.
Los bosques de ribera, que estabilizan los diques y absorben las aguas desbordadas, son destruidos con excavadoras y motosierras. Por otro lado, hábitos aparentemente inocuos, motivados por el «decoro» y típicos de cualquier administración local, se revelan catastróficos. Incluso en medio de una grave sequía, se corta el césped de los parques, la hierba de los prados, aquella que crece en los bordes de las carreteras y en las cunetas o sobre los diques, reduciéndola a cero o casi. La hierba alta es vista como un ejemplo de «degradación». Pero el suelo, directamente expuesto al sol intenso, se sobrecalienta, se seca y se muere.
Da que pensar que la maltrecha región sea considerada una de las «locomotras de Italia», llena de virtudes, y que cotidianamente alardee de sus excelencias. A pesar de que el presidente Stefano Bonaccini repita una y otra vez que «no es momento para polémicas», distintas voces autorizadas denuncian el estado del territorio desde todos los puntos de vista posibles: geológico, urbanístico, geográfico, naturalístico, jurídico e histórico. Voces que llegan desde el Instituto Superior para la Investigación Medioambiental, el Consejo Nacional de Investigaciones (CNR) y los comités científicos de históricas asociaciones ecologistas. El CNR de Bolonia lanza un «llamamiento por la crisis ecoclimática global». En poco tiempo, recoge más de un millar de firmas.
Pero las administraciones locales no escuchan esas voces. No solo no admiten sus responsabilidades, sino que difunden narraciones-señuelo que ponen el foco en chivos expiatorios. El alcalde de Ravena, Michele De Pascale, culpa de las inundaciones a las nutrias, porque estas excavan sus madrigueras en los diques, y acusa también a ecologistas no identificados porque supuestamente impiden que se cace a las nutrias y de los cuales habría recibido «amenazas de muerte». Existe un núcleo de verdad evidente: las nutrias proliferan y agujerean los diques, pero tienen un papel secundario en el conjunto de los procesos descritos y, sin duda, no son culpables del sprawl, y en general del estado en que las lluvias encuentran al territorio.
Respecto a los ecologistas, De Pascale es conocido por su indeferencia hacia ese tipo de críticas. Ha promovido sin miramientos la instalación de una planta regasificadora de mil millones de euros en el mar, frente a la ciudad, y «defiende a capa y espada», tal y como escribe el movimiento cívico Ravena En Común, «cualquier nueva autorización para cementificar; cemento que su ayuntamiento esparce como el arroz en una boda». El ayuntamiento de Ravena tiene el récord regional de consumo de suelo: solo en 2021 desaparecieron 69 hectáreas, por un total de más de siete mil. Así que, si De Pascale no ha hecho que se cacen las nutrias, sin duda no ha sido por miedo a presuntos ecologistas. Antes que él, el alcalde de Massalombarda, Daniele Bassi, lanzó una acusación parecida a los puercoespines.
Como puede verse, en la fase inicial, las narraciones-señuelo sobre las inundaciones se mueven desde arriba hacia abajo: quienes las introducen en el ciclo mediático son representantes institucionales. Y si esos son los ejemplos, ¿de verdad podemos culpar a ciudadanos y ciudadanas comunes que, en esos mismos momentos, «llevan a cabo sus propias investigaciones» en internet?
Desde hace algunos años, la expresión «do one’s own research» ha asumido una connotación irónica. Indica la pulsión a establecer rápidamente falsas correlaciones sobre las que se construyen fantasías de la conspiración.
El avión de Red Ronnie
En Emilia-Romaña, acaba de dejar de llover cuando en chats y redes sociales se empieza a hablar de un «misterioso avión», un bimotor que el 14 de mayo habría sobrevolado supuestamente, durante varias horas, las zonas más afectadas por las inundaciones, especiamente en los alrededores de Cesena, ejecutando «extrañas maniobras», cambiando trayectoria varias veces, como para trazar garabatos invisibiles en el cielo.
El misterio se convierte en sospecha y, más tarde, en certeza: el avión estaba difundiendo sustancias químicas en las nubes con el objetivo de provocar las lluvias de los días siguientes. El enésimo ataque de una presunta guerra climática que existe desde hace años, llevada a cabo por poderes ocultos en contra de Occidente, con el objetivo de alimentar la convicción de que el calentamiento global está causado por nuestro estilo de vida, obligándonos así a cambiarlo, y reduciendo de esa forma las defensas de nuestra civilización.
En el bienio 2022-2023, misteriosos aviones parecidos han sido avistado en varias partes del mundo, siempre el día después de aguaceros, tormentas o inundaciones. Por ejemplo, en Australia, en la primavera de 2022, y en Nueva Zelanda, en el invierno de 2023. Antes, entre 2014 y 2015, fueron avistados en California. En aquel caso, su presunta misión no era causar tormentas, sino sequías.
Alguien busca el avión que ha sobrevolado Romaña en las webs Flightradar24 y FlightAware, descubriendo que se trata de un Beechcraft Super King Air B200 de la compañía francesa Aéro Sotravia, matrícula F-GJFA. El código de su vuelo es ASR153. El 14 de mayo despega a las 12:12 de Ancona y aterriza en Bolonia a eso de las seis. Sobre la provincia de Cesena, efectivamente, ha realizado un recorrido enmarañado.
Queda claro que todos los datos del vuelo están disponibles, y lo están desde el primer momento. Para descubrir además la misión del avión bastaría un pequeño esfuerzo más, pero a nadie de entre quienes denuncian la guerra climática se le ocurre hacerlo. Resulta más cómodo, más aerodinámico, ir directamente a las conclusiones, tomar atajos allí donde el pensamiento encuentra menos fricción, abandonarse a la inercia de los prejuicios cognitivos.
En primer lugar, al prejuicio de intencionalidad, en base al cual cualquier evento es resultado directo de una acción premeditada. A este se le suma el prejuicio de proporcionalidad: si el evento tiene consecuencias a gran escala, el plan ejecutado ha ser igual de grande. Existe además el primacy effect: nuestra mente tiende a concentrarse más y a dar mayor credibilidad a la primera explicación que recibe, más aún si estimula nuestros sesgos y prejuicios de intencionalidad/proporcionalidad, y si consigue llenar de sentido un vacío existente.
El día después de las inundaciones, los administradores públicos, en lugar de hablar de sus causas primordiales, les echan la culpa a las nutrias, a los puercoespines, a la mala suerte. Esto ayuda a crear ese vacío, que es llenado por la historia del misterioso avión.
Más tarde se dispara el prejuicio de confirmación: una vez que nos hemos formado una idea, tendemos a descartar o disminuir cualquier fuente que la cuestione.
Resistirse a esos sesgos es difícil. Relacionar la inundación con el centro comercial que está cerca de casa, con los chalés adosados que se sitúan a su alrededor, con el nuevo y comodísimo párking, con el ruido de motosierras y cortacéspedes que entra de vez en cuando por la ventana, con los penachos de humo que salen de chimeneas grandes y pequeñas, requiere un cierto esfuerzo cognitivo. Resulta más fácil imaginarse un gran plan secreto que pensar en los múltiples flujos, proyectos, procesos, intereses, automatismos, usanzas e inercias que cada día mueven el capitalismo.
La historia del misterioso avión la difunde rápidamente el boloñés Gabriele Ansaloni, nombre real de Red Ronnie, periodista y presentador de televisión, que hace era cercano al centroderecha y actualmente se encuentra en los márgenes del mainstream, entre otras cosas, por sus atrevidas tesis sobre las que llueven puntualmente bromas y parodias.
El 18 de mayo, Ansaloni publica un vídeo titulado Bologna oggi, non piove. Ma chi ha provocato quel disastro? [Bolonia hoy, no llueve. ¿Quién ha provocado este desastre?]. La pantalla está partida en dos. A la izquierda, la ficha del B200 tomada de Flightradar24: fecha, ruta, tipo de avión, altura mantenida. A la derecha, vía Independencia, en Bolonia, donde Ansaloni graba el vídeo mientras camina y pregunta: «¿Alguien me puede explicar por qué el avión ha hecho todas esas rutas? No sé, a ver, no es que yo sea malpensado, pero si alguien me lo explica estaría feliz, entre otras cosas para poder desembarazarme de todos esos conspiranoicos que dicen que existen los chemtrails. Lo mismo ocurre al sur, en Las Marcas, o en Umbría, ya no me acuerdo, allí un avión dio muchas vueltas en el cielo y luego hubo inundaciones. También hay quienes, claramente con mala intención, dicen que el terremoto en Turquía tuvo lugar después de unos destellos increíbles…».
Desde ese momento, la fantasía de la conspiración sale de los nichos y se difunde por todas partes, aunque sea solo momentáneamente. Entre sus detractores, el bimotor se convierte en «el avión de Red Ronnie».
A pesar de todo, la idea se consolida. Incluso el escritor y comentarista Stefano Massini, en un monólogo durante el programa Piazzapulita de La7, parece aludir al misterioso avión, o como poco relacionar las inundaciones con el cloud seeding, la siembra de nubes: «Cada vez que veo imágenes tan terroríficas como las que nos llegan, en este caso, de Emilia-Romaña, no puedo no pensar en este planeta Tierra, usado por los hombres como un juguete donde [el hombre] ha llegado incluso a convencerse de ser capaz, exactamente igual que dios, de controlar el clima, bombardeando las nubes, decidiendo si hacer que llueva o que no».
Mientras tanto, la explicación ya se ha dado a conocer, alguien llega incluso a escribirla en los comentarios del vídeo de Red Ronnie. El B200 es el avión que sigue el Giro de Italia y que funciona como radioenlace para la grabación televisiva. A cada uno de sus vuelos recientes le corresponde una etapa de la competición ciclista. El 14 de mayo tenía lugar la novena etapa, de Savigano sul Rubicone a Cesena. El avión vuela como vuela porque, viajando mucho más rápido que los ciclistas, para poder recibir las señales de grabación de los quads, furgonetas y helicópteros tiene que volver atrás una y otra vez.
Le toca ahora el turno al prejuicio llamado «intensificación del esfuerzo», que nos empuja a mantener la propia posición contra cualquier evidencia. Admitir que se ha tomado una posición equivocada requiere un cierto trabajo cognitivo, más aún cuando se ha mantenido esa posición en público y con tonos drásticos, típicos de las discusiones en redes sociales. Por ese motivo, quienes han apoyado la tesis de las inundaciones provocadas por el cloud seeding incorporan la explicación a la fantasía de la conspiración: la tarea de hacer de radioenlace para el Giro es solo «una tapadera perfecta».
Cloud seeding y guerra climática
El cloud seeding, la técnica para aumentar las precipitaciones, nace en la posguerra. Los experimentos empiezan en 1946, en los cielos de Schenectady, en el estado de Nueva York, bajo iniciativa de científicos a sueldo de General Electric. Uno de ellos es Bernard Vonnegut, hermano mayor de Kurt, futuro novelista. En aquel momento Kurt también trabaja en General Electric, pero en el gabinete de prensa.
En las primeras siembras se usa hielo seco, esto es, dióxido de carbono en estado sólido. Más tarde, Bernard descubre que difundiendo yoduro de plata se obtienen mejores resultados o, por lo menos, eso parece.
La cuestión llama enseguida la atención del ámbito militar. Después de la bomba atómica, es posible que se haya descubierto un arma aún más potente: el control del clima. Tras un acuerdo con General Electric, el ejército coopta a los científicos en el conocido como «Proyecto Cirrus». En el nuevo contexto, Bernard, pacifista, se siente cada vez más incómodo, y acaba dimitiendo. La historia ha sido reconstruida en la suntuosa biografía de Ginger Strand, Los hermanos Vonnegut: ciencia y ficción en la casa de la magia (Pop Ediciones, 2021).
Las investigaciones de los militares siguen adelante. El cloud seeding se usa con fines bélicos durante la Guerra de Vietnam. La operación es bautizada como «Popeye»: desde marzo de 1967 hasta julio de 1972 —tal y como se descubrirá con la publicación de los famosos Pentagon papers—, la aviación estadounidense intenta alargar la temporada de monzones para sabotear las operaciones de las fuerzas norvietnamitas. No está claro si la operación obtiene resultados y en qué medida. Y esa es precisamente la cuestión.
En la atmósfera, no es posible hacer experimentos controlados, es decir, cambiando solo una variable cada vez. No se puede afirmar con certeza qué habría ocurrido en una cierta área si no se hubiesen sembrado las nubes. Así que no hay forma de establecer un nexo causa-efecto entre cloud seeding y lluvias. Por eso, casi ochenta años después de los primeros experimentos, existen aún fuertes dudas sobre la eficacia de esta técnica.
Como cuenta Strand, entre 1946 y 1951, la prensa estadounidense describió el cloud seeding como un deus ex machina que haría desaparecer las sequías, transformaría los desiertos en jardines, apagaría los incendios y desviaría los huracanes. Cuando el entusiasmo hubo disminuido, se vio que los resultados, aun admitiendo que los hubiera, estaban muy por debajo de las expectativas. Los medios de comunicación apagaron los focos y la técnica perdió interés, aunque no fue abandonada. Se sigue usando en Europa, más a menudo en Estados Unidos, y aún con aún más regularidad en China y Emiratos Árabes Unidos, pero no se trata de la herramienta milagrosa anhelada en su momento y, aún menos, del superarma soñado por el Pentágono.
Apagar los incendios, hacer fértiles los desiertos, doblegar los huracanes a nuestra voluntad… Las crónicas de estos años deberían, como suele decirse, hablar por sí mismas: estamos más que nunca en manos de los elementos. Pero las fantasías de la conspiración, reversibles y multiusos, se adaptan a cualquier cosa que ocurra. Cuando hay sequía, con sus incendios y procesos de desertificación, significa que alguien ha sembrado las nubes para impedir la lluvia. Cuando llegan aguaceros y tifones, se ha sembrado para que llueva.
Núcleos de verdad
Las fantasías de la conspiración sobre la guerra climática tienen un núcleo de verdad o, mejor aún, varios. Empecemos por el más evidente: si los militares pudiesen controlar el clima con un superarma, lo harían sin problemas.
Fue esa conciencia lo que inspiró el ENMOD, la convención sobre la modificación ambiental, cuyo nombre completo es «Convención sobre la prohibición de utilizar técnicas de modificación ambiental con fines militares u otros fines hostiles». Está en vigor desde 1978, y hasta ahora la han firmado 78 países.
Los militares han soñado y siguen soñando con controlar el medio ambiente. Ya lo han intentado. Pero no se sabe si lo han conseguido. Y, en cualquier caso, Estados Unidos perdió la Guerra de Vietnam.
Las fantasías de la conspiración sobrevaloran el cloud seeding y la capacidad de los poderosos de usarlo a placer porque sobrevaloran a los poderosos, celebrando de forma oblicua su genio, su infalibilidad, su capacidad para prever cualquier evento.
Por otro lado, estamos hablando de una evolución de la fantasía de la conspiración sobre los chemtrails, según la cual toda la realidad que vivimos, nuestra percepción, nuestro humor y sentimientos están condicionados por la liberación en la atmósfera de sustancias que, al mismo tiempo, tóxicas y psicoactivas. Según lo que se puede leer en las webs dedicadas a los chemtrails, todas las enfermedades y trastornos que sufrimos, desde el reflujo gástrico al pitido en los oídos, desde la arritmia cardíaca al estreñimiento, incluso la capa blanquecina que se nos forma a veces en la lengua, son consecuencia de un plan que se lleva ejecutando desde hace décadas en todo el mundo, con la complicidad de las aviaciones militares y civiles al completo.
De qué nos habla el misterioso avión
¿Qué problemas genera una fantasía como la del misterioso avión a quienes, dentro de la crisis climática, luchan por el medio ambiente, por la defensa del suelo, por el cuidado del territorio?
La guerra climática usando el cloud seeding forma parte de un conjunto que propongo denominar «fantasías de la conspiración sobre el clima de segunda generación». Las de primera generación están aún marcadas por el negacionismo, concepto que aún así prefiero no usar, gastado a causa de usos demasiado extendidos, y utilizado como insulto fácil contra cualquier adversario ideológico. Valgan como ejemplos la acusación de negacionismo dirigida a los historiadores e historiadoras que estudian las foibas y aquella, dirigida a quienes criticaban la gestión de la pandemia, de ser negacionistas del covid.
Mientras que según las fantasías de la conspiración clásicas los poderes ocultos conspiran para que creamos en un cambio climático inexistente —o cuanto menos no causado por la actividad humana—, aquellas que se han consolidado más recientemente admiten que algo enorme está ocurriendo, que el clima ha cambiado, y señalan con el dedo causas ligadas a la actividad humana. Hay que reconocer que se ha dado un paso adelante.
El problema es que, bajo la acción de distintos prejuicios y en ausencia de una idea clara de cómo funciona el capitalismo, se acaba denunciando causas ficticias, las cuales a menudo se revelan concausas reales pero de escasa relevancia. Como cualquier avión, aquellos que llevan a cabo el cloud seeding contaminan y alteran el clima. Lo hacen a través sus emisiones de CO2, independientemente de aquello con lo que rocíen las nubes. Pero las operaciones de cloud seeding son poco relevantes respecto a las dimensiones del fenómeno: cada día se realizan alrededor de doscientos mil vuelos. El tráfico aéreo es responsable del 3,5 por ciento de las emisiones que alteran el clima a nivel mundial.
Si bien dichas fantasías señalan con el dedo detalles equivocados, la dirección hacia la que tienden el brazo es correcta, porque lo es su intuición de partida: en los cielos está ocurriendo algo malo. Si no nos contentamos con un simple debunking, si nos predisponemos a escuchar, encontraremos no solo núcleos de verdad, sino también elementos que nos ponen en guardia respecto a peligros reales que se ciernen sobre nuestras vidas.
Se cierne sin duda la geoingeniería solar, un conjunto de propuestas y tecnologías dirigidas a reducir el impacto de los rayos solares sobre el planeta y a mitigar así el calentamiento global. La estrategia más extendida es la inyección de aerosoles estratosféricos, que consiste en alterar la atmósfera para obtener un aumento del albedo —la parte de radiación solar que se refleja en todas direcciones—, así como un global dimming (oscurecimiento global). Se pretende así imitar, utilizando aviones, globos aerostáticos o cohetes, lo que ha ocurrido tras grandes erupciones volcánicas como la del Krakatoa, en Indonesia en 1883, o como la del Pinatubo, en Filipinas en 1991. La estratosfera se llena de dióxido de azufre y, más tarde, de partículas de ácido sulfúrico, que reflejan la radiación solar hacia el espacio exterior. Como consecuencia, la temperatura media del planeta se reduce de hasta un par de grados, durantes periodos variables de entre uno y tres años.
La propuesta levanta una gran cantidad de dudas; científicas, éticas y políticas. Volvamos al problema que hace díficil evaluar los efectos del cloud seeding: en la atmósfera no se pueden llevar a cabo experimentos controlados. Resulta imposible prever los efectos colaterales sobre el clima, los océanos, la vida. El dióxido de azufre tiene una larga historia de consecuencias sobre el medio ambiente, por ejemplo, se sabe desde hace décadas que esta sustancia provoca lluvia ácida.
En 1974, Roberto Roversi titula Anidride solforosa [Dióxido de azufre] una de las letras que escribe para Lucio Dalla. Esta dará título al segundo álbum que realizaron juntos. Nos encontramos con un mar que «tiembla de forma penosa», un «patrimonio forestal en destrucción», «porcentajes de partículas sólidas presentes en la atmósfera / todos los datos recogidos son transmitidos al ordenador». Ordenador que tiene «como destino / ayudar al hombre a vencer a la muerte» y que sabrá decirnos «cuántas veces hacer el amor / y cuántas veces se desbordan los ríos en Italia».
La idea de que podamos salir del atolladero con trucos tecnológicos y seguir adelante con nuestra rutina es una ilusión y una distracción. Se trata de la trampa del «solucionismo tecnológico», tal y como ha denominado el fenómeno el sociólogo Evgeny Morozov, ya se hable de geoingeniería, inteligencia artificial generativa como «faro de esperanza» que iluminará un futuro «climate smart y sostenible», de coches eléctricos —de cuya producción se ha ocupado una reciente investigación de Report— o de barreras contra la subida del nivel del mar. Todo ello distrae la atención de las luchas por buscar soluciones reales, estructurales, basadas en la comprensión de las causas y la conciencia de que lo que realmente nos pone en peligro es el actual sistema de producción.
Hasta hace pocos años, existía el temor de que ciertos países iniciaran programas de geoingeniería solar de forma unilateral. En un escenario de ese tipo está ambientada una de las novelas más ambiciosas y comentadas de los últimos años, El ministerio del futuro, de Kim Stanley Robinson. En el libro, el país que actúa sin el consentimiento internacional es India.
Hoy en día, a ese temor se le suma otro: que puedan hacerlo agentes privados, ya sea el Elon Musk de turno o el último de los embaucadores. Ginger Strand cuenta que en los años Cuarenta, tras los primeros artículos sobre el cloud seeding, Estados Unidos se llenó de fabricantes de lluvia. Cualquier charlatán capaz de agenciarse un aeromóvil y un poco de hielo seco fundaba una empresa y ofrecía sus servicios a agricultores y otros sujetos afectados por la sequía. Un episodio reciente demuestra que podríamos llegar a encontrarnos en una situación de ese tipo.
En otoño de 2022, la startup estadounidense Make Sunsets lanza dos globos aerostáticos llenos de dióxido de azufre en Baja California, México. Su fundador, Luke Iseman, declara que ya ha llevado a cabo 33 lanzamientos, financiados a través de «créditos de enfriamiento» vendidos a algunos clientes. La alarma desatada y las críticas del mundo científico empujan al ministerio de Medio Ambiente mexicano a prohibir en todo el país cualquier tipo de experimento de geoingeniería.
Hay que aclarar que, por el momento, la cantidad de dióxido de azufre liberada por Make Sunsets —según Iseman, pocos gramos por globo— resulta irrelevante respecto a las decenas de millones de toneladas emitidas anualmente por fábricas, centrales energéticas, motores de combustión, etcétera. El riesgo sobre el que hay que reflexionar es la completa ausencia de regulación: hoy en día cualquiera puede iniciar un programa de geoingeniería solar. ¿Y si en lugar de a una startup con medios limitados la idea se le hubiese ocurrido a Elon Musk o Jeff Bezos, a ExxonMobil o Chevron, a un oligarca ruso o a un magnate chino?
Por ese motivo, en 2022 científicos y expertos en política internacional de todo el mundo firmaron un llamamiento para crear un acuerdo internacional de no-utilización de la geoingeniería solar.
Las fantasías de la conspiración sobre el clima de segunda generación, aun en su forma distorsionada, nos hablan de estos riesgos. No hay que confundirlas con el negacionismo, ni despreciarlas como meros bulos y nada más: hay que saber leerlas y escucharlas. Sin seguirles la corriente, porque resultan dañinas a varios niveles. Equivocándose al indicar causas y culpables, desvían la atención —el recurso más disputado actualmente— y funcionan como señuelos. Al mismo tiempo, su charlatanería pone en aprietos a quienes se ocupan de esos mismos temas desde puntos de vista más rigurosos. Si señalas que el cloud seeding ha sido realmente utilizado con fines militares, que si sus resultados no fuesen inciertos seguirían usándolo, que si su uso bélico está prohibido por una convención internacional específica significa que se trata de un riesgo plausible, que la geoingeniería solar implica operaciones muy parecidas al cloud seeding y que se trata de un peligro real, es fácil que te llamen conspiranoico y te comparen con Red Ronnie.
Dicho esto, es necesario que aprendamos a tratar con esas fantasías de la conspiración. Como escribe Naomi Klein en su nuevo libro, aquellos que creen en ellas y las difunden son nuestros doppelgängers. Son los y las «dobles» del activismo climático. En la segunda parte de este texto, tomaré esa imagen como punto de partida.
Publicado en italiano en Internazionale el 13/12/2023
Traducción inédita