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Estados Unidos utiliza a los medios de comunicación para justificar la cadena perpetua de Assange

¿Por qué The Guardian guarda silencio? (II)

Fuentes: Counterpunch

Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo

La primera parte de este artículo se publicó en Rebelión el 2 de octubre de 2020

De la dependencia a la hostilidad

[El diario británico] The Guardian es el mejor ejemplo de las tensas relaciones entre los medios de comunicación y Assange-Wikileaks, que se deslizaron rápidamente de la dependencia inicial a una completa hostilidad. Fue uno de los principales beneficiarios de las revelaciones sobre la guerra de Afganistán y la de Irak, pero en seguida reorientó sus cañones hacia Assange. (Es preciso destacar que el Guardian también lideró el ataque en Reino Unido contra el antiguo líder del partido Laborista Jeremy Corbyn, que supuestamente amenazaba con desencadenar una “insurgencia política populista”, similar a la insurgencia mediática “populista” de Assange).

A pesar de que se le suele considerar un bastión del periodismo de izquierda liberal, el Guardian ha sido cómplice activo en la justificación del confinamiento y maltrato a Assange de los últimos diez años y ha trivializado la amenaza que suponían para él y para el futuro del auténtico periodismo los esfuerzos continuados de Washington por encerrarle de por vida.

No hay suficiente espacio en este artículo para resaltar los terribles ejemplos utilizados por el Guardian para ridiculizar a Assange (en las notas finales reproduzco unos pocos tuits que bastan para hacerse una idea), ni el modo en que ha denigrado a los renombrados expertos en derecho internacional que han intentado llamar la atención sobre su detención arbitraria y su tortura.

Los errores del Guardian se han extendido hasta el juicio que se está celebrando estos días sobre su extradición, que ha sacado a la luz años de ruido mediático y asesinato de la personalidad para dejar claro las razones por las que Assange ha sido privado de libertad 10 años: Estados Unidos busca venganza por haber publicado pruebas de sus crímenes y pretende disuadir a otros de seguir sus pasos.

En sus páginas, el Guardian apenas se ha molestado de dar información sobre el juicio, usando para ello tan solo las notas superficiales y refritas de las agencias. Esta semana publicó tardíamente un artículo de opinión del expresidente brasileño Lula da Silva, para señalar el hecho de que docenas de antiguos líderes mundiales han solicitado a Reino Unido que detenga el procedimiento de extradición. Estas personalidades parecen apreciar con mucha mayor claridad que el Guardian y otros grandes diarios la gravedad del caso.

Pero también los propios comentaristas del Guardian, incluso aquellos más supuestamente de izquierdas como George Monbiot y Owen Jones, han creado un manto de silencio sobre el juicio. El único comentario propio sobre el caso fue un insidioso ataque publicado en la sección de moda por Hadley Freeman, que ignora las terribles consecuencias para el periodismo de lo que está ocurriendo en Old Bailey para burlarse del lógico miedo de la pareja de Assange, Stella Moris, de que si Assange es extraditado a Estados Unidos, sus dos jóvenes hijos podrían no volver a tener contacto con su padre.

El propósito de Freeman, típico del modus operandi del Guardian, no es analizar la cuestión de fondo de lo que está pasando Assange sino ganar puntos en la guerra de distracción a la que el diario es tan docto en sacar rendimiento. En su nota, titulada “Preguntad a Hadley: la “politización” y la “militarización” se están convirtiendo en argumentos convincentes”, Freeman utiliza el sufrimiento de Assange y de Moris para proponer sus propios argumentos de conveniencia en el sentido de que la palabra “politizado” está muy mal empleada, especialmente según parece cuando se critica el tratamiento que el Guardian  da a Assange y a Corbyn.

El periódico no podía ser más simple. Rechaza que existan motivaciones “políticas” en el hecho de que el Estado más militarizado del planeta lleve a juicio a un periodista por publicar pruebas de sus sistemáticos crímenes de guerra, con el objetivo de encerrarlo de por vida.

La divulgación de la contraseña

Puede que el Guardian esté ignorando el juicio, pero el tribunal de Old Bailey no está ignorando al Guardian. Los abogados de Estados Unidos han citado el nombre del periódico una y otra vez durante las audiencias –especialmente  pasajes de un libro sobre Assange escrito por dos periodistas del mismo diario, David Leigh y Luke Harding– para reafirmar los argumentos cada vez más frenéticos de la administración Trump.

Cuando Leigh trabajó con Assange en 2010 era el editor de investigaciones del Guardian y, hay que señalarlo, el cuñado del entonces editor Alan Rusbridger. Harding, por su parte, es un reportero de toda la vida cuyo mayor talento parece ser escribir libros a toda velocidad para el Guardian que reflejan fielmente las principales preocupaciones de los servicios de seguridad de EE.UU. y Reino Unido. En aras de la total transparencia, debo decir que mis experiencias de trabajo con ambos, cuando colaboraba con el Guardian, fueron decepcionantes.

Normalmente un periódico no dudaría en colocar en primera plana reportajes del juicio más crucial de los últimos tiempos, especialmente si de él depende el futuro del periodismo. Ese imperativo debería ser aún mayor si el testimonio de uno de sus periodistas probablemente va a ser fundamental en el resultado del juicio. Para el Guardian, la información detallada, destacada y comentada sobre las audiencias para la extradición de Assange debería ser una prioridad doble. ¿Entonces cómo podemos explicar su silencio?

El libro de Leigh y Harding, Wikileaks: Inside Assange´s War on Secrecy, hizo ganar un buen montón de dinero al Guardian y a sus autores, que se dieron prisa en sacar partido de la notoriedad de los primeros tiempos de Wikileaks. Pero el problema es que hoy el Guardian no tiene ningún interés en llamar la atención sobre el libro fuera de los confines del tribunal represivo. En realidad, si ahora se le sometiera a cualquier serio escrutinio resultaría un fraude periodístico bochornoso.

Ambos autores utilizaron el libro no solo para descargar su animosidad personal contra Assange –en parte porque él se negó a dejarles escribir su biografía oficial– sino también para divulgar una contraseña compleja que Assange confió a Leigh y que proporcionaba acceso a la memoria caché de documentos encriptados. Ese escandaloso error del Guardian abrió la puerta para que cualquier servicio de seguridad del mundo penetrara en el documento y en otros una vez que pudieron crackear la sofisticada fórmula de Assange para idear contraseñas.

Gran parte del furor provocado por la supuesta incapacidad de Assange de proteger los nombres en los documentos filtrados por él publicados –que ahora es el núcleo del caso de extradición– viene del papel que jugó Leigh en el sabotaje del trabajo de Wikileaks. Assange se vio obligado a realizar una operación de control de daños debido a la incompetencia de Leigh, que le obligó a publicar los documentos a toda prisa para que cualquiera que estuviera preocupado por si era nombrado en los documentos pudiera saberlo antes de que servicios de seguridad hostiles lo identificaran.

Esta semana, en el juicio contra Assange, el profesor Christian Grothoff, un experto en informática de la Universidad de Berna, señaló que Leigh había relatado en su libro de 2011 cómo presionó a un reticente Assange para que le diera la contraseña. En su testimonio, Grothoff se refirió a Leigh como alguien que “actuó de mala fe”.

“No es una fuente fidedigna”

Hace casi una década Leigh y Harding no podrían haber imaginado lo que estaría en juego pasados estos años –para Assange y otros periodistas–  a causa de la acusación formulada en el libro según la cual el fundador de Wikileaks tuvo un fallo temerario a la hora de eliminar los nombres antes de publicar los diarios de las guerras de Afganistán e Irak.

La base de la acusación se basa en los muy polémicos recuerdos de Leigh sobre una discusión con otros tres periodistas y Assange en un restaurante cercano a las antiguas oficinas del Guardian en julio de 2010, poco antes de la publicación  de las revelaciones afganas.

Según Leigh, Assange afirmó durante una conversación sobre los riesgos de publicar los nombres de quienes habían trabajado con el gobierno de EE.UU. que “son informantes y merecen morir”. Los abogados de EE.UU. han citado en repetidas ocasiones esta frase como prueba de que Assange era indiferente al destino de aquellos identificados en los documentos, por lo que no tuvo cuidado a la hora de eliminar los nombres. (Señalemos, por otro lado, que Estados Unidos no ha conseguido demostrar que la publicación pusiera a nadie en peligro y que en el juicio a Manning un funcionario de EE.UU. admitió que nadie había resultado perjudicado).

El problema es que los recuerdos de Leigh de esa cena no han sido corroborados por nadie más y son negados con vehemencia por otro de los participantes, John Goetz, del Spiegel. Este periodista ha jurado un afidávit afirmando que Leigh está equivocado. La semana pasada presentó testimonio en nombre de la defensa en Old Bailey. Increíblemente, la juez Vanessa Baraitser se negó a permitirle refutar la afirmación de Leigh, aunque los abogados de EE.UU. la hayan citado en repetidas ocasiones.

Además, tanto Goetz como Nicky Hager, un periodista de investigación de Nueva Zelanda, y el profesor John Sloboda, del Iraq Body Count (Contador de muertos en la guerra de Irak), que habían trabajado con Wikileaks para eliminar nombres en diferentes ocasiones, han testificado que Assange era meticuloso en el proceso de edición. Goetz admitió que él mismo había llegado a exasperarse por los retrasos impuestos por Assange para poder eliminar los nombres:

“Recuerdo que en esa época me irritaba mucho la obsesión de Assange por recordarnos constantemente que debíamos asegurarnos, que necesitábamos encriptarlo todo, que teníamos que usar chats encriptados… Tomábamos gran cantidad de precauciones para asegurar el material. Yo creía que era un insensato y estaba paranoico, pero luego el procedimiento se convirtió en la práctica periodística normalizada”.

El profesor Sloboda señaló que, tal y como Goetz había dado a entender en su testimonio, no era Assange quien presionaba para no dedicar tanto tiempo a la eliminación de nombres sino los “socios mediáticos” de Wikileaks, desesperados por seguir adelante con las publicaciones. Uno de esos socios más importantes era el Guardian. Según el relato de los procedimientos ofrecido por el antiguo embajador británico Craig Murray en Old Bailey:

“Goetz [del Spiegel] recordó un correo electrónico de David Leigh del Guardian en el que se decía que la publicación de algunas historias se había retrasado por la cantidad de tiempo que Wikileaks dedicaba al proceso de edición, con el fin de eliminar “los elementos indeseados”.

Cuando el abogado de Estados Unidos confrontó a Hager con lo que afirma Leigh en el libro sobre la conversación en el restaurante, aquel respondió con desdén: “Yo no lo consideraría [el libro de Leigh y Harding] una fuente fidedigna”. Bajo juramento, atribuyó el relato que hace de Leigh de los hechos a su “animosidad”.

Una exclusiva que resulta ser pura invención

Harding tampoco resulta ser un observador imparcial. Su “exclusiva” más reciente sobre Assange, publicada en el Guardian hace dos años, ha resultado ser una calumnia completamente inventada. En ella se aseguraba que Assange se reunió en secreto en 2016 con un ayudante de Trump, Paul Manafort, y unos “rusos” sin nombre, cuando estuvo confinado en la embajada ecuatoriana.

El propósito evidente de Harding al realizar estas falsas afirmaciones era revivir la calumnia del llamado “Rusiagate” según la cual Assange conspiró con Trump y con el presidente ruso Vladimir Putin en 2016 para apoyar la elección de Trump. Esas alegaciones fueron cruciales para enemistarlo con los Demócratas, que de otro modo habrían apoyado a Assange, y han contribuido a forjar el respaldo de ambos partidos a la iniciativa de Trump para extraditar a Assange y encarcelarlo.

El contexto (ahora olvidado) en el que surgieron estas afirmaciones fue la publicación por Wikileaks, poco antes de la elección, de una serie de correos electrónicos internos del partido Demócrata. Esta correspondencia mostraba signos de corrupción, incluyendo los esfuerzos del ala oficial de partido Demócrata para sabotear las primarias del partido, con el fin de debilitar a Bernie Sanders, rival de Hillary Clinton para la nominación presidencial del partido.

Las personas más próximas a la publicación de esos correos electrónicos sostienen que fueron filtrados desde el interior del propio partido Demócrata. Pero los dirigentes de ese partido tenían la apremiante necesidad de desviar la atención de lo que revelaban dichos intercambios. Así que se pusieron en marcha para fabricar un relato al estilo de la Guerra Fría, según el cual los correos electrónicos habrían sido hackeados por Rusia para desbaratar el proceso democrático estadounidense y llevar a Trump al poder.

Nunca se obtuvieron pruebas que sostuvieran esta acusación. No obstante, Harding fue uno de los principales defensores del relato del Rusiagate, y publicó otro de sus célebres libros escritos en dos días sobre el tema, Collusion. La absoluta falta de pruebas que apoyaran su argumento fue expuesta de forma espectacular cuando le entrevistó el periodista Aaron Mate.

La historia creada por Harding en 2018 sobre la supuesta visita de Manafort a Assange en la embajada pretendía añadir otra capa de confución a una campaña de difamación ya sórdida de por sí. Pero, para disgusto de Harding, la embajada de Ecuador en aquella época era probablemente el edificio más vigilado de todo Londres. La CIA, como supimos posteriormente, había incluso instalado ilegalmente cámaras dentro de las habitaciones de Assange para espiarle. No había manera de que Manafort y varios “rusos” le hubieran visitado sin dejar un rastro de pruebas en formato video. Y dichas pruebas no existen. En lugar de retractarse por esa información, el Guardian se ha enrocado limitándose a rehuir las críticas.

Con toda probabilidad, algún servicio de seguridad contó esa historia a Harding o a otra fuente para intentar perjudicar aún más a Assange. Harding no realizó la más ligera comprobación para asegurar que su “exclusiva” era cierta.

Reticentes a declarar ante el tribunal

 A pesar del pésimo historial de Leigh y Harding en su trato con Assange, sería lógico imaginar que en este momento crítico –cuando Assange se enfrenta a la extradición y la cárcel por ejercer el periodismo– esta pareja desearía explicarse directamente en el juicio en lugar de dejar que los abogados hablaran por ellos o que otros periodistas sugirieran sin oposición alguna que eran elementos “poco de fiar” o que “actuaron de mala fe”.

Leigh podría declarar en Old Bailey que mantiene sus afirmaciones de que Assange era indiferente a los riesgos que corrían los informantes; o podría admitir que su recuerdo de los hechos podía ser erróneo; o aclarar que, dijera lo que dijese Assange en aquella infame cena, en realidad trabajaba escrupulosamente para eliminar nombres, como han testificado otros testigos.

Dada la gravedad de lo que se dirime en este tribunal, para Assange y para el periodismo, esa sería la única opción honorable para Leigh: dar su testimonio y someterse a un contrainterrogatorio. Pero ha preferido refugiarse tras la interpretación que han hecho de sus palabras los abogados de EE.UU. y la negativa de la juez Baraitser a permitir que nadie la ponga en duda, como si Leigh hubiera traído sus palabras de lo alto de la montaña [como las Tablas de la Ley].

También habría sido lógico pensar que el Guardian, dado su papel central en la saga de Assange, hubiera insistido en declarar ante el tribunal, o al menos que hubiera publicado editoriales defendiendo enérgicamente a Assange del ataque legal concertado a sus derechos y al periodismo del futuro. También sería lógico pensar que los columnistas “estelares” de izquierda del Guardian, figuras como George Monbiot u Owen Jones, estuvieran recabando el apoyo de los lectores para Assange, tanto desde las páginas del diario como en sus propias redes sociales. Pero no han alzado su voz más allá de un susurro, como si temieran perder su trabajo.

Estas faltas no son responsabilidad de ningún periodista en concreto. Son el reflejo de una cultura del Guardian y, por extensión, de todos los grandes medios de comunicación, que aborrecen el tipo de periodismo que Assange promovía: un periodismo abierto, que busca genuinamente la verdad, no alineado, y colaborativo en vez de competitivo. El Guardian considera al periodismo como un club cerrado, en el que los periodistas son tratados una vez más como sumo sacerdotes por su parroquia de lectores, que solo saben aquello que los medios corporativos están dispuestos a revelarles.

Assange ya era consciente del problema en 2011, cuando explicaba en su entrevista con Mark Davis (min. 38):

“Hay algo que quiero decir respecto a las instituciones supuestamente éticas, como el Guardian o el New York Times. El Guardian tiene buenos profesionales entre su personal, pero también tiene una camarilla en los puestos directivos cuyos intereses son otros… Lo que mueve a un diario como el Guardian o el New York Times no son sus valores éticos, sino su mercado. En el Reino Unido ese mercado es el de los “liberales educados”. Los liberales educados quieren comprar un periódico como el Guardian y por eso surge una institución para satisfacer a ese mercado… El periódico no es un reflejo de los valores de la gente que forma esa institución, es un reflejo de la demanda del mercado”.

Ese mercado, a su vez, no está configurado por valores éticos, sino por fuerzas económicas, fuerzas que necesitan una élite mediática, al igual que una élite política, para apuntalar una cosmovisión ideológica que las mantenga en el poder. Assange amenazó con derrumbar todo ese edificio. Esa es la razón por la cual las instituciones del Guardian o del New York Times no derramarán más lágrimas que Donald Trump o Joe Biden si Assange termina pasando el resto de sus días tras los barrotes.

Jonathan Cook ganó el Premio Especial de Periodismo Martha Gellhorn. Sus libros incluyen «Israel y el choque de civilizaciones: Irak, Irán y el plan para reconstruir el Medio Oriente» (Pluto Press) y «Palestina desaparecida: los experimentos de Israel en la desesperación humana» (Zed Books). Su sitio web es www.jonathan-cook.net.

Notas:

 Tuit 1: Today’s column is a salute to Julian Assange, selflessly raising the bar on nightmare houseguest stories https://t.co/bgqeEakGBj

— Hadley Freeman (@HadleyFreeman) April 20, 2019

Tuit 2: I bet Assange is stuffing himself full of flattened guinea pigs. He really is the most massive turd.

— suzanne moore (@suzanne_moore) June 19, 2012

Tuit 3:  Assange possibly even the biggest arsehole in Knightsbridge. And what a field that is

—Marina Hyde @MarinaHyde 19 may. 2017

Fuente: https://www.counterpunch.org/2020/09/24/the-us-is-using-the-guardian-to-justify-jailing-assange-for-life-why-is-the-paper-so-silent/

Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión.org como fuente de la traducción.