Para el filósofo francés Jacques Rancière, pocos acontecimientos tienen la capacidad de ser simbólicos. Por su contenido subversivo, su amplia representación, su habilidad para romper con lo establecido, su alcance comunicacional, su perfección estética, entre otras variables, es que ciertos hechos llegan a constituirse en piezas alegóricas. Es decir, poseen la virtud de ofrecernos en […]
Para el filósofo francés Jacques Rancière, pocos acontecimientos tienen la capacidad de ser simbólicos. Por su contenido subversivo, su amplia representación, su habilidad para romper con lo establecido, su alcance comunicacional, su perfección estética, entre otras variables, es que ciertos hechos llegan a constituirse en piezas alegóricas. Es decir, poseen la virtud de ofrecernos en simultáneo, como mínimo, dos significados.
Tanto Néstor Kirchner como Cristina Fernández, sin duda, han sido buenos artesanos de sucesos políticos espontáneos. No tanto de acontecimientos simbólicos. La mayoría de las veces, con más retórica que realidad, han construido épicas que hegemonizaron la agenda política-mediática. Pero que, al cabo de un tiempo, por su inconsistencia, su superficialidad o su inmaterialidad, cayeron en el olvido. O, en el mejor de los casos, cobraron su verdadera dimensión.
Sin embargo, hay un acontecimiento del kirchnerismo que permanece en la retina de la sociedad. Y, siguiendo con Rancière, merece el calificativo de simbólico. Se trata del 24 de marzo de 2004, cuando Néstor Kirchner le ordenó al jefe del Ejército, Roberto Bendini, descolgar los cuadros de Rafael Videla y Roberto Bignone.
La ceremonia en el Colegio Militar -que duró apenas treinta segundos- significó una ruptura en materia de derechos humanos con los noventa (no con los ochenta, donde el juicio a las juntas continúa siendo el ícono dominante). A partir de ella, el Gobierno desplegó e incentivó una batería de medidas -reapertura de los juicios a los represores, la ley de extracción compulsiva de ADN que facilitó la búsqueda de nietos apropiados, la conversión de antiguos centros de tortura en museos, etc.- que colocó al Estado argentino, al igual que durante el alfonsinismo, a la vanguardia de políticas vinculadas a la memoria, la justicia y el resarcimiento histórico.
Con este acontecimiento simbólico, el kirchnerismo intentará pasar a los grandes manuales de historia. Buscará su asociación inmediata con los derechos humanos, hasta convertirlos en su epíteto. Sobre esta pintura -y otras como YPF, Fondos Buitres, Aerolíneas Argentinas- trabajará intensamente su arsenal político-cultural- mediático en el 2015, aprovechando el músculo estatal para propagarla.
Frente a esa imagen aparecerán otras ajenas, que querrán solaparla. Según el retador, la simbología variará. Seguramente un militante del Frente Renovador le echará a un kirchnerista encima del escritorio una fotografía del motochorro Gastón Aguirre, como «emblema» de la inseguridad. Un votante de Mauricio Macri le arrojará alguna instantánea del dólar blue trepando a 15,95, consecuencia del cepo cambiario. Los radicales le sugerirán la figura de Amado Boudou, arquetipo de la cleptocracia imperante. Y algún «lilito» le acercará algún retrato de Oyarbide, como reflejo de la cooptación de la justicia por parte del Ejecutivo y la «muerte de la República».
Toda la góndola política opositora podría recomendar también las diapositivas del fiscal Alberto Nisman en su bañadera. Muerte fresca que, más allá de las diversas hipótesis que circulan, deja al descubierto el proceso de «camorrización» que vive la Argentina. Atentados sin esclarecer, disputas intestinales en los servicios de inteligencia, teléfonos pinchados, redes mafiosas que operan con la aquiescencia de la clase política, hermetismo judicial: nada que envidiarle a un libro del periodista y escritor italiano Roberto Saviano.
Pero, ¿qué acontecimientos simbólicos le puede marcar al kirchnerismo alguien proveniente del progresismo, del socialismo democrático o de la centro-izquierda? Tres propuestas de postal.
La impenetrable. En el 2005, Néstor Kirchner decidió que, «para mejorar la estética de la Casa Rosada», se colocara un perímetro de rejas para cubrir la plaza Colón y todo el frente del edificio que da a la calle Balcarce. Diez portones, con sus respectivas garitas de seguridad, carros hidrantes, un importante número de efectivos de Guardia de Infantería y vallas antivuelco cortando a la mitad la Plaza de Mayo, terminaron de convertir el palacio presidencial en un Alcázar criollo.
Más allá de las contradicciones que representan las exageradas medidas de seguridad para un Gobierno que se autodenomina «nacional y popular», la fortificación de la Casa Rosada invita a una breve reflexión iconográfica que sintetiza la forma de gobernar de estos últimos años.
La interpretación de una ciudadanía incapaz y pasiva que, después de depositar su voto en las urnas, debe ceder el poder a un líder mesiánico que encarna, concentra y resume los intereses de la nación. El posterior aislamiento del presidente en su torre de marfil para manejar los rumbos del país sin ningún tipo de perturbaciones (léase Gabinete, participación ciudadana, convergencia y alianzas con otras fuerzas políticas, etc.). Acto seguido, las primeras secuelas de este autismo: incumplimiento de promesas electorales, ineficiencia en la gestión, desconfianza, patrimonialismo, nichos de corrupción. Y, por último, el armado, por temor a las represalias, de un blindaje que se vislumbra en el rechazo a la rendición de cuentas, tanto horizontal (con los otros poderes republicanos, el Legislativo y el Judicial) como vertical (con la sociedad). Toda esta secuela se resume en lo que Guillermo O’ Donnell calificaba como democracia delegativa, un modelo que apuesta por el unicato, subestima la capacidad transformadora colectiva y devalúa el espíritu mismo de la democracia.
La mano derecha del Estado. La segunda estampa ofrece sonrientes al ministro de Seguridad de la provincia de Bs. As, Alberto Granados, y al secretario de Seguridad de la Nación, Sergio Berni.
Si la narrativa K habla de un sistema económico que, a través de políticas sociales, hace énfasis en la redistribución de la riqueza, lo que Bourdieu llama «la mano izquierda del Estado», estos dos paladines de la «tolerancia cero» simbolizan la mano derecha del Estado. La pesada. La que lástima. La misma que, según la CORREPI (Coordinadora Contra la Represión Policial e Institucional), en el período 2003-2013, se cobró 2486 vidas (en la década menemista, la cifra llegó a 726), estableciendo un récord negro desde 1983; la que incentivó y diseminó el discurso xenófobo contra los inmigrantes de naciones vecinas, supuestos culpables de los delitos locales, poniendo en duda la veracidad el proyecto de «integración latinoamericana»; y, finalmente, la que funciona como técnica para, según el caso, la invisibilización o estigmatización de la pobreza.
Se dice hambre. Néstor Femenía era un niño qom de Chaco que, después de cuarenta días de internación, murió debido a un cuadro severo de desnutrición y tuberculosis. Tenía siete años. Pesaba sólo 20 kg. Su imagen desgarró al país. Y dejó claro que el hambre sigue siendo una epidemia en un territorio donde se producen alimentos para 300 millones de personas (según la ministra de Industria, Débora Giorgi, «se podrían elaborar hasta para 400 millones»).
El Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA lo viene alertando hace varios años. En su último informe subrayó que, en el 2013, 2,2 millones de chicos conocieron lo que es tener el estómago vacío. El Instituto Pensamiento y Políticas Públicas (IPyPP), que dirigen Claudio Lozano (Unidad Popular) y ex trabajadores del INDEC, subió el termómetro y afirmó que hay más de 5 millones de indigentes (12,1% de la población total), que no pueden cubrir sus necesidades alimentarias básicas. Datos que sirven de epígrafe para la foto de Néstor Femenía y ponen en evidencia la incompetencia del Estado, durante años de cosechas récord, para erradicar este mal que aqueja a los estratos más vulnerables.
Quedan pendientes para el próximo almanaque: Lázaro Báez, Milani, la ley antiterrorista, el Proyecto X, Julio López, Mariano Ferreyra, el acuerdo con Chevrón, por citar algunos.
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