La renovación de autoridades nacionales en la CGT se ha convertido en uno de los acontecimientos políticos del año. La fuerte apuesta del Gobierno Nacional, consistente en bloquear una nueva reelección de Hugo Moyano, ha convertido esta pulseada en algo más que una puja entre dirigentes: podemos afirmar que se trata, hasta cierto punto, de […]
La renovación de autoridades nacionales en la CGT se ha convertido en uno de los acontecimientos políticos del año. La fuerte apuesta del Gobierno Nacional, consistente en bloquear una nueva reelección de Hugo Moyano, ha convertido esta pulseada en algo más que una puja entre dirigentes: podemos afirmar que se trata, hasta cierto punto, de una pugna por el modelo de sindicalismo que ha de imperar en los próximos años.
Lo que cambia
Si Hugo Moyano finalmente no es reelecto, puede postularse una suerte de clausura sobre el proceso de reconversión de los sindicatos en sustento de la actividad política de sus dirigentes, un fenómeno que tiene en la Argentina precedentes muy significativos. Haciendo un ejercicio de memoria, no fue distinta la intención de los líderes gremiales que, en el momento fundacional del peronismo, fundaron el Partido Laborista como una expresión autónoma de la clase trabajadora. Ya en los años sesenta, la apuesta de Vandor en torno al control del peronismo local, con independencia del mandato de Perón, se reflejó igualmente en la constitución de un justicialismo a su imagen y medida. Finalmente, a la muerte del anciano caudillo, y tras desplazar a José López Rega, el sindicalismo peronista, con Lorenzo Miguel a la cabeza, inició una etapa de predominio político en el seno de la coalición de gobierno de Isabel Perón.
Todas estas experiencias quedaron, sin embargo, signadas por el fracaso. Pese a que el peronismo se reconocía entonces como un movimiento político diferenciado de los partidos tradicionales, e identificaba al sindicalismo con una de sus ramas, la «columna vertebral» nunca pudo hacer valer sus derechos si estos no coincidían con los intereses de Perón. Desaparecido su máximo líder, el sindicalismo no supo trascender la lógica corporativa basada en el poder de veto que había desarrollado en la oposición, y su efímero paso por el gobierno implicó un traslado de todos sus conflictos internos al seno de la gestión. Tras un rotundo fracaso, visible dos meses antes del golpe de 1976, los dirigentes sindicales se resignaron a replantear el juego de presiones que conocían.
Con el retorno de la democracia, y tras la derrota histórica del peronismo en elecciones abiertas, el sindicalismo enfrentó dos oposiciones que, aún en sus diferencias, coincidían en el deseo de desplazarlo de la arena política. Por un lado, el gobierno de Alfonsín, con la iniciativa delineada por Antonio Mucci, intentó modificar las relaciones de fuerza al interior de los sindicatos. La derrota del proyecto de Mucci en el Senado fue el primer gran revés sufrido por el radicalismo en el gobierno.
Pero los sindicalistas no tuvieron la misma suerte al enfrentar otro tipo de oposición. Apenas conocido el veredicto de las urnas, varios dirigentes políticos lanzaron diversas corrientes políticas que pronto adoptaron un nombre: la Renovación Peronista. Su programa se resumía en un conjunto breve de aspiraciones. El partido, arguyeron, debía tener primacía sobre el incierto «movimiento». Los dirigentes políticos debían primar en la elección de candidatos por sobre los sindicalistas. El que otrora había sido uno de los movimientos políticos de mayor identificación clasista de América Latina debía, señalaban los renovadores, acomodarse a una situación en que emergían electorados de clase media y baja sin relación ni experiencia directa de fábrica. Finalmente, el peronismo debía iniciar un proceso de aggiornamiento a la nueva cultura política argentina, que volvía la democracia un valor sustantivo. La importancia adjudicada a las «formas», tradicionalmente relegadas en el discurso peronista, tenía un sentido preciso: en ausencia de líderes indiscutibles, la nueva conducción, se afirmaba, debía ser refrendada por el voto directo de los afiliados.
Eventualmente, la Renovación triunfó. De los cuatro candidatos que disputaron las internas de 1988, ninguno provenía del campo sindical. La desindicalización del movimiento, su reconversión en partido, y más en general, el cambio en la composición de sus dirigentes y en las listas de candidatos fueron, como acertadamente ha señalado Ricardo Gutiérrez, el paso previo para el cambio doctrinario que sobrevendría en los años noventa, y que encontraría a los sindicatos desplazados y a la defensiva.
Es esta matriz de reclutamiento y selección de dirigentes la que impugna Hugo Moyano. En un contexto signado por la recuperación del empleo y de los niveles de agremiación, en un momento en que, como bien marca Sebastián Etchemendy, son los trabajadores formales bajo convenio con salarios superiores a la media los que lideran la disputa distributiva, recuperando posiciones a partir de la restauración de las negociaciones colectivas, el camionero ha creído oportuno replantear el legado de la Renovación. Pero ese planteo es problemático. Las bases electorales propias del sindicalismo son dudosas, por lo que su participación en las listas ha dependido, hasta ahora, de la buena disposición del FPV. Es sintomático que Moyano encuentre lícito cuestionar las posiciones obtenidas en el último cierre de listas, pero no lance una iniciativa electoral propia. Por otra parte, con un empleo informal que camina entre el 35 y el 40%, sus bases en términos de agremiación son aún endebles.
Lo que no cambia
En los últimos meses, el gobierno ha tratado de instalar que, en la nueva etapa, los planteos salariales deben ser «moderados» y «responsables». Es decir, que deben guiarse por criterios diferentes a la recomposición del salario real según los márgenes de inflación. Para la dirigencia sindical, vieja o nueva, aceptar esto sería suicida. Sus bases de legitimidad, como demostraron las recientes elecciones en Comercio y Alimentación, no son muy anchas: en casi todos los sindicatos crecen oposiciones de diverso signo que cuentan con respaldos cada vez mayores entre los afiliados. No resulta fácil creer que una nueva dirección cegetista vaya a comprender los problemas del gobierno en el frente empresario.
Más importante aún: el sindicalismo, liberado de la lealtad que debía a la conducción en tanto componente del Partido Justicialista, se ha desarrollado libremente en estos años, tanto en sus reclamos corporativos como en su actuación política. Las distintas apuestas políticas de sus integrantes, si bien no impiden posteriores acercamientos, demuestran claramente que no existe, como sucedió en otros tiempos, una situación de subordinación política al gobierno que, objetiva o subjetivamente, pueda impeler a sus dirigentes a adecuarse a los tiempos políticos del gobierno.
Finalmente, incluso si suspendemos el juicio sobre la cuestión salarial, existen varias aristas conflictivas en la relación entre el gobierno y cualquier dirigencia sindical. La disputa por los fondos de las Obras Sociales, el cobro del impuesto a las ganancias, los límites impuestos al salario familiar para cargos por encima de cierto nivel de remuneraciones, continuarán actuando como motivo de reclamo en cualquier contexto. Porque, en definitiva, el sindicalismo puede renunciar a la voluntad moyanista de actuación en primera persona. Puede, incluso, renunciar a Moyano. Pero no puede renunciar a su matriz de reivindicaciones.
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