Recomiendo:
0

Que Dios y la Patria os lo demanden…

Fuentes: Rebelión

Todas, casi todas o la mayor parte de las dramáticas circunstancias que tanto de forma prevista como imprevista vive la sociedad, son consecuencia directa o indirecta de las decisiones políticas absolutamente inconsultas o, lo que es peor, decididamente contradictorias con las promesas electorales de los gobernantes. Las recientes inundaciones tanto como las reiteradamente sufridas a […]

Todas, casi todas o la mayor parte de las dramáticas circunstancias que tanto de forma prevista como imprevista vive la sociedad, son consecuencia directa o indirecta de las decisiones políticas absolutamente inconsultas o, lo que es peor, decididamente contradictorias con las promesas electorales de los gobernantes. Las recientes inundaciones tanto como las reiteradamente sufridas a lo largo de décadas por las poblaciones de la capital y del gran Buenos Aires son el resultado inexcusable de la ignorancia, la desidia, el menosprecio por el bienestar de los mandantes sumados a la codicia, la ambición y el interés individual de los sucesivos funcionarios que han desempeñado cargos electivos o no en todos los estamentos del gobierno.

Nos sorprenden los acontecimientos y nos conmueven las catástrofes que golpean material y espiritualmente a grupos cada vez más numerosos de población. Se suceden las quejas, los reclamos, la indignación aunque se ponen también de manifiesto, es cierto, los aspectos más valiosos de los que es capaz el género humano, la solidaridad, la generosidad, la capacidad de hermanarnos con los que sufren. Sin embargo siempre e indefectiblemente queda en suspenso sine die y sin que ni siquera se mencione la mayor de las causas que originan estas situaciones: la responsabilidad de quienes en el ejercicio del poder público contribuyeron por acción u omisión a su desencadenamiento.

Es decir, yace olvidada o tal vez ahogada por el mismo vértigo hídrico y las urgencias del momento la única y más genuina garantía de una sana convivencia social: la justicia. Nadie piensa en identificar a los culpables como se haría en cualquier otro crimen de menor magnitud, porque esto también es un crimen, un verdadero magnicidio, no porque se trate de un rey o de un jefe de Estado, sino porque se trata de un enorme ataque a los sectores más vulnerables de la sociedad, a los que contribuyeron en mayor grado a la entronización de esos dirigentes que traicionándolos luego generan las condiciones que los conducen a esta especie de condena colectiva de larga, reiterada e impredecible duración.

Surgen algunas voces que señalan la responsabilidad de los agentes inmediatos, de quienes se hallan desempeñando actualmente tareas de gobierno, pero los que están hoy no estarán mañana y sus culpas se diluirán en una nebulosa que los ocultará en los pliegues más recónditos de la historia. Como ha sido siempre. A quienes hay que buscar, señalar y juzgar es en primer término a todos los que los precedieron. Resulta muy cómodo delegar en Dios y en la Patria la administración de justicia con la seguridad de que esa justicia nunca llegará para aquéllos que no cumplieron su deber, o lo que es peor aún, procedieron a enriquecerse y a gozar de prebendas y privilegios sobre la base del engaño, de la mentira, de la especulación y de las espaldas de los contribuyentes que confiaron en ellos.

Quiénes sino los «emprendedores» con la aquiescencia y beneplácito de los funcionarios de turno han venido interviniendo en el territorio durante los últimas cinco o seis décadas para que cada vez sean más graves las consecuencias provocadas por las lluvias torrenciales. Es así como en la capital se ha incrementado la densidad urbana sin ampliar los desagües pluviales, impermeabilizando el suelo y reduciendo las áreas verdes capaces de absorber el excedente de agua que escurre por la superficie, construyendo en su lugar playas de estacionamiento subterráneas y eliminando los «pulmones de manzana» y por lo tanto su condición de espacios permeables, impermeabilización a la que también colabora la red de bases de hormigón de los edificios de gran altura que contribuyen a impedir el normal escurrimiento de las aguas o su penetración en el subsuelo. De acuerdo con los conocimientos técnicos disponibles estas consecuencias fueron siempre previsibles pero los dirigentes políticos y los inversores han preferido invertir en lo que reditúa a sus propios intereses y no a los de la población.

En las zonas periurbanas en cambio el crecimiento acelerado de la región sin la adopción de normas de planificación del territorio basadas en sus condiciones geográficas ha conducido no solo a perjudicar a grandes contingentes poblacionales, sino también a que los costos sean finalmente pagados por el conjunto de la sociedad, exigiendo la realización de obras que no contribuyen a la solución de los problemas puesto que por lo general no se concentran en modificar o eliminar el origen de los daños, sino solo en paliar temporalmente las consecuencias.

No siempre se omitió contemplar los riesgos de poblar zonas anegadizas como lo muestra un Decreto de 1949 en que se describen los problemas que puede generar el incremento de los loteos urbanos «cuyo planeamiento y solución debe prever el poder público» sin embargo poco tiempo después, en 1953, ese Decreto fue en gran parte derogado respondiendo a los ataques de los interesados directos, es decir, de los loteadores que veían perder su negocio y aunque en el nuevo decreto persiste la prohibición de ofrecer lotes sin infraestructura, nadie se preocupó de impedir la aparición de loteos clandestinos en zonas inundables.

Según algunos estudios realizados en el área metropolitana a nadie, ni especialmente a las autoridades locales preocupa demasiado elaborar Códigos de Ordenamiento Urbano de modo que las decisiones quedan al albur de la discrecionalidad de los funcionarios que eximen o convalidan la aplicación de normas improvisadas según su interés o conveniencia, de manera que todo se resuelve a espaldas de la ciudadanía cuyos perjuicios también, directa o indirectamente, está luego obligada a asumir.

De manera que volviendo a la idea original es menester que sea también la sociedad la que de algún modo asuma la función de ese Dios o de esa Patria que evocan los juramentos tradicionales de los políticos y de los funcionarios, únicos responsables de las estresantes situaciones a las que en definitiva condenan a la población. Pero no solamente a los actuales, ya que dichos problemas como se puede advertir son la sumatoria de cientos de sucesivas sancionables conductas administrativas y políticas cuyos verdaderos responsables han pasado a integrar un silencioso y casi hermético pasado. Pero que no lo es tanto si nos decidimos a acudir a los archivos, los expedientes, la prensa y comenzamos a seguirles el rastro a esos todavía ignorados autores de las criminales situaciones a que nos han conducido sus como mínimo irresponsables decisiones o en la mayor parte de los casos sus seguras y corruptas connivencias con el poder económico.

Si la sociedad no se decide de una vez por todas a exigir rendición de cuentas a su dirigencia política y a condenar fehacientemente sus reprobables conductas, si sigue aceptando que se diluyan en el pasado todas las responsabilidades sobre consecuencias que se tornan indefinidamente permanentes o que se agravan aún más con el correr de los años, será muy difícil lograr que los nuevos gobernantes, fueren del color político que fueren no se dejen seducir por el atractivo del dinero con el cque, en todos los niveles, el capitalismo compra conciencias y procederes. Y serán las generaciones futuras las que, cada vez más se vean enfrentadas a caóticas situaciones e inimaginables pérdidas.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

rCR