En Argentina los laboratorios están de parabienes. La presidenta acaba de anunciar (discurso del 18/4/2011) que «el paquete» de vacunas pasa de las 6 que se suministraban hasta 2003 a 15 para 2011… «Él incorporó −me acuerdo− en el año 2005, la de la Hepatitis A para niños de hasta un año, hasta ese momento […]
En Argentina los laboratorios están de parabienes. La presidenta acaba de anunciar (discurso del 18/4/2011) que «el paquete» de vacunas pasa de las 6 que se suministraban hasta 2003 a 15 para 2011…
«Él incorporó −me acuerdo− en el año 2005, la de la Hepatitis A para niños de hasta un año, hasta ese momento teníamos por año 68.000 casos de Hepatitis B y además con los consecuentes transplantes había una mortalidad del 1 por 1.000, mortalidad o transplante de hígado producto de esa patología. […] entre los años 2010 y 2011, han sido sólo 100 casos.»
De las palabras presidenciales no surge claramente qué vacunas para hepatitis se inyectan, sobre qué patógenos se pretende actuar, porque nos dice que Néstor Kirchner dispuso el suministro de vacunas para hepatitis A y que teníamos casos de hepatitis B… Surge, sin embargo, claramente, que el microagente patógeno es de una debilidad llamativa. Porque se registra una mortalidad bastante menor al uno por mil (1 o/oo entre decesos y transplantes con sobrevivientes).
Si de cada mil casos de enfermedad, 999 salen indemnes, ¿hay que acusar al patógeno de tanta peligrosidad, o no será más bien otra la causa del deceso (o de necesidad de transplantes)?
Y en tal caso, ¿qué es más sensato?: ¿suministrar millones de vacunas (siempre con potenciales secuelas a causa de la gama de ingredientes no precisamente saludables, como mercurio, que se sabe portan) para evitar los 68 mil casos de hepatitis o asumir la presencia de esos 68 mil casos y, eso sí, encarar las medidas de fortalecimiento, nutrición, higiene, necesarias para que los 68 más castigados salgan también indemnes? Porque los números revelan que no es la cepa la peligrosa, sino otra cosa, por ejemplo, el hambre, la indigencia…
«Ustedes saben la vacuna contra el neumococo es para los niñitos que tienen neumonía, o tienen sepsis o meningitis […]»
Tal vez la presidenta quiso decir que esa vacuna se la supone destinada a evitar neumonía, sepsis o meningitis, pero el libretista tiene escasos conocimientos médicos… y no sabe que las vacunas no se dan cuando está la enfermedad, sino, precisamente para prevenirla…
De todos modos, evitar sepsis… que los niños tengan sepsis, ¿qué significa? Hasta donde llegan mis escasos conocimientos médicos, sepsis es la forma culta o académica de la voz septicemia. Y septicemia alude a infecciones generalizadas y de muy diversa etiología. Ante la septicemia, en rigor, no hay vacuna ni puede haberla. No hubo prevención, por eso surgió la septicemia. En todo caso, lo que habrá será un problemático intento de cura; venciendo, por así decir, la o las infecciones, limpiando las zonas afectadas (y cuando éstas se han necrosado, caso de gangrena, amputando). No atino a entender de qué multísima vacuna podría hablarse en esos casos.
Refiriéndose hoy a vacunas, se hace imprescindible analizar el comportamiento de los laboratorios con la producción, colocación, venta de vacunas y con un momento previo: su elaboración, experimentación y aprobación.
Están pasando episodios demasiado graves como para sólo apostar al médico de M. E. Walsh con su cuatrimotor luchando contra el brujito de Bululú. Esa historia sarmientina de la medicina está obsoleta, o tal vez, mucho peor, se ha ido transformando, como el retrato de Dorian Gray.
Cuando sobrevino la gripe porcina, la N 1H1, la última de una seguidilla inédita, fue diagnosticada por la OMS como pandemia, y llevó a la compra por parte de varios estados nacionales de millones, centenares de millones de vacunas, para salvar la población del planeta. Se comprobó poco después que dicha gripe había afectado en el mundo entero a algunos centenares de personas, en tanto la gripe común cosechó, como cada año, miles que en las dimensiones planetarias pasan totalmente inadvertidos y son demográficamente insignificantes (no, por cierto, para los individuos afectados o sus vinculaciones). Pero la gripe porcina con vacuna incluida reveló tener la centésima parte de la importancia de la gripe que nadie cuida ni controla… La OMS , un poco tardíamente procuró sustraerse del ridículo levantando el «estado de pandemia», pero los laboratorios ya habían cobrado, bien cobrada, su merca.
Pero junto con la revelación de los grandes negocios que significa colocar millones de vacunas para enfermedades casi inexistentes, desde hace tiempo se conoce otro aspecto, francamente más sórdido, más bien al estilo del comercio de órganos.
Se trata de los protocolos de experimentación de vacunas mediante el «consentimiento informado». Porque, al parecer, los laboratorios cuidan mucho, mediante «consejeros éticos», la libre voluntad de quienes son invitados a participar de los experimentos.
Redes de «pesca» de cobayos han sido denunciadas, por ejemplo, en Uganda y en EE.UU. donde durante seis años una red trabajó impunemente en pleno siglo XXI experimentando con un target muy afinado y avieso: hijos adoptivos de poblaciones afros e hispanas. [1] Tras sucesivas muertes y una investigación periodística se logró desmontar «el servicio». Pero si eso pasa «hasta» en EE.UU., imagine el lector lo que pasa en los arrabales planetarios, donde no hay autoridades sanitarias y si las hay son de pacotilla o están encandiladas con el saber que viene envasado del Primer Mundo.
Hace un tiempo, Pablo Calvo, desde el cotidiano Clarín nos reveló que justamente en el caso de una «vacuna experimental», «Multan a responsables de ensayo con niños».
Pero el comportamiento de los laboratorios merece mucho más que una multa (un millón de pesos, que es como un vuelto en muchas de sus operaciones de mercado). Porque lo que se ventila es una cadena de embustes, celosamente eslabonados: la madre que quiere vacunar a su hijo y va al lugar públicamente destinado a ello, pero es desviada a una clínica para cobayos humanos mintiéndole que el servicio de vacunas se ha mudado, que es recibida por quien se declara pediatra sin serlo, se le explica oralmente «el nuevo sistema de vacunación» como muy superior al tradicional y cuando se le hace firmar el «consentimiento informado» −con el cual el laboratorio se cuida por lo que pudiere pasar− se le persuade de ni leerlo porque diría exactamente todo lo que la presunta pediatra ya le ha contado. Sólo que, como aclara el médico Ricardo Mazzanti (de cuya crónica extrajimos los pasos precedentes) [2] en la ‘conversación’ jamás aparece la palabra ‘experimental’…
Pero todo esto, ya de por sí penoso, tiene un agravante y decisivo: en estos estudios los niños mueren como moscas. Es lo que revela el citado médico Mazzanti en el relato que glosamos: la muerte del bebito Carena Maximo.
Aunque para ANMAT el correctivo parecen ser las multas… y las reconvenciones:
«[…] Los motivos [de la multa] son la mala calidad de información que se les dio a los padres sobre el alcance y los riesgos del experimento […].»
«Salió a luz que varios eran analfabetos y no comprendían los términos científicos contenidos en las 13 páginas del consentimiento informado, que es el formulario donde se acepta la inclusión de los niños.
«Tampoco se enteraban cabalmente de los peligros potenciales que encerraba el estudio, según los testimonios recogidos entonces. Por incorporar, monitorear y seguir durante tres años la evolución de los niños, se pagan 350 dólares por cada caso a los médicos que llevan el estudio.
«[…] en por lo menos tres de la madres de los sujetos participantes se denota una comprensión poco clara de los objetivos y condiciones de su participación en el estudio.
No sabían lo que habían firmado, qué cosa.
«El laboratorio había asegurado que el «98 % de los padres o tutores cuenta con algún grado de educación de los cuales el 70% posee educación secundaria o terciaria.» Pero la Dirección de Evaluación de Medicamentos de la ANMAT puso en duda esa información.»
«No se pudo constatar durante las inspección la presencia de dos testigos para la toma del consentimiento informado en el caso de pacientes iletrados, como así [sic] tampoco la evaluación del grado de escolaridad de los otorgantes.»
Sagacidad llamativa de los pesquisas de la ANMAT. No había protocolos seguros, constancias confiables para el 98%, o para el 70%. Husmea que algo anda mal si teniendo el 98% de los padres protocolizados, educación y una buena mayoría nivel secundario o terciario, comprueba la presencia reiterada de población analfabeta. ¿Qué será? ¿Que las escuelas del lugar eran particularmente malas?
La ANMAT reconviene y apostrofa:
«[…] para prevenir trampas y engaños, enfatiza que laboratorios y profesionales deben investigar en un clima de «respeto, consideración y sensibilidad» hacia los participantes sobre todo si viven en comunidades pobres.»
Observe el paciente lector que no estamos hablando de errores procedimentales sino de una política.
¡Pensar que sería tan fácil superar estos inconvenientes! Basta con ofrecer el consentimiento informado a gente de capas medias, alfabetizadas, con discernimiento y ya no tenemos todos los problemas planteados.
ANMAT procura enmendar la plana de estos laboratorios desprolijos:
«La población sobre la cual se desarrolló el estudio estaba constituida por menores de edad provenientes de familias de bajos recursos.
¡ Epa! ¿y el 98% y el 70% de secundarios y terciarios?
«[…] Las personas con tales características son consideradas como sujetos vulnerables […] por consiguiente tanto los investigadores como los patrocinantes deberían haber extremado los recaudos a fin de garantizar el bienestar de los pacientes enrolados […].»
Este pietismo de quienes critican los procedimientos laboratoriles es conmovedor. Pero ligeramente escaso de inventiva. ¿Qué mejor que ayudar a los patrocinadores orientándolos a que dirijan el consentimiento informado a gente culta, de capas medias asentadas, gente que sabe leer del derecho y del revés, para que asuman tales experimentos pero con total conocimiento de causa?
En tal caso, ya ni siquiera habría que «extremar los recaudos» puesto que los invitados a tamaños experimentos, habrían de extremar por sí mismos tales recaudos.
Los multantes, los que critican tan «duramente» el uso de gente como cobayos nos presenta la quintaesencia de sus disquisiciones: «El problema central que presenta la participación de personas vulnerables como sujetos de investigación consiste en que puede implicar una distribución desigual de cargas y beneficios […].»
Exquisita frase, que uno intuye, siquiera borrosamente, que viene con carga ética incluida.
Lamentablemente, no advierte ni otorga posición ética ante, por ejemplo, la muerte de 14 bebitos durante experimentación con la vacuna del neumococo, hoy en día tan ponderada. Claro que los muertitos son santiagueños…
«En este tipo de estudios, en los que se recluta a niños para establecer la seguridad y eficacia de una vacuna, debe atenderse a las necesidades de salud y cuestiones éticas […] el reclutamiento de las comunidades y personas participantes de un ensayo clínico deben ser justos.»
¿Está claro, eeehhh? Mucha ética para ir a buscar a cobayos. Tratarlos con piedad y respeto. Mejorar el lavado de cerebro, para que firmen después de haber leído.
Pero yo me pregunto: ¿por qué no ir a buscar niños, bebitos para la experimentación mediante consentimiento informado, en capas ilustradas? ¿Por qué no buscarlos directamente en las capas altas, que seguramente saben leer aun mejor este tipo de documentos donde es tan importante la coincidencia, la conciencia, la responsabilidad, la perspectiva? Sin duda, va a ser mucho más fácil encontrar gente apta en tales estratos que en la siempre problemática búsqueda entre gente con dificultades, dudas, debilidades intelectuales y cognitivas. ¿No les parece?
Me permito sugerir estas simplificaciones procedimentales en el mismo espíritu, aunque no con el mismo brillo, que el insigne Jonathan Swift mostrara para solucionar el problema de los niños pobres irlandeses, hace ya casi tres siglos.
[1] Mae-Wan Ho y Sam Burcher, «Niños afros e hispanos adoptados de EE.UU. y ugandeses usados como cobayos para drogas», futuros, no 9, Río de la Plata, 2006.
[2] «Crónica de una muerte anunciada», dentro del protocolo COMPAS (vacuna experimental antineumococo diez Valente).
Luis E. Sabini Fernández es Periodista, editor de la revista futuros del planeta, la sociedad y cada uno,
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.