«Vamos a vivir en libertad, de eso no quepa duda. Como tampoco debe caber duda de que esa libertad va a servir para construir, para crear, para producir, para trabajar, para reclamar justicia -toda la justicia, la de las leyes comunes y la de las leyes sociales-, para sostener ideas, para organizarse en defensa de […]
«Vamos a vivir en libertad, de eso no quepa duda. Como tampoco debe caber duda de que esa libertad va a servir para construir, para crear, para producir, para trabajar, para reclamar justicia -toda la justicia, la de las leyes comunes y la de las leyes sociales-, para sostener ideas, para organizarse en defensa de intereses comunes y los derechos legítimos del pueblo, y de cada sector en particular. En suma, para vivir mejor, porque, como dijimos muchas veces desde la tribuna política, los argentinos hemos aprendido, a la luz de las trágicas experiencias de los años recientes, que la democracia es un valor aún más alto que el de una mera forma de legitimidad del poder, porque con la democracia no sólo se vota, sino que también se come, se educa y se cura […] Y si al cabo de nuestros mandatos hemos cumplido con aquellos grandes fines del preámbulo de la Constitución, que alguna vez nos hemos permitido recordar de viva voz, como ofreciendo a la gran Argentina del futuro nuestra conmovida oración laica de modestos ciudadanos, entonces, como lo hemos dicho en más de una ocasión, nada tendremos que envidiar a los grandes personajes de nuestra historia pasada, porque esta generación, la nuestra, tan hondamente agitada por las luchas y las frustraciones de este tiempo, habrá merecido de su posteridad el mismo exaltado reconocimiento que hoy sentimos nosotros por quienes supieron fundar y organizar la República. Con el esfuerzo de todos, en unión y libertad, que así sea.»
Raúl Alfonsín, Mensaje inaugural ante la Asamblea Legislativa, 10 de diciembre de 1983.
Siempre fui malo para los epitafios, en parte porque todavía no he elaborado del todo la idea de mi propio e inexorable final, y en parte por mi escasa afinidad con el género biográfico tradicional. Como corolario de ello, desarrollo mejor las relaciones causales entre los procesos sociales y sus resultados, que la aparentemente más simple semblanza de las personas en tanto individuos particulares.
No obstante, hay personajes que, por su impronta, encarnan un tiempo, y ese es el caso de Raúl Ricardo Alfonsín, quien falleciera anteayer, martes 31 de marzo de 2009, a las 20: 30 horas. Seguro como estoy de que otros harán sus homenajes -y de que los harán mejor, a la distancia-, no puedo, sin embargo y contra todo consejo, pasar esta fecha en silencio.
El por qué de esta extraña deuda es difícil de desentrañar, incluso para mí. Nací en 1978, el año de nuestro infausto mundial de fútbol, y realicé mi entera formación educativa en el sistema de enseñanza pública diseñado por el alfonsinismo. Tuve por docentes a sus más destacados exponentes intelectuales, incluso desde el bachillerato, donde me guió la mano siempre abierta de Raúl Aragón, pero especialmente en la Universidad, de la mano de profesores como Hilda Sábato y Luis Alberto Romero. En cierta incómoda medida, yo también soy un producto de ese tiempo.
La magnitud del acontecimiento quedó fuera de discusión tan pronto se conoció la noticia: diarios del país, de la región y del mundo entero la recogieron en sus portadas, y varios canales de televisión colocaron una señal de luto en su banda televisiva. Señal de luto que el gobierno refrendó, al declarar tres días de duelo nacional por la muerte del veterano dirigente.
¿Qué dijeron? Mientras que los medios argentinos -nótese la semejanza entre Clarín, Página 12, La Gaceta y La Nación en este punto- ponderaron el lugar de Alfonsín como primer presidente del ciclo democrático inaugurado en 1983, que llega hasta nuestros días, los periódicos españoles destacaron especialmente su papel en el acontecimiento que será, probablemente, el epítome de su esquivo legado, a saber, el Juicio a las Juntas Militares -tal es el caso de El País y de El Mundo-. Este último medio no dudó en afirmar que «el primer acto de su gobierno fue ordenar el Nüremberg argentino».
En el plano interno, la muerte de Alfonsín no pudo pasar inadvertida para los principales dirigentes políticos, quienes, por una vez, produjeron algo parecido a ese elusivo y algo engañoso consenso que tanto se les reclama. Así, pudimos ver a referentes tan distantes como Néstor Kirchner, Elisa Carrió, Fernando De La Rúa(sí, ese mismo…), Mauricio Macri, Gerardo Morales, Eduardo Duhalde, Carlos Menem, Cristina Fernández y Julio Cobos, entre otros, rendir un común homenaje a la figura del difunto presidente. Casi todos, de manera sorprendente y hasta reiterada, coincidieron en la fortaleza de sus convicciones.
Este fenomenal consenso en torno a la trascendencia de Alfonsín tiene, indudablemente, un fuerte trasfondo contemporáneo. No ya porque su fallecimiento coincida con el veinticinco aniversario de la democracia que supimos conseguir, sino también por la profunda conciencia, que se extiende entre nosotros, respecto de sus cuentas pendientes desde 1983 a la fecha. Conciencia que el propio Alfonsín fue desgranando en los diversos homenajes -el más reciente, en octubre pasado- que se le hicieron con motivo de aquellos días con que quedará identificado por siempre su nombre, a saber, los días de la recuperación de nuestras libertades públicas. Por sólo mencionar un aspecto, aquella institucionalidad de la que se esperaba que, arrolladora, triunfase sobre los intereses sectoriales para edificar una social democracia moderna con alternancia de partidos quedó reducida, veinticinco años después, a la mera celebración de las continuidades posibles -en primer lugar, la de un régimen político que sigue ganando en años la fortaleza que no obtiene de sus representados, ganados por el desencanto-, y a la preocupación formalista por los procedimientos como fines en sí mismos -algo muy lejano al ideario del primer alfonsinismo, largamente más ambicioso-.
Señalar, luego de veinticinco años, que el mérito principal de nuestra democracia reside en los cuestionables parámetros de su supervivencia suena demasiado posibilista, aún para Alfonsín. Es la marca indeleble de un fracaso, no porque sea inútil o innecesario, sino porque es a todas luces insuficiente. Constatar con exitismo que desde 1983 «no hubo ni habrá más presidentes de facto» supone reconocer la derrota fáctica de las ideas del 83.
¿Qué supuestos comportaba este ideario? En primer lugar, ya se ha dicho, la esperanza de revertir el ciclo de conflictividad a partir de su encauce institucional. En segundo término, la impresión, por parte del alfonsinismo, de un amplio consenso societal sobre el papel del Estado como garante del interés general frente sectores económicos, corporaciones y particulares. En último término, que la reponsabilidad de los políticos profesionales -de los cuales Alfonsín fue, a la vez, un pionero y un promotor- residía en contener los conflictos en el margen estrecho de los pasillos estatales, desmovilizando activamente a la sociedad como mecanismo para evitar enfrentamientos.
Como agudamente observó Escriba hace poco tiempo, estos conceptos estaban presentes en su totalidad ya en la campaña de 1983, y recorrieron la gestión de Alfonsín, así en las buenas -el Juicio a las Juntas- como en las malas -el Punto Final, la Obediencia Debida, las Pascuas de abril del 87, y la lista sigue-. Escriba insiste en esto: «La tragedia de Alfonsín, de algún modo, ya está pautada por su campaña electoral. Quien cree que los políticos profesionales son apenas mediadores entre la ciudadanía y los actores «corporativos», que la movilización es negativa, que siempre será peor lo que pueda pasar si se dice «no» que si se entrega -una idea fatalista de la ética de la responsabilidad, el «teorema de Baglini»- tiene más posibilidades de terminar como terminó Alfonsín. En la cola donde se paga la cuenta de las decepciones y las deudas de la democracia.»
En cualquier caso, resulta válido concluir, de manera provisional, que el alfonsinismo despertó, como proyecto y como gobierno, esperanzas de una magnitud similar sólo a las decepciones que produjo. Inauguró un tiempo -el nuestro- que derivó, tras peripecias diversas, en una suerte de retorno al punto de partida: el sentido de la democracia -ya que no su continuidad- sigue en juego cada día en el que, desde su amparo, no se come, no se cura, o no se educa.
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