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Rebeldía y guerra de clases: de Pavón al Centenario

Fuentes: Huella del Sur

De los montoneros a los anarquistas es un libro breve de autoría de David Viñas, publicado por primera vez en 1971. Esta intervención historiográfica coincide en el tiempo con el apogeo de la antinomia entre liberales y revisionistas en los debates históricos., en un momento en que las discusiones acerca del pasado nacional alcanzaban una masividad y entusiasmo inusitados, iluminado por la esperanza revolucionaria.

La otra coincidencia imposible de eludir es su coexistencia en el tiempo con las acciones de la organización armada Montoneros. Esa correspondencia invitaba a trazar una línea de contacto entre las luchas del pretérito y las de aquel presente radicalizado y combativo.

En medio de ese debate terciaban algunos autores de inspiración marxista. La mayoría terminaba encabalgando algunas categorías de prosapia marxiana con un enfoque cuya resultante concreta era una amplia concordancia con uno de los polos de la discusión.

Así, por ejemplo, Rodolfo Puiggrós y Jorge Abelardo Ramos, empeñados en buscar desde la izquierda una visión nacional que adoptaba tintes esencialistas afines al nacionalismo tradicional.

En contraposición, los escritores vinculados a la izquierda tradicional, socialista o comunista reproducían en líneas generales la tradición liberal. Compartían con ellos el repudio a los caudillos y la devoción por la constitución de 1853. En algún caso, llegaban a hacer el elogio de Bernardino Rivadavia, favorecedor del latifundio e iniciador del secular endeudamiento del país.

Viñas se propone superar a las distintas corrientes, a las que adjudica una orientación burguesa en común, más allá de discrepancias y polémicas. Escribe: “… esas dos posiciones (liberalismo y revisionismo) son revés y derecho del pensamiento burgués (…) ha llegado el momento de lograr una síntesis que abarcando lúcidamente el pasado resulte operativa en este presente.”.

Allí está explicitada la proyección del debate histórico sobre los modos de pensamiento y acción en su presente. El escritor de Literatura argentina y política no se halla enamorado de la “distancia crítica” y menos aspira a alguna forma de “neutralidad”.

Más elocuente aún que esas consideraciones iniciales es la advocación bajo la que se coloca la obra: A la memoria de Simón Radowitsky reza la dedicatoria. El seguimiento del itinerario de las rebeliones montoneras a los alzamientos ácratas está inspirado para el autor por un acto de violencia. Acción que actuó como vindicta de las masacres iniciales cometidas contra la clase obrera argentina.

Dominadores y explotados, del siglo XIX al XX

Viñas toma una secuencia temporal que va desde la segunda mitad del siglo XIX hasta los comienzos del siglo XX. Hace la historia de las rebeldías. Una de sus preocupaciones es seguir el trayecto de las clases subalternas sin hacer un corte entre los inconformismos rurales, que enfrentaron a las políticas de Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento y las protestas obreras que jalonaron el transcurso de 1880 al centenario.

Ha cambiado el sujeto popular implicado y el escenario de la lucha. De gauchos, campesinos e indígenas a obreros. De nativos a migrantes. Del ámbito rural a las grandes ciudades. La lógica sigue siendo la de la lucha de clases. Y la dominante continúa expresada por una burguesía terrateniente asociada al creciente dominio británico sobre las inversiones externas y el comercio internacional de nuestro país.

Los liberales (y los izquierdistas afines) menospreciaban las rebeliones rurales como mero resabio de descontento de sectores “atrasados” frente a un progreso capitalista ineludible. Los veían como movimientos sin futuro, de sectores sociales a punto de ser borrados de la historia.

El revisionismo (y los marxistas que lo secundaban) menospreciaban el potencial cuestionador de las protestas obreras. El protagonismo en ellas de migrantes europeos las apartaba de la narración sobre “lo nacional”.

Quedaban equiparadas a un interludio con mucho de desvío, previo a la “nacionalización” efectiva de la clase obrera, con el advenimiento del peronsimo. Cuando ya el migrante interno había reemplazado en buena parte al europeo en la composición de los trabajadores asalariados.

Viñas irrumpe en fundamentado disenso con todas las posiciones anteriores. Quiere hacer historiografía marxista, a propósito de una sociedad atravesada por el conflicto de clases. Uno en que los sujetos se modifican, no la raíz del enfrentamiento.

Desde Pavón a López Jordán

El libro oficia como un juicio abierto a la política de los “burgueses conquistadores” que unifican y consolidan al Estado argentino después de Pavón. Evoca de algún modo al De Mitre a Roca de la sección correspondiente de la historia argentina de Milcíades Peña, incluida la “consolidación de la oligarquía anglocriolla” que le sirvió de subtítulo.

Claro que, en una buena decisión, Viñas cuenta la historia desde abajo, o mejor, desde las rebeliones venidas de abajo. De los oponentes al “progreso” que la conquista burguesa imponía a sable y balas.

El punto de partida, como escribimos arriba, es Pavón. Batalla de resultado ambiguo en la que Justo José de Urquiza le deja el campo libre a Bartolomé Mitre. Instancia que marca un alto en las reyertas en el interior de la burguesía.

Da inicio a una etapa en la que desde el Estado nacional se busca la eficaz instauración del monopolio de la fuerza y la ocupación cabal del territorio. Lo que no lleva aparejado todavía que cesen las guerras civiles ni que se instaure un régimen político estable.

Desde la provincia de Buenos Aires se emprende hacia el norte el camino del disciplinamiento violento, desplegado en el descabezamiento de las resistencias armadas. Decapitación no sólo metafórica, si atendemos a la cabeza de Ángel Vicente Peñaloza clavada en una pica después de su asesinato en Olta.

La clase dominante había identificado un enemigo y se abocó a erradicarlo o neutralizarlo. Su proyecto de nación no incluía a los elementos “bárbaros” insusceptibles de participar en la modernización europeísta que se procuraba llevar a cabo. El “Chacho”, Felipe Varela y Ricardo López Jordán serán los sucesivos valedores de la resistencia armada que se oponía a la extinción por la vía del “progreso”.

La oposición a la guerra del Paraguay es también un frente clave de la confrontación con los señores de Buenos Aires. Los pobres del interior no querían combatir contra los paraguayos en alianza con el imperio brasileño. Nada los convocaba a esa lucha, sólo la fuerza podía arrastrarlos.

Las levas masivas a los cuarteles están estrechamente ligadas a la formación de las montoneras. La deserción como acción individual puede dar lugar a la insubordinación colectiva. A armarse para la defensa del propio ámbito en lugar de ser sumado a cuarteles cuya lógica les es ajena.

Varela y los otros caudillos que se alzan al norte y al oeste encarnan ese rechazo. En el caso del catamarqueño hasta produce una proclama latinoamericanista. Portadora de una idea de nación diferente de la que bajaba desde el poder.

Viñas se refiere con frecuencia a la inferioridad militar de las montoneras. La táctica de las chuzas y las tercerolas contra la del rémington, el telégrafo y las ametralladoras. Podían hacer bien la guerra de guerrilla, la escaramuza escurridiza. Pero quedaban siempre abocados a la derrota en batallas campales. Uno y otro aparato militar no eran de poderío equiparable.

Es un enfrentamiento también desigual en cuanto a bagaje cultural. Sarmiento, teórico del programa de superación de la “barbarie” por la “civilización”, que traza todo un proyecto de modernización, se enfrenta a un jefe analfabeto como Peñaloza. En otros casos el contraste no es tan fuerte. Pero es claro que los intelectuales orgánicos de la burguesía están sobre todo de un lado.

Con todo el autor destaca el papel de Juan Bautista Alberdi, José Hernández y Carlos Guido y Spano. Primero denunciantes de Sarmiento como asesino del Chacho. Y luego adversarios activos de la guerra que destruirá al Paraguay. El artífice de Martín Fierro se suma a López Jordán. No hay unanimidad, pero los disidentes no saltan el cerco de clase. Alberdi termina sus días loando a Julio Argentino Roca.

La burguesía sustentaba un programa liberal para ella no incompatible con el avasallamiento de las libertades cuando éstas eran las de las clases subalternas. A ellas les niegan los derechos políticos e incluso la posibilidad de una existencia autónoma, al margen del propósito de ingreso subordinado de la sociedad argentina al mercado mundial.

Escribe Viñas “…la aparente racionalidad de la teoría liberal se tornaba en irracional en su práctica porque debía imponerse compulsivamente. Podría ser progresiva, pero jamás llegó a ser democrática. Y su pretendida universalidad demostraba su falacia cuando era rechazada por las mayorías. Y cuando creía liberar, sometía como nunca.”

Hay otras línea en la obra a la hora de explicar las rebeliones: La capitulación de Justo José de Urquiza frente al poder de Buenos Aires y la consiguiente decepción de sus antiguos seguidores. Los primeros, el Chacho, Varela, dejan de contar con él y experimentan la soledad frente al agobiante poderío económico, político y militar porteño. López Jordán, el más cercano a él, lo mata.

Y luego se alza en armas una y otra vez. Hasta que él también termina asesinado. El ciclo del federalismo inconformista se ha cerrado.

Estos caudillos de tierra adentro levantaban la causa de un heterogéneo conjunto de postergados y pobres del campo. Productores rurales arruinados, artesanos hundidos por la competencia extranjera, grupos indígenas; mineros, en el caso de La Rioja. Todos tenían su mayor enemigo en Buenos Aires.

Las muertes de poderosos

Dos atentados surcan el libro. El que elimina a Urquiza y el que termina con Ramón Falcón.

¿Cuál puede ser la relación entre un adolescente ruso, migrante reciente, como Radowitsky y un comandante de milicias nacido y vivido en Entre Ríos? Son momentos y circunstancias diferentes. Pero ambos son actos violentos inspirados por un afán de justicia.

Los dos vengan muertes cometidas a manos de un poder inexorable e impiadoso. Montoneros primero, obreros después, han sido puestos en la picota por un Estado destructor.

El autor de Indios, ejército y frontera va en búsqueda de los elementos de continuidad en las rebeldías de la segunda mitad del siglo XIX y principios del siguiente. Como escribimos más arriba, se opone al corte que otros autores trazan entre las clases explotadas de la “Argentina criolla” y las que actúan ya en épocas de inmigración. Va en procura del hilo conductor entre el espacio abierto de las pampas y el conventillo asfixiante.

Los comienzos del siglo pasado encuentran a Argentina en rol también periférico pero más “avanzado”. De la exportación de cueros y carne salada para consumo esclavo a abastecedora del mercado británico con carnes de elevada calidad manufacturadas en grandes frigoríficos.

Del predominio agrario casi absoluto a una industrialización incompleta y a la vez relevante. De conflictos entre terratenientes contra arrendatarios o peones al choque entre patrones y obreros, en una geografía social propia de un capitalismo más avanzado.

El escenario muta del campo abierto y poco poblado a la ciudad cosmopolita en acelerado crecimiento. En sus avenidas y palacios la oligarquía construía en Buenos Aires su ideal de Europa transatlántica en tránsito a la prosperidad por tiempo indefinido. El movimiento obrero naciente venía a constituir una realidad incómoda para ese prospecto idílico.

Y una amenaza en cuanto comienza la organización y la protesta. Nueva Pompeya o Parque Patricios podían sitiar al selecto mundo de las residencias sobre Avenida Alvear. Al menos esa era la fantasía de una “alta sociedad” sacudida por el temor a “malones” urbanos impensados hasta poco antes.

La clase obrera rebelde de origen migrante constituye una de las grandes decepciones de los prohombres del liberalismo. Viñas lo remarca. El programado emplazamiento rural, dificultado por el restringido acceso a la tierra, se ha convertido en masiva radicación urbana.

El rubicundo norte de Europa se ha visto reemplazado por población mediterránea. Y la mentalidad de esfuerzo individual, acatamiento al orden social y relativa prescindencia política no ha sido parámetro universal. Una porción sustantiva de los obreros son ácratas.

En el lapso tratado por el libro, la clase dominante y su aparato estatal se dedican a aunar los tres factores fundamentales de producción: La tierra que le conquistan a gauchos e indios, el trabajo que allegan con la inmigración a un país poco poblado y el capital, que viene de la Gran Bretaña, orientadora y protectora de la integración económica nacional en el mercado mundial

Los tres componentes indispensables para que una economía capitalista funcione son allegados en la etapa formativa del cambio de siglo. El problema es que el “factor trabajo” se apresta a enfrentar al capital.

Son la contracara del sueño “civilizador”. Se organizarán para combatir su situación de desamparo. Fundarán sus sindicatos, sus periódicos, sus círculos de estudios. No están dispuestos al sometimiento pasivo. Han traído de Europa las ideas que impugnan al capitalismo. Ese pensamiento no es una “flor exótica” sino que da respuestas a la situación penosa que viven.

El sistema de poder consolidado por la “generación del ochenta” ya está dotado de ocupación territorial efectiva; capital federal, moneda nacional, servicio militar obligatorio, sistema educativo público, relativa autonomía frente a la iglesia. Siente el desafío del naciente movimiento obrero y se dedica a construir los mecanismos para combatirlo.

En primer lugar lo repele desde una perspectiva racista. El migrante es inferior, trae “en la sangre”, el resentimiento e incluso la locura. Si no adopta una actitud pacífica, si desobedece no merece integrarse a la comunidad nacional. Puede hacerse acreedor a la expulsión. De ahí hay un paso a la “ley de residencia”.

No hay liberalismo en el trato con los activistas obreros. Sólo coerción: Los sables del escuadrón de caballería, el hostigamiento a las organizaciones obreras, la destrucción de los locales donde se imprimen los periódicos, la salida forzosa del territorio nacional.

La bomba justiciera en las vísperas del Centenario

Los trabajadores experimentaban la explotación y la miseria en medio del festín de los beneficiarios del creciente comercio de exportación y las florecientes inversiones extranjeras. Arrostran las condiciones de vida que describe con crudeza Juan Bialet Massé en su Informe sobre las clases obreras en el interior de la república.

Ramón Falcón, coronel del ejército y jefe de policía ya había reprimido la huelga de los conventillos de 1907. Décadas antes había tomado parte en la “conquista del desierto”. Un “duro” al que desde la cúspide se visualiza casi como un “salvador de la patria”.

Era el adalid de una policía que ya se especializaba en la lucha contra los trabajadores. Lanza a sus “cosacos” a la caza de manifestantes, incluidas mujeres y niños. Es el brazo armado de una clase que quiere hacer sentir el rigor del poder estatal ante cualquier amago de disconformidad activa. Sus hombres matan sin piedad, a decenas de manifestantes el 1 de mayo de 1909.

Un jovencito ruso, obrero y migrante, se encargará de vengar a su clase. Arma la bomba para terminar con el arrogante coronel matador de trabajadores y la arroja sobre su carruaje. Lo detienen, por menor de edad se salva de la pena de muerte. Le toca en cambio el penal de Ushuaia. A renglón seguido, una ley llamada de “Defensa Social” apuntala y amplía el andamiaje jurídico de la guerra de clases.

Viñas cierra el libro con un refuerzo adicional de la secuencia de continuidad al menos simbólica entre los rebeldes de dos épocas:

En forma simbólica, los anarquistas vengan a los montoneros. Es que a lo largo de un circuito de cincuenta años, los verdugos de la elite empiezan a convertirse en víctimas y su agresividad expansiva en sobrevivencia y repliegue. Por eso, la acción aparentemente individual de Radowitzky prefigura la muerte de un sistema.”

Como hoy sabemos, la clase obrera argentina pudo acorralar al sistema capitalista pero no aniquilarlo. Y la violencia asesina fue prodigada una vez tras otra en preservación de la desigualdad y la injusticia. Los ciclos históricos se han revelado más extensos y accidentados que los que preveía un intelectual militante a comienzos de la década de 1970.

Ello no quita nada de valor a la obra, representativa de una historiografía heterodoxa que supo escalar puntos más altos que la posterior, a menudo encerrada en exceso en los recintos académicos. El autor coexistió después con el academicismo exacerbado de la “transición a la democracia” sin adherir a sus postulados, más bien hostilizándolos.

Más de medio siglo más tarde, volver a su lectura no es sólo una experiencia grata sino un retorno necesario al conocimiento sobre un ciclo de rebeliones populares que no se encuentra cerrado.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.