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Recuerdos del Quintazo

Fuentes: Rebelión

Imagínense ustedes por un momento una comunidad estudiantil sin «redes sociales» ni teléfonos celulares; sin internet ni twiter. Cientos, miles de estudiantes tomando el predio de la universidad, movidos solamente por el mensaje boca a boca, la determinación, la conciencia y la militancia política. En 1972 el que escribe estas líneas era muy joven; casi […]

Imagínense ustedes por un momento una comunidad estudiantil sin «redes sociales» ni teléfonos celulares; sin internet ni twiter. Cientos, miles de estudiantes tomando el predio de la universidad, movidos solamente por el mensaje boca a boca, la determinación, la conciencia y la militancia política.

En 1972 el que escribe estas líneas era muy joven; casi un adolescente. Acababa de terminar el ciclo secundario en el Instituto Técnico de la UNT, todavía con algunas materias pendientes, y se aprestaba a inscribirse en la UTN, decidido a «independizarse económicamente»; a trabajar y estudiar de noche. Sin embargo, acumulaba ya una cierta experiencia militante y de participación en el primer Tucumanazo como estudiante secundario; como un joven militante de base. Uno de los tantos miles.

La explosión de lucha estudiantil en junio de ese año, cuya expresión más álgida fue el Quintazo, fue una expresión local del creciente activismo juvenil en todo el país producto de la persistente lucha obrera y popular contra la dictadura militar.

Ser joven era sinónimo social de ser miembro activo de ese proceso. Aunque creíamos ser sujetos motores de la historia, éramos en realidad objetos de la misma. Una historia argentina que se comenzó a escribir en las fábricas de la Fiat-Concord en Córdoba, en 1969: la historia del despertar de lucha independiente de la clase obrera argentina. Con algunos antecedentes propios, en Tucumán esa historia nos arrastró con total naturalidad; con la objetividad de un proceso en el que el «elemento subjetivo» -la conciencia política- normalmente viene por detrás del proceso social. En otras palabras: no necesitamos entonces «revelación política» alguna para entregar lo mejor de nuestra juventud a la lucha.

La toma de la Quinta Agronómica adquirió aspectos de verdadera lucha popular de masas. La Avenida Roca, desde los predios universitarios hasta la Avenida Alem, era territorio liberado. Por varios días, no circularon vehículos de ningún tipo. Era una arteria desolada, con cascotes desparramados entre barricada y barricada, con grupos de estudiantes con los puños en alto que circulaban a todo momento por la misma, y a los que se unieron jóvenes trabajadores de las barriadas populares vecinas.

El predio universitario era de los estudiantes. Sin duda alguna era de los estudiantes. Caminar por los pasillos de la universidad era una sensación muy especial para todos los que allí estuvimos. Casi en cada rincón o aula se discutía política. Las asambleas y reuniones eran frecuentes. No sólo se actualizaba a los estudiantes sobre los acontecimientos que se estaban desarrollando, sino que de manera extraordinaria se aprovechaba el tiempo para discusiones teóricas de un nivel intelectual extraordinario. Era muy común encontrarse en un pasillo o aula con un activista dirigiéndose a un grupo de estudiantes, versando sobre teoría marxista con profundo conocimiento de los clásicos. No era raro escuchar extensas citas textuales de Marx, de Lenin, de Trostski. Algunos otros estudiantes simplemente agarraban una guitarra y cantaban en grupo. Pero la decisión de si cantar una zamba o un tema de rock era objeto de extensos planteos intelectuales sobre la diatriba «música nacional» versus «música extranjerizante». Al final, la guitarra igual sonaba y todos cantaban.

Las organizaciones políticas estudiantiles realizaban sus reuniones de células o de grupos de facultades en los mismos pasillos de la universidad. La «clandestinidad» estaba garantizada por todos. Uno podía fácilmente advertir cuando se trataba de una reunión de discusión pública -y por lo tanto participar de la misma- o de una reunión partidaria.

La izquierda revolucionaria argentina, y por lo tanto la tucumana, era un verdadero mosaico bizantino de grupos y hasta de grupúsculos. Los partidos tradicionales de esa izquierda se habían fragmentado y astillado al fragor del despertar independiente de la clase obrera, y las estructuras burocráticas de algunos de esos partidos tradicionales eran furiosamente rechazadas por la juventud en lucha. Buscábamos construir un nuevo partido de los obreros socialistas. Rechazábamos el llamado de esos partidos tradicionales a plegarse al «Gran Acuerdo Nacional», la nueva trampa de salvataje del sistema capitalista argentino.

Yo pertenecía a uno de esos fragmentos o astillas: un minúsculo grupo local, tucumano, llamado Círculos de Estudiantes Socialistas, nacido como resultado de un fraccionamiento del Partido Revolucionario de los Trabajadores – El Combatiente.

Permítanme en este punto rendir homenaje a algunos compañeros que ya no están: Mossi, Cachi, la Negra Lidia, el Chino Décima, el Chato Gargiulo. Jóvenes tucumanos que cayeron luego de 1976 víctimas de la más sangrienta de las dictaduras. Esos jóvenes estuvieron presentes en El Quintazo, y ni se imaginaban entonces que eran objetos de una historia que devendría en masacre. Mi memoria y mi eterno respeto estarán siempre con ellos.

El Quintazo, como todo movimiento de masas, utilizó las armas de la lucha de masas. La barricada, la honda, las piedras. Hubo algunos compañeros miembros de la incipiente (por esos años) organización guerrillera foquista -el PRT- que portaban armas dentro de la Quinta Agronómica, pero nunca llegaron a usarlas. No tenían verdadera intención de hacerlo, y la masa estudiantil aprendió a respetar y a aceptar el hecho de que las cargaran, aunque no fueran parte de la lucha de masas.

Me tocó presenciar, casi al final de los hechos, la captura de un «botón» de la policía provincial -un policía infiltrado en las filas estudiantiles- y pude ver cómo un compañero, con mucha habilidad (seguramente un miembro de una de las organizaciones foquistas) quitaba el cargador de la Ballester-Molina y removía la bala de la recámara antes de entregarla a la dirección estudiantil del conflicto. Creo recordar que esa arma fue devuelta a la policía.

No son los «aspectos militares» de la lucha los relevantes en esas jornadas. En realidad no hubo aspecto militar alguno. Todos han visto hoy las fotos de la gigantesca honda construida por los estudiantes y emplazada en plena Avenida Roca. Era enorme; casi dos metros de altura, montada sobre tablas con ruedas. Aunque las imágenes de las fotos puedan hoy despertar cierta fantasía de sofisticación, la honda fue en realidad el producto de imaginación pueril de un grupo de estudiantes que realmente pensaba que era posible ser usada como arma de autodefensa. Que yo sepa, nunca disparó; por lo menos no efectivamente. Pero ahí quedó, en la historia y en la leyenda.

Luego de casi una semana de lucha, en la que las fuerzas policiales fueron indiscutiblemente superadas por la masa estudiantil, llegó la hora de enfrentar al ejército. O sea, llegó la hora de la derrota.

No recuerdo las fechas. Sí recuerdo la asamblea estudiantil (no tan masiva como las anteriores) donde se decidió democráticamente que era imposible enfrentar al ejército de igual a igual, y que era necesario «rendirse» a cambio de garantía por la integridad física de todos los estudiantes.

Y así se hizo. Fue gracias a la cobertura mediática que el proceso de cargar estudiantes en camiones y ómnibus del ejército argentino se hizo sin mayores verdugeos ni golpes. Fuimos cientos de estudiantes los que subimos a una fila de vehículos con las manos en alto o en la nuca.

Hugo «el Chato» Gargiulo -quien ya había estado en prisión durante la dictadura de Onganía- nos dijo con justa razón que él no podía caer otra vez preso, que esa detención tendría para él consecuencias graves. El resto de los compañeros asentimos, y vimos cómo El Chato se adentró de nuevo corriendo hacia los vacíos predios de la universidad. Luego supimos que pasó la noche entera escondido dentro de un ducto de calefacción, y que al día siguiente consiguió saltar la alambrada sur y refugiarse en la casa de un obrero. Sobrevivió. Por lo menos en ese momento sobrevivió.

Al resto de nosotros nos hicieron subir a camiones y nos llevaron a los predios de lo que era entonces el «Regimiento 19 de Infantería», al oeste de la ciudad. Nunca en mi vida había visto tan de cerca fusiles amenazantes, y tuve miedo.

Allí advertimos enseguida que estábamos en manos de «colimbas» (soldados conscriptos) jóvenes como nosotros (en esos años el servicio militar era todavía obligatorio), miembros del pueblo argentino. Nos miraban con una mezcla de respeto y admiración. Pero los oficiales y suboficiales eran de temer.

En la semana subsiguiente nos sacaron de a pequeños grupos «a declarar». A ficharnos con un prontuario en una dependencia policial. A mí me tocó salir positivo en la obsoleta «prueba de la parafina» (prueba de haber disparado un arma de fuego). El aparato legal de la dictadura necesitaba mostrar al público que los estudiantes eran monstruos que abrían fuego contra la policía, y a mí me toco por suerte ser «evidencia» de algo que nunca ocurrió. Afortunadamente no hicieron uso posterior de ese prontuario.

Dentro de las «cuadras» de colimbas que abrieron para encerrarnos, los estudiantes nos organizamos inmediatamente eligiendo delegados representativos, y casi de inmediato comenzamos a plantear reivindicaciones. Las condiciones de detención eran malas, peor que las de los colimbas. Lanzamos una huelga de hambre ante la pésima comida y terribles camas-cucheta que nos dieron. La respuesta fue quitarnos hasta los horribles colchones.

El lector seguramente se va a reír, pero los estudiantes respondimos con más lucha: hasta gritamos una consigna totalmente ridícula, motivada por nuestra juventud, inexperiencia y tal vez desubicación total respecto a la naturaleza de nuestra propia situación: «¡Un solo grito: colchones bien blanditos!». Cuando pienso hoy en la terrible puerilidad de esa «consigna» no puedo evitar una sonrisa y a la vez cierta vergüenza.

Pero éramos jóvenes, muy jóvenes. Puerilidad es a la vez inexperiencia e inocencia transformadora en la lucha por la utopía, y dicen que es una cualidad de los jóvenes. Pero no hay política revolucionaria sin utopía revolucionaria. Sólo a la clase dominante, a los dueños del poder, la utopía revolucionaria le puede resultar una puerilidad.

Para terminar: ser jóvenes no significaba en ese entonces seguir «revelaciones políticas» «verticales» ni «transversales» sin cuestionamiento o reflexión. Todo lo contrario. Cuestionar la autoridad era el tono de la época. Éramos, como dije antes, objetos de la historia que se nos impuso por generaciones, y el despertar de la lucha obrera nos colocó a los jóvenes en una posición de buscar por propios medios una identidad y objetivos propios, coherentes con el desarrollo objetivo del proceso social.

Cuando escucho hoy del «despertar a la militancia» de la juventud argentina actual, basada en una supuesta «revelación» de tal o cual político burgués, no puedo dejar de notar la contradicción que yace entre el espíritu renovador de la juventud y la actitud geriátrica de amoldarse a la «transversalidad» de los buenos bonapartistas gobernantes. No es ese el verdadero rol de la juventud. A los jóvenes de hoy corresponde tomar el camino de la crítica y el cuestionamiento, de ser parte de la lucha de los obreros y oprimidos por la transformación revolucionaria de la sociedad capitalista.

 

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.