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Reflexiones a propósito del 3 de diciembre

Fuentes: Rebelión

El lunes 3 de diciembre se cumplieron veinte años del último sublevamiento militar «carapintada», liderado por el coronel Mohamed Alí Seineldín. El silencio en que pasó la fecha es una evidencia más de lo lejano que parece aquel sombrío pasado en que el poder militar hacía los deberes en el marco de una política democrática […]

El lunes 3 de diciembre se cumplieron veinte años del último sublevamiento militar «carapintada», liderado por el coronel Mohamed Alí Seineldín. El silencio en que pasó la fecha es una evidencia más de lo lejano que parece aquel sombrío pasado en que el poder militar hacía los deberes en el marco de una política democrática incapaz de canalizar los intereses de los actores sociopolíticos predominantes.

Pero el último levantamiento no tuvo, ciertamente, ese marco, ni ese programa. La democracia argentina, con apenas siete años de vida, había demostrado cinco años antes la decisión suficiente como para llevar a juicio a los criminales más notorios de la dictadura militar iniciada en 1976. Es cierto, terminó predominando la muy alfonsinista consigna de «mucha verdad y poca justicia», pero en aquel momento se trató de un hito continental -en rigor, lo sigue siendo-.

Tres años antes, en ocasión del levantamiento de Semana Santa, miles de hombres y mujeres de todos los rangos etarios y de todas las pertenencias partidarias, incluido el peronismo, habían llenado las plazas y rodeado el destacamento de Campo de Mayo, donde se hallaban los sublevados, en una exigencia clara y sin precedentes para que depusieran su actitud.

La cultura política del país había cambiado decisivamente, y aunque una cultura demnocrática es siempre una obra en progreso, había retrocesos que la sociedad civil no estaba dispuesta a negociar. No me detengo aquí a juzgar a la dirigencia política, y en especial al presidente Alfonsín, cuya pauta básica de conducta parece haber sido la de avanzar siempre y cuando no estuviese en riesgo el orden institucional.

Tampoco en el aspecto específicamente reivindicatorio se trataba de un alzamiento similar a los anteriores. Estrictamente defensivo, éste trataba de levantar a la suboficialidad, al mismo tiempo, contra los Estados Mayores y contra los gobiernos constitucionales, a los fines de tensar un poco las cuerdas de un control civil que avanzaba implacable, sobre la base de los juicios de derechos humanos, pero también del desguace del complejo industrial militar local. Fue, en ese sentido, un reclamo casi sindical por parte de quienes otrora identificaban el control de los fierros con el destino nacional.

El 3 de diciembre de 1990 tampoco fue similar a sus precedentes en la medida en que empezó y terminó con sangre. Hasta ese momento, por regla general, los levantamientos incluían acuartelamientos, planteos, pero excluían tanto la acción violenta de los sublevados, como -mucho más significativamente- la opción de una represión en regla por parte de las fuerzas «leales». El 3 de diciembre, como dijimos, fue distinto en todo sentido.

Las evidencias existentes a la fecha sugieren fuertemente que el gobierno de Menem conocía de antemano y con detalle los planes de los sublevados, por lo que puede excluirse, en su decisión de no intervenir o prevenir sus planes, toda consideración de seguridad. De lo que se trataba, antes bien, era de generar las condiciones ideales para un castigo ejemplificador que disciplinase definitivamente al poder militar, completando la transición hacia un firme control civil de las Fuerzas Armadas.

Y el resultado fue precisamente éste. Para el historiador Daniel Mazzei, estos rasgos hacen del último levantamiento una fecha de especial significado en el plano de la transición y consolidación de un orden democrático. Según Mazzei,

«El 3 de diciembre de 1990 significó la derrota definitiva de la alicaída facción «carapintada» y la consolidación al frente del Ejército de un sector profesionalista que desplazó a la cúpula liberal y procesista que conducía la institución desde 1983.» (1)

En efecto, ese fue uno de los corolarios de la coyuntura: el poder militar quedó decisivamente subordinado al poder civil, y desde entonces, salvo excepciones puntuales y menores, la autonomía militar no ha hecho otra cosa que bajar.

Pero en esa Argentina convulsionada de fines de los años ochenta, otros factores estaban amaneciendo a la vida, con los fines de condicionar o limitar la fuerza de la democracia a través de las instancias económicas. Desde la crisis de la deuda (1982), los países del continente venían sufriendo la aparición y gravitación política de los poderes financieros, locales e internacionales, como un límite concreto a las posibilidades de ejercer su soberanía.

En la Argentina, esos novedosos factores de poder que con los años serían llamados, genéricamente, «los mercados», habían hecho su debut bajo la propia dictadura, durante el interregno de Viola, y eran uno de los descendientes directos del Plan Martínez de Hoz y de su reforma financiera.

La consolidación de estos factores alternativos fue ilustrada en los hechos por el difícil tramo final que debió soportar el gobierno de Alfonsín, acechado por una economía cada vez más reacia e incontrolable por el Estado. El nuevo circuito financiero y mediático pudo, incluso, reconocer el nuevo estado de cosas con la brutal sinceridad de un Julio Ramos. Para Ámbito Financiero, la caída de Alfonsín demostraba que «esta Argentina democrática no quiere más golpes de Estado militares pero ha adoptado una estrategia para defenderse de la demagogia de los políticos» (2)

El relevo estaba a la vista. La Bolsa, los «mercados», el Fondo Monetario y demás asociaciones de interés locales e internacionales darían, desde entonces, su veredicto sobre cada decisión oficial que afectara dichos intereses. Más civilizados, pero igualmente decisivos, dejarían en claro sus preferencias políticas cada vez que fuese necesario -recuérdese, en este sentido, la semana previa a las elecciones presidenciales de mayo de 1995-.

Conquistar la soberanía, consolidar la democracia, son tareas siempre inacabadas. Sólo un Estado democrático fuerte, con el respaldo institucional y popular necesario, y en condiciones de soportar las presiones del establishment, puede garantizar una efectiva realización de la voluntad popular. Ese es el camino que la Argentina, gradualmente y no sin retrocesos espectaculares, viene recorriendo desde 1983. Esa es, también, la medida de lo que falta.

Notas:

(1) Mazzei, Daniel: «¿Cuánto duró la Transición democrática?», ponencia presentada en las V Jornadas de Trabajo sobre Historia Reciente, UNGS, Los Polvorines, 2010.

(2) Ámbito Financiero, 15 de diciembre de 1989.

Ezequiel Meler, Profesor de Historia. FFyL – UBA