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A propósito del permanente discurso de los medios de comunicación sobre la “inseguridad”

Robar

Fuentes: Rebelión

Se dice que la profesión más antigua del mundo es la prostitución. Sin embargo, tan vieja como ella al menos, es la práctica que algunos tienen de quedarse con lo que a otros pertenece. Es obvio que las características propias del «ser humano» son el caldo de cultivo para que ello ocurra. Las hay del […]

Se dice que la profesión más antigua del mundo es la prostitución. Sin embargo, tan vieja como ella al menos, es la práctica que algunos tienen de quedarse con lo que a otros pertenece. Es obvio que las características propias del «ser humano» son el caldo de cultivo para que ello ocurra. Las hay del tipo «natural», instigadas por la necesidad para subsistir y el instinto de conservación; pero también las hay del tipo «cultural», creadas por el desarrollo de la civilización y la organización social. El constante avance en los logros civilizatorios de la Humanidad, distribuidos de manera arbitraria y desigual, ha modelado esa forma deshonesta de «ganarse» la vida.

Sin embargo, cuando uno se detiene a analizar hilando un poco más fino en el asunto, comienza a preguntarse cuál es la causa y cuál la consecuencia: si la distribución desigual de los beneficios de los avances en los conocimientos para el manejo de los recursos no tiene que ver con «designios místicos o naturales», deben tener que ver la opresión y la apropiación de la producción de la riqueza, generada a través del intelecto y de la fuerza de trabajo para la transformación de la naturaleza, por parte de unos pocos en detrimento de las mayorías.

Imagino en los albores de la humanidad una tribu viviendo en comunidad, donde los machos se encargaban de cazar y las hembras de reproducir la especie y cuidar a las crías; o más tarde, con el avance civilizatorio de la agricultura. En ambos casos, ya desde el principio, donde se cazaba o producía con el trabajo conjunto y asociado, no se repartía lo producido en partes equitativas entre sus integrantes, pues siempre alguien, generalmente el más fuerte físicamente y con menos escrúpulos, se quedaba con lo producido por los demás sin tener que esforzarse trabajando, sino imponiendo su fuerza, apaleando y amedrentando a sus congéneres. Así nació no sólo el robo, sino la explotación. Y por supuesto, la sociedad de clases

Con el correr de los siglos, esas prácticas se fueron perfeccionando y adquirieron diferentes características según en qué sector social se desarrollaran. La apropiación del producto del sudor de las mayorías por parte de las clases acomodadas fue legitimada por el orden social creado por ellas. Las leyes se pensaban, se escribían y sancionaban en función de esa lógica social, dando forma a la institución «Estado», para resguardar los privilegios de los poderosos. Hasta la Fe de millones era cooptada y las jerarquías de las diferentes supersticiones -transformadas en religiones- se acomodaban para pasar a ser herramientas de engaño y explotación. La legalización de lo ilegítimo por parte de los que detentan el poder, llegó al extremo de matar para lograr sus objetivos de quedarse con lo que no era suyo: ya sea a un individuo, a un grupo de personas, a un pueblo o a varios pueblos a la vez, todo pasó a ser válido para los que dictan las normas. Las guerras, las invasiones, los genocidios, las colonizaciones, las «limpiezas» étnicas, fueron justificados por el poder triunfante de turno. Por supuesto, todo aquél que quisiera «recuperar» algo de lo apropiado por sus explotadores, era considerado un delincuente. Y por supuesto también, en el marco en el que la «apropiación» era legal de arriba para abajo, había quienes sin el poder de los poderosos pero con su misma baja calaña de escrúpulos, se apoderaban ocasionalmente de lo poco que poseían aquellos que pertenecían a su misma clase social. A eso se lo llamó, simplemente, «robar», y quienes lo llevaban a cabo, ladrones

El advenimiento de formas complejas de organización social determinó la conformación no sólo de castas y clanes, sino de la representación política de los estados constituidos. En los regímenes monárquicos, feudales o aristocráticos, el funcionariado estatal es explícitamente lacayo de las clases dominantes y no tiene representación popular pues no hay opción de elegir para las masas. Con el surgimiento y consolidación de la hegemonía y la democracia burguesas, la conformación de los partidos políticos y las posibilidades cada vez más amplias de elección popular, la relación entre la clase dominante (burguesía) y la representación política del Estado también se complejizó. Los políticos que se alternan en el manejo de las riendas del Estado (gobierno), al velar por la salud de la organización estatal que los ha ungido, tienen entramados sus intereses con los de quienes le dan el carácter de clase a ese Estado (los burgueses): son sus instrumentos. Así, pasaron a formar parte de los «beneficiados» en la apropiación de las riquezas generadas por los asalariados. La explotación, las leyes, el comercio, los precios, las tarifas, los impuestos son partes de ese mecanismo. Los dueños de los medios de producción se enriquecen comerciando entre ellos y con los estados, mientras el funcionariado político se constituye en una nueva casta de nuevos ricos, a costa de dietas muy por encima de los salarios de los trabajadores, y de su relación implícita con los sectores patronales, dispuestos a «invertir» en dádivas (coimas) hacia ellos para sostener y perfeccionar el sistema que les asegura sus privilegios

Está claro entonces que la acción robar, apropiarse de lo que le pertenece a otros, es la misma en todos los casos, pero, según qué clase la lleve a cabo, es socialmente aceptada o no. Una es legitimada por las leyes y la otra condenada. Y una es consecuencia de la otra. El paso del tiempo y el acostumbramiento han transformado esta concepción en Cultura de masas

Eso se ha plasmado a través de la historia en todas las épocas. Hoy vemos cómo los medios de comunicación, parte fundamental de la Cultura impuesta por las clases dominantes, se horrorizan ante la acción delincuencial de los pobres que toman ese camino, y nada dicen de la apropiación constante del sudor de las mayorías asalariadas por parte de sus explotadores, a los que hacen ver como «grandes señores». Nadie puede negar que la tan mentada «inseguridad» existe, aunque en ese sentido ha existido siempre. Pero mientras la denunciada y condenada se lleva las posesiones puntuales de quienes la sufren ocasionalmente, hay otra mucha peor, que es la que llevan a cabo individuos sentados detrás de un escritorio, manejando lujosos automóviles y viviendo en ostentosos inmuebles: los dueños de las empresas y su representación política, que se apropian constante, metódica y estructuradamente de las riquezas producidas por los trabajadores. En el «concepto» que inculcan a través de sus medios de comunicación sobre «inseguridad», no entran la precarización laboral, ni la inaccesibilidad para atender la salud o a la educación por parte de millones de seres humanos.

En la Argentina actual, en ese sentido, el kirchnerismo se da la mano con los sectores de la explotación, pues es parte responsable de esas «inseguridades» no reconocidas como tales. Ha venido a embarrar las cosas, como en todo aspecto de la política: mientras dice pelearse con algunos representantes de la burguesía, los sigue enriqueciendo como nadie antes, a la vez que sus líderes amasan enormes fortunas aprovechándose de sus tareas en la función pública, constituyendo claros actos de corrupción. Una de las características de la corriente política creada por el pejotista Néstor Kirchner es la de generar e imponer un discurso que poco tiene que ver con la realidad. Pero es más curiosa aún la postura que adopta ante la corrupción de sus funcionarios. Así como decide ignorar la inflación provocada por sus políticas económicas y ni se permite mencionarla, hace lo mismo ante el latrocinio de los miembros de su troupe, y ataca a los que osan denunciarla. El crecimiento exponencial de las posesiones de sus cuadros y aliados no puede explicarse pero tampoco señalarse ni discutirse. Y esa «concepción» se traslada a su militancia y a los sectores populares que lo apoyan: cualquiera que se indigne ante esa «magia» que transforma en magnates a los funcionarios o sus amigos de un día para el otro, es tildado de gorila. Con lo cual, la lucha contra la corrupción es desdeñada -como si no importase y fuese consecuencia inevitable de un ciclo que algunos quieren hacer ver de «crecimiento virtuoso»-, lo que constituye una aberración en sí misma, para dejarla, encima y ante la vista de las masas, en manos de sectores de derecha, los mismos que jamás señalarían a un patrón por enriquecerse a costa de sus obreros

En mi vida me han asaltado simples cacos en infinidad de oportunidades. No olvidaré jamás la primera vez, cuando una bandita intentó despojarme de mi bolso cuando iba caminando a entrenar a las inferiores de Arsenal, allá por los 70, detrás del viaducto de Sarandí. Varios asaltos en mi casa, en mi laburo, hasta un par de vehículos robados, son experiencias que generan malos tragos con el paso de los años. Pero les aseguro que nadie, nadie, me ha robado más en la vida que los patrones que he tenido, los políticos a cargo del Estado Burgués y las empresas monopólicas a las cuales esos canallas han enriquecido a nuestra costa.

Si de verdad alguna vez la Humanidad quiere terminar con la «inseguridad» que produce el triste «arte» de robar, deberíamos empezar a aleccionar por arriba y no tanto por abajo.

 

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.