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Sábato o el eterno oficialista

Fuentes: Rebelión

Sábato escritor Como escritor, Ernesto Sábato es inimputable. Sus libros pueden juzgarse como buenos o muy buenos o mediocres o tajantemente malos de acuerdo a los múltiples planos de identificaciones, significaciones, análisis literarios o cadencias imaginativas que cada persona ponga en juego cuando se acerca a ellos.  Si lo que se ha muerto es un […]

Sábato escritor

Como escritor, Ernesto Sábato es inimputable. Sus libros pueden juzgarse como buenos o muy buenos o mediocres o tajantemente malos de acuerdo a los múltiples planos de identificaciones, significaciones, análisis literarios o cadencias imaginativas que cada persona ponga en juego cuando se acerca a ellos.  Si lo que se ha muerto es un escritor poco queda por decir porque nunca se puede decir mucho de la muerte de un escritor: ha muerto un escritor -para algunos buen escritor, para otros mal escritor, para algunos otros ambas cosas a la vez y para la gran mayoría de las personas un escritor de nombre reconocido, autor de textos y novelas a los que esa gran mayoría nunca leyó ni habrá de leer-. Si se muere un escritor a lo sumo se puede escribir una pequeña semblanza de sus afanes literarios o planear con ágil revoloteo sobre sus textos más reconocidos: es el cauteloso camino que elige Horacio González, director de la Biblioteca Nacional en su nota periodística aparecida en Página12.

Operación Sábato

Sin embargo, la gran mayoría de los artículos y opiniones aparecidas en ocasión de la muerte de Ernesto Sábato elige un sendero radicalmente diferente: no el sinuoso y modesto camino delineado por la muerte de un escritor enmarañado y confuso sino la vertiginosa y rimbombante autopista laudatoria del emblema, los laureles del héroe moral, la apología del icono nacional. Se prefiere no el sendero de la cautela -la muerte de un escritor, para honrarlo como tal, siempre debiera ser humilde y casi silenciosa- sino la carretera de la beatificación y del ruido apologético. El espectáculo del fin y la ceremonia en el espectáculo. El precio de esta beatificación es altísimo: lo que se paga por esta operación santificante no es otra cosa, como se verá más adelante, que el cruento sacrificio de la verdad.

La pasión de Sábato

La beatificación de Sábato comenzó mucho antes de su muerte y el principal mentor de ella fue el propio Ernesto Sábato quien trabajó duramente durante toda su vida para construirse «un destino de bronce», como justamente afirmara David Viñas, también escritor recientemente fallecido. Hace seis años, en una de sus últimas apariciones públicas, Ernesto Sábato fue homenajeado en la Casa Rosada por el gobierno nacional en una ceremonia que incluyó un respetuoso beso de Néstor Kirchner en la frente del escritor maestro. La fotografía de ese momento casi sublime para el escritor, que fuera publicada en algunos diarios, puede considerarse el resumen de lo que fue la persistente y casi única pasión en la vida de Sábato: constituirse en icono de culto, en monumento de cultura, en referente espiritual, casi un poco mágico y misterioso, para el conjunto de los argentinos.

Embustes y mentirijillas

El aluvión adulatorio que surge de los titulares, artículos, comentarios y obituarios no es inocente. La apología post festum de Sábato por parte de gran parte de intelectuales, personajes de «la cultura», políticos profesionales y opiniólogos advenedizos se construye sobre profundos escamoteos y escandalosas mentiras y expresa, una vez más, la moral endeble, acomodaticia y negociable presente en muchos sectores de la sociedad argentina. Dos ejemplos, entre muchos otros, de este desangramiento de la verdad por afán de oportunismo y memoria tramposa son la retórica fullera del historiador Pacho O’Donnell y los dichos engañosos de Alberto Sileoni, Ministro de Educación de la Nación. O’Donnell, quien fuera funcionario de anteriores gobiernos patrios (Secretario de Cultura de Buenos Aires y de la Nación, Senador Nacional y también Embajador en países latinoamericanos), es conocido por pergeñar relatos caricaturescos y digeribles de la muchas veces indigesta historia argentina. Idéntica operación se propone en el proceso de beatificación a Sábato. Centrándose exclusivamente en el conocido almuerzo de camaradería entre Sábato y otros escritores y el dictador Videla en 1976, O’Donnell relativiza el compromiso de Sábato con la dictadura: fue «un error de Don Ernesto», dice; aunque «en aquellos tiempos de terrorismo de Estado, si uno se negaba a una invitación del dictador lo que cabía hacer era salir del país y Sábato había decidido quedarse en la Argentina». O’Donnell escamotea el verdadero vínculo de Sábato con la dictadura militar porque metamorfosea un apoyo explícito en un error, pero además oculta que en muchas otras ocasiones y durante varios años, durante aquellos tiempos de plomo y muerte, Sábato hizo público su apoyo y compromiso con el Proceso militar y se enfrentó a quienes criticaban y denunciaban a la dictadura desde el exterior, como el escritor Julio Cortázar. O’Donnell no sólo escamotea la verdad sino que miente descaradamente cuando afirma, muy suelto de cuerpo, que Sábato concurrió al almuerzo con Videla para pedir por el escritor desaparecido Haroldo Conti. A comer y beber con Videla ese mediodía fueron cuatro escritores: Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Horacio Esteban Ratti y Leonardo Castellani. Es bien sabido, para el que no quiere enterrar la verdad entre las oscuras nubes del olvido y de la mentira, que en esa reunión gastronómica la suerte de algunos artistas secuestrados fue un tema del que se habló tibiamente y que quien preguntó por la situación Haroldo Conti fue el cura Castellani. Es bien conocido que Ernesto Sábato guardó el más profundo silencio en ese asunto. Aunque a la salida del almuerzo mientras Borges, Ratti y Castellani casi no se acercaron  a los micrófonos de los ansiosos periodistas, a Sábato le regresó la palabra fecunda: «puedo decir que con el presidente de la Nación hablamos de la cultura en general, de temas espirituales, históricos y vinculados con los medios masivos de comunicación… se habló de la transformación de la Argentina, partiendo de una necesaria renovación de su cultura». Sábato no dijo una sola palabra acerca de Haroldo Conti, pero en cambio sí opinó del milico Videla: «el general me dio una excelente impresión; se trata de un hombre culto, modesto e inteligente; me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente». O’Donnell miente con descaro, aunque -por las dudas- se ataja: «cuando le pregunté a Sabato por qué había asistido a ese encuentro con Videla me contestó que los hijos de Haroldo Conti se lo habían pedido, para reclamar por su padre». Un embustero se encubre en otro embustero.

Otra pata de la mentira: Alberto Sileoni, ministro de Educación de la Nación, resaltó el «aporte que Sábato hizo a la democracia». Aquí, hay que decirlo, es pertinente una duda: no está claro si Sileoni afirma lo que afirma por desconocimiento o dice lo que dice por determinación de sumarse a la patraña. El analfabetismo y la ignorancia de los hombres que se asientan en el poder ha llegado a ser casi axiomático. El reciente episodio de la diputada Diana Conti, atribuyendo con énfasis y con obstinación la autoría de Las venas abiertas de América Latina a Mario Vargas Llosa puede parecer un divertido rasgo del patetismo cultural en las personas con poder, pero no es, en modo alguno, una manifestación aislada de la supina brutalidad imperante entre los llamados políticos profesionales. Destacar a Sábato como gladiador demócrata y como inmaculado defensor de los derechos humanos es una de las operaciones favoritas y redundantes, al mismo tiempo que la más hipócrita, que están presentes en el proceso de beatificación de don Ernesto.

El eterno oficialista

Poco antes de morir, en oposición a la propuesta elaborada por los intelectuales que conforman Carta Abierta, el escritor David Viñas dejó caer una frase que, aunque simple, emociona por su contundencia y honestidad: «un intelectual no puede ser oficialista». Con esa sentencia Viñas quería reafirmar que el intelectual no debe enajenar su condición de crítico y que la participación y el compromiso con el gobierno de turno, cualquiera sea éste, hace perder distancia y objetividad y conduce muy fácilmente al ejercicio de algún tipo de comisariado cultural, como el reciente episodio de Horacio González con Vargas Llosa dejó demostrado. Es verdad que la pretensión de Viñas, aunque justa y éticamente imprescindible, es difícil de cumplir en todos sus términos. Casi por naturaleza y por necesidad el escritor y el pensador tienden a embarrarse y a participar en el juego del poder. Muchas veces lo hacen de mera palabra, algunas otras con acciones de un tenor mucho más comprometido. La historia argentina es un compendio del intelectual orgánico: Castelli, Echeverría, Sarmiento, Lugones, Marechal, por decir sólo de algunos. Céline y Sartre, por decir de otros en otras tierras: escritores que se embarcaron de cuerpo, alma y pasión en las disputas políticas y sociales de su época, desde terrenos y pensamientos definitivamente enfrentados en su praxis, en sus palabras, «en el barro y en la sangre».

Ninguna participación es impune: dar el paso al frente impone la posibilidad de equivocarse, invoca la presencia del error, incluso el asomo de la injusticia. ¿Se equivocó entonces Sábato al dar apoyo y cobertura a la dictadura militar del Proceso y, como desliza Pacho O’Donnell, ese es un error menor dentro de su trayectoria de consumado demócrata? No. O’Donnell, Sileoni y todos los que ensalzan la beatificación de Ernesto Sábato como adalid de la democracia y los derechos humanos mienten. Mienten descaradamente. Mienten interesadamente. Sábato no fue adalid de la democracia ni de ningún particular sistema de gobierno ni de ningún derecho, en tanto estas reivindicaciones no le aportaran elementos concretos para la pasión de su vida, a saber: la construcción del monumento cultural argentino llamado Ernesto Sábato. A Sábato jamás le importó quién gobernara o bajo qué circunstancias. Le importaba, y mucho, ubicarse siempre en los primeros planos, sostener la voz reconocida, manifestar la opinión esperada. Por eso Sábato fue siempre, durante toda su vida, el eterno oficialista: amigo de los demócratas en la democracia, camarada de los golpistas en las dictaduras.

El eterno oficialista dos o un pequeño repaso contra el olvido o por su boca caen el pez, Oscar Wilde y Ernesto Sábato. La trayectoria y relaciones con el poder por parte de Sábato están documentadas y cualquiera con un mínimo afán de verdad puede recurrir a diarios, entrevistas y libros que desmienten la construcción de paladín democrático que la operación Sábato pretende imponer a la sociedad argentina. A saber:

* Septiembre de 1955, el golpe de Estado derroca a Juan Perón. Sábato afirma, en sintonía con el dictador Aramburu: «En toda revolución hay vencidos. En ésta los vencidos son la tiranía, la corrupción, la degradación del hombre, el servilismo. Son vencidos los delincuentes, los demagogos, los torturadores. Personalmente, creo que los torturadores deberían ser sometidos a la pena de muerte».

* Años sesenta, presidencia de Arturo Frondizi, ungido gobernante por medio de elecciones en las que el partido político mayoritario, el peronismo, esta proscrito. Sábato se desempeña como funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores.

* Golpe de Estado de 1966 que derroca al presidente Illia, presidencia del general Juan Carlos Onganía. Sábato declara: «Creo que es el fin de una era. Llegó el momento de barrer con prejuicios y valores apócrifos que no responden más a la realidad. Debemos tener el coraje para comprender (y decir) que han acabado, que habían acabado instituciones en las que nadie creía seriamente. ¿Vos creés en la Cámara de Diputados? ¿Conocés mucha gente que crea en esa clase de farsas? Ojalá la serenidad, la discreción, la fuerza sin alarde, la firmeza sin prepotencia que ha manifestado Onganía en sus primeros actos sea lo que prevalezca, y que podamos, al fin, levantar una gran nación».

* Año 1973, regreso y triunfo electoral peronista. Sábato, preocupado por esa ideología foránea que era la izquierda revolucionaria, da recomendaciones y sugiere represiones, muy cercano al pensamiento de la naciente Triple A:  «Un gobierno que se proponga la gran transformación debe tener la convicción filosófica y la fuerza suficiente como para sacar a puntapiés a organizaciones extranjerizantes. La libertad absoluta no existe, no ha existido nunca ni existirá jamás. Si alguien entra en mi casa e intenta humillar o destruir o vejar a mi gente, yo no tengo el ‘derecho’ de impedirlo hasta con la fuerza, creo que tengo el ‘deber’ de hacerlo».

* Después, una vez instaurada la dictadura militar del Proceso, vendrá el ya conocido almuerzo con Videla en mayo de 1976. Pero para dejar en claro a todos sus apologistas que su apoyo a la dictadura no fue un hecho aislado o un simple error de cálculo, como algunos de ellos pretenden, Ernesto Sábato puso el hombro a la maniobra publicitaria y encubridora más fabulosa llevada adelante por los militares en el gobierno: el Mundial de Fútbol de 1978. Dos años después del almuerzo con Videla, Sábato aún se mostraba solidario con los militares en el poder y criticaba la «campaña antiargentina en el exterior». En ese mismo año, para compensar las denuncias de los exiliados y los organismos de derechos humanos sobre las torturas y desapariciones, expuso su opinión en la revista alemana Geo Magazin: «La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las fuerzas armadas tomaran el poder». «Los extremistas de izquierda habían llevado a cabo los más infames secuestros y los crímenes monstruosos más repugnantes. Sin dudas, en los últimos meses en nuestro país, muchas cosas han mejorado: las bandas terroristas armadas han sido puestas en gran parte bajo control».

* En 1979 el escritor Julio Cortázar denunció desde el exterior del país las torturas y asesinatos que ocurrían a diario en la Argentina y escribió llamando a los intelectuales «a tomar la respuesta más activa y eficaz posible al genocidio cultural que crece día a día en tantos países latinoamericanos». Sábato le salió al cruce: «la inmensa mayoría de sus escritores, de sus pintores, de sus músicos, de sus hombres de ciencia, de sus pensadores, están en el país y trabajan».

* Ante los primeros síntomas de derrumbe de la dictadura, a principios de los años ochenta, Sábato se reconvierte otra vez y apela a la democracia y a las instituciones de la democracia, las mismas en las que antes «nadie creía seriamente». En 1983 el presidente Raúl Alfonsín crea una comisión de «notables», presidida por Sábato para investigar la desaparición de personas durante la dictadura. En el prólogo del Informe que elabora esa comisión (el Nunca Más) Sábato despliega su «teoría de los dos demonios», fundamento teórico para lo que después serían las leyes de Obediencia Debida y Punto Final que garantizaron, durante décadas, la impunidad de centenares de torturadores y asesinos de la dictadura militar.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.