Casi de inmediato a las elecciones parlamentarias del domingo 23 de octubre, el ministro de Economía de Argentina, Roberto Lavagna, anunció un conjunto de medidas de sesgo conservador: contención del gasto público, creación de un fondo ‘indisponible’ con los excedentes fiscales, reinicio de negociaciones con el FMI, auspicio a una mesa de acuerdo entre empresarios […]
Casi de inmediato a las elecciones parlamentarias del domingo 23 de octubre, el ministro de Economía de Argentina, Roberto Lavagna, anunció un conjunto de medidas de sesgo conservador: contención del gasto público, creación de un fondo ‘indisponible’ con los excedentes fiscales, reinicio de negociaciones con el FMI, auspicio a una mesa de acuerdo entre empresarios y sindicalistas que contenga los conflictos de origen salarial sin ‘desbordes’ en los aumentos de sueldos. Ese enfoque trasunta una cierta «lectura» del proceso electoral y sus resultados. La de instaurar mayor «certidumbre» para los inversores externos y los organismos internacionales, clausurar expectativas de redistribución del ingreso con aumentos reales a salarios y jubilaciones, y colocar a la inflación como problema central al mismo tiempo que a la restricción de los ingresos de las mayorías y del gasto estata como objetivol; instrumentos estos últimos que convergen a través de los salarios de empleados públicos y jubilados, a los que se prevé no aumentar. No se habla, por el momento, de una reforma del regresivo sistema tributario argentino, tal vez por preferir que las retenciones a la exportación de bienes primarios y el impuesto al consumo encarnado en el Impuesto al Valor Agregado sigan financiando el gasto público y proporcionando amplios excedentes para el pago de la deuda externa.
El presidente Kirchner y el gobierno nacional en su conjunto se consideran avalados y fortalecidos después de unos comicios que no le dieron la victoria aplastante que muchos creen (o quieren) percibir, salvo que se otorgue esa consideración a una votación del cuarenta por ciento de los votos válidos, que equivale a no más del treinta por ciento del padrón electoral. Lo que sí consiguieron fue derrotar con amplitud a sus principales enemigos políticos dentro del propio peronismo, empezando por los ex presidentes Duhalde y Menem; a lo que se agrega la fortuna de tener una oposición dispersa y sin liderazgos consagrados ni por derecha ni por izquierda, además de un amplio sector que no se decide entre ser gobierno u oposición, como el triunfador en el tercer distrito más importante del país, Hermes Binner, del Partido Socialista de Santa Fe. La izquierda orilló el cinco por ciento de los votos nacionales, en una atomización que la privó de sus representaciones parlamentarias nacionales e incluso de buena parte de las locales.
Por tanto el gobierno se fortalece efectivamente, en un cuadro que debe casi tanto a la debilidad ajena como a la fuerza propia. Entre sus apoyos se distinguen dos posiciones básicas.
Por un lado, los que apuestan con más o menos énfasis a una cierta redistribución del ingreso e incremento del gasto en las políticas sociales, a evitar la inflación con controles de precios y regulaciones en lugar de con frenos a los ingresos populares, y a retomar el control estatal sobre la educación, la salud, el transporte, las comunicaciones y los servicios públicos. Pero no se atreven a sustentar posiciones que puedan resultar «rupturistas» y tampoco aparecen seriamente dispuestos a intentar estimular por abajo lo que el gobierno no quiere hacer desde arriba. Esta tesitura predomina entre los «kirchneristas» que no pertenecen al Partido Justicialista, un variopinto conjunto de dirigentes sociales (incluyendo ‘piqueteros’), políticos de prosapia izquierdista, intelectuales, periodistas «progresistas»; y detenta algunos parlamentarios y unos cuantos funcionarios, la mayoría de segunda o tercera línea. Esta perspectiva no es de realización imposible, pero sí se vislumbra como improbable, ya que no parece el camino más «rentable» para un elenco de gobierno que subordina los propósitos transformadores a su propia acumulación de poder, en condiciones que desea sean de «gobernabilidad», entendida como contención para los de «abajo» y tranquilidad en sus negocios para los de «arriba».
En otra postura están los que respaldan a Kirchner como parte de su permanente política de cercanía al poder (como hace el «aparato» del Partido Justicialista), o desde las clases dominantes mantienen una política de apoyo al gobierno para garantizar que siga favoreciendo el «buen clima de negocios» (como la Asociación Empresaria Argentina y la actual conducción de la UIA). Ellos son los que reclaman que, terminado el episodio electoral, el presidente «gobierne», y en su léxico eso quiere decir ajustar tarifas, acordar con los organismos internacionales, mejorar las relaciones con EE.UU, contener salarios y generar nuevos estímulos para la inversión, tanto local como externa. En suma, el programa del «capitalismo serio», que podrá ir acompañado en los próximos tiempos, de la construcción de esa coalición de «centroizquierda» que el presidente ha verbalizado últimamente como su futuro sustento político en un bipartidismo renovado, más «europeo» y moderno que el que terminó su agonía en diciembre de 2001. Enfrente se colocaría la «centroderecha», que no es otra cosa que la pudorosa denominación que la derecha recibe en Argentina, que deberá ajustar su articulación y liderazgo, pero viene logrando un caudal de votos que le permitiría erigir un candidato presidencial para las elecciones de 2007.
Con estos comicios y sus resultados, las múltiples vertientes del establishment en Argentina, desde la Iglesia a los medios de comunicación, pasando por el empresariado y la dirigencia partidaria supérstite, confían en haber dado un cierre definitivo al período de zozobra abierto en 2001-2002. Crecimiento económico alto, gobierno respaldado por el sufragio, sentido común «reformateado» en torno a la agenda que el poder fue reconstruyendo en este último par de años, parecen apuntar hacia la viabilidad de ese objetivo.
La conflictividad obrera, la persistencia en los reclamos de los «piqueteros duros», y ese descontento difuso que se expresa en cifras de voto en blanco y nulo todavía elevadas, hacen pensar sin embargo que la rebelión popular de aquel diciembre no ha terminado de «pasar a la historia».
31/10/05