Una de las grandes diferencias entre Néstor y Cristina Kirchner es el apego de la vicepresidenta a abstractas “ideas marco”.
Néstor fue muchas cosas, pero sobre todo fue una máquina de acumular poder que ejercía con su estilo intuitivo y descarnado, a lo Menem. Cristina también, pero la construcción simbólica, la apelación a la historia para orientar las acciones del presente y el marco teórico, cuestiones que para Néstor eran en todo caso herramientas, adquieren para ella una importancia fundamental. Cristina se mueve con una conciencia muy clara de su rol histórico, como si escribiera manuales escolares en el camino; cuida los detalles de sus apariciones públicas (las de Néstor salían siempre un poco atropelladas) y tiende a crear escenas en las que se ubica en el centro, preferentemente sola –como la de la semana pasada, cuando una Plaza de Mayo llena escuchó, bajo una lluvia insistente, un discurso en el que las definiciones no estaban en el texto sino en la puesta en escena que captaban las cámaras de televisión: ella en primer plano y, atrás, Axel Kicillof, Wado de Pedro, Sergio Massa, Máximo y, un poco más allá, Juan Grabois–.
Esa misma noche los equipos de comunicación de Wado difundieron un primer video explícito de campaña: la célebre frase de Néstor Kirchner en su discurso de asunción el 25 de mayo de 2003 (“Formo parte de una generación diezmada, castigada por dolorosas ausencias”) y luego la voz de Cristina (“¿Qué espero? Que los hijos de esa generación diezmada tomen la posta”), para enganchar después con la figura del ministro. Al día siguiente, Grabois puso a circular un spot en el que se lo ve en diferentes momentos con Wado: actos militantes, recorridas, escenas de gestión. Un día después, Sergio Massa y Wado se mostraron juntos en Mercedes, y esa misma tarde circuló una foto de Axel con Massa y Malena Galmarini.
La “idea marco” que se esconde detrás de estas insinuaciones es la del célebre “trasvasamiento generacional”. Catorce años atrás escribí en Página/12 la primera nota sobre el tema (1). Allí describía la emergencia silenciosa de un creciente número de jóvenes muy jóvenes que adherían al kirchnerismo con un entusiasmo y una convicción que no se veían desde la primavera alfonsinista. Más tarde, mientras se consolidaban como novedoso núcleo duro cristinista, los definí como una “minoría intensa” (2) y publiqué un libro sobre el tema (3) que buscaba poner el fenómeno en el contexto más amplio de la tendencia a la repolitización de la juventud registrada en diferentes países: de los Indignados españoles a la Primavera Árabe, el segundo “momento joven” de la historia de la humanidad después de la explosión inicial de los 60 y el repliegue neoliberal de los 80.
Mi tesis era que, puesto frente a un fenómeno inesperado, el kirchnerismo hizo lo que solía hacer cuando descubría movimientos susceptibles de ser capitalizados, como los organismos de derechos humanos, las organizaciones sociales y, en algún sentido, el rock: cooptarlo, relanzarlo y regularlo. Tal el origen de La Cámpora, que ya comenzaba a exhibir su perfil… y sus límites.
En su libro La juventud es más que una palabra (4), el sociólogo Mario Margulis sostiene que el espíritu rebelde atribuido a los jóvenes se explica por el hecho de que se sienten naturalmente lejos de la enfermedad y la muerte, lo que los provee de una sensación de invulnerabilidad, con efectos de temeridad y arrojo que a menudo se reflejan en riesgos gratuitos y conductas autodestructivas (sobredosis, accidentes, excesos), pero también en poderosa energía de cambio. Aligerados de recuerdos de etapas que no vivieron, los jóvenes actúan despojados de las inseguridades y certezas que no sean las de sus propias vidas, sin esa prudencia adulta que es fruto del recuerdo y la experiencia.
El riesgo era que los jóvenes kirchneristas, súbitamente catapultados a posiciones de poder, resignaran cualquier espíritu de cambio para quedar inmersos en la letanía burocrática. El peligro no pasaba tanto por el desafío a la conducción, como sucedió con los Montoneros y Perón en los 70, sino por un camino más gris, como el que había recorrido la Coordinadora alfonsinista, que también había nacido como el corazón militante de un movimiento progresista liderado por un Presidente audaz para transformarse, años después, en una colección de canosas promesas incumplidas. “El riesgo de los jóvenes kirchneristas –escribí– no es la expulsión de la Plaza, sino el ensimismamiento institucional, el achatamiento de sus pulsiones transformadoras y el encasillamiento burocrático; en suma, la imposibilidad de trascender al líder.”
Territorio y televisión
Desde hace quince años, Cristina trabaja en la consolidación de la juventud kirchnerista, causa a la que ha dedicado parte importante de su energía política: durante su segundo mandato designó a muchos jóvenes en cargos estratégicos, entre ellos el Ministerio de Economía, después los premió con los primeros lugares en las listas legislativas y, ya con el Frente de Todos constituido, logró ubicarlos en puestos que implican un gran manejo de recursos, es decir, de poder.
Aclaremos antes de continuar que todos los partidos cuentan con dirigentes jóvenes: Marcos Peña tiene la misma edad que Wado, Martín Lousteau es cinco años menor que Axel Kicillof y María Eugenia Vidal, dos años más chica que Mariano Recalde: el gabinete macrista fue un gabinete bastante joven. La diferencia es que se trata de políticos sueltos que no integran un mismo grupo político ni se identifican como parte de una misma generación, entendida no como una simple coincidencia de la fecha de nacimiento sino como la conciencia de haberse socializado en un mismo contexto histórico, una especie de hermandad ante la época. Constituida como organización, la juventud kirchnerista es hoy un actor permanente de la política argentina y uno de los pilares de poder al interior del peronismo, a la altura de la CGT, los gobernadores o los intendentes del Conurbano.
Para ello tuvo que superar obstáculos. En sus primeros años de vida pública, los jóvenes kirchneristas habían logrado reunir en torno suyo una masa importante de adherentes y generar –o cooptar, como sucedió con los economistas nucleados alrededor de Axel– un conjunto de dirigentes con capacidad de gestión; en suma, una militancia y un funcionariado. Pero ni los militantes ni los secretarios de Estado equivalen a votos, y la juventud kirchnerista enfrentaba serias dificultades a la hora de ofrecer candidatos, lo que obligó a Cristina a recurrir, en momentos decisivos, a cuerpos extraños del estilo de Martín Insaurralde o Daniel Scioli. Formados en la atmósfera de desconfianza hacia los medios propia del conflicto con el Grupo Clarín, los jóvenes kirchneristas resistían las apariciones televisivas y los debates públicos; muchos, al principio, huían también de las redes sociales.
Este rasgo constitutivo alimentó los fantasmas del entornismo y los monjes negros y se tradujo en un déficit de electorabilidad impropio de una organización con vocación de disputar el poder. Con el tiempo comenzó a ser corregido, hasta cierto punto. Poco a poco la juventud kirchnerista fue aceptando jugar el juego de las redes y los medios, ganó algunas elecciones municipales y provinciales y fue obteniendo, además de una disciplinada bancada legislativa, un apreciable despliegue territorial.
El gran hito fue la elección de Kicillof en la provincia de Buenos Aires, un acierto estratégico atribuible sobre todo a la autovaloración del economista. Recuérdese que en 2015 Axel había encabezado la lista de diputados nacionales por la Ciudad para terminar ampliamente derrotado por el macrismo. Sin embargo, en lugar de permanecer en su distrito natural y habituarse a una vida apacible de derrotas legislativas a lo Filmus, prefirió dar el salto al vacío de la candidatura bonaerense. Su victoria en 2019 y el hecho de que después de cuatro años difíciles siga siendo el peronista con más intención de voto confirman que consiguió lo que en su momento intentaron sin éxito políticos con experiencia y recorrido como Agustín Rossi o Jorge Capitanich, algo que no logró todavía ningún otro integrante de la juventud kirchnerista y que ciertamente no consigue Máximo: expresar sin desperfilarse a los votantes de Cristina. La pregunta de por qué lo hizo un dirigente surgido de los claustros de la UBA, con domicilio en Parque Chas y típico exponente del progresismo porteño, es uno de esos misterios que la política nos da de vez en cuando.
De riesgos y paradojas
Como señalamos al comienzo, a juzgar por las señales que fueron llegando en los días previos al cierre de este editorial, pareciera que Cristina ha decidido llevar a la práctica su “idea marco” de trasvasamiento generacional. La jugada es audaz. En primer lugar, porque descartar como candidato a un dirigente conocido por la sociedad y probado en las urnas –supongamos Scioli– supone siempre un riesgo. Fuera de Axel, que al final ganó una sola elección, el resto de los políticos que se mencionan para encabezar las listas no han demostrado aún sus capacidades electorales: Massa viene de perder dos elecciones, Malena es una política aguerrida y formada pero que aún no jugó en las grandes ligas y Grabois nunca se presentó como candidato. En cuanto a Wado, su paso por la gestión y un estilo personal amable y desprovisto de rencores, junto a su mundo de relaciones y su historia de vida, lo convierten en un proyecto político atractivo: todos conocemos el recorrido de Scioli, hasta el último argentino recuerda la parábola de la lancha y la autosuperación, pero muchos no escucharon todavía a Wado contar el asesinato de sus padres, su infancia en Mercedes, sus primeros pasos en la política. Ahí, hay una biografía y una apuesta.
Pero también, decíamos, un riesgo. Aunque se trata en todos los casos de dirigentes con formación y experiencia, ninguno garantiza votos. ¿Cuál es ese riesgo? Que en una elección de tercios, como correctamente identificó Cristina, el peronismo termine tercero.
Un último comentario antes de concluir.
La paradoja de todo esto es que la apuesta a la juventud kirchnerista ocurre en un momento en que los jóvenes más jóvenes, aquellos que tienen menos de 25 años, se alejan de la política tradicional, sobre todo del peronismo, y se vuelcan masivamente a la alternativa libertaria. Como analizamos con más detalle hace un par de meses (5), la explicación de este giro –de Cristina a Javier Milei– puede encontrarse en el declive socioeconómico de los últimos años, las transformaciones propiciadas por el auge de la digitalización y el emprendedorismo y la tentación de probar algo nuevo como remedio a la sensación de fracaso colectivo.
Sucede que lo que con escaso rigor y bastante comodidad aquí definimos como “jóvenes”, en realidad no lo son tanto. Cuarentones la mayoría, algunos cruzando ya el medio siglo de vida, se trata en verdad de dirigentes que llevan una o dos décadas de agitada vida pública. Más que jóvenes, son la generación de relevo, la que podría reemplazar a la camada peronista que lidera Cristina. ¿Podrán hacerlo sin cometer un acto explícito de matricidio, sin matar simbólicamente a la madre, que es como se suelen tramitar las transiciones de liderazgo en la política? ¿Podrán convivir con la centralidad a la que la vicepresidenta no renuncia? El hecho de que sigamos usando “trasvasamiento generacional”, una expresión tomada de un viejo discurso de Perón y popularizada en los 70 para referirnos a algo que debería ocurrir en el siglo XXI, dice bastante del modo en que se está ensayando este operativo, una “idea marco” de Cristina que al parecer se concretará ahora, ni un minuto antes ni un minuto después de que ella decidiera que finalmente llegó el momento.
Notas:
1. www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-132501-2009-09-27.html
2. www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-137951-2010-01-03.html
3. ¿Por qué los jóvenes están volviendo a la política? De los indignados a La Cámpora, Debate, 2012.
4. Biblos, 2008.
5. www.eldiplo.org/287-la-tentacion-autoritaria/milei-es-un-deseo-de-shock/
Fuente: https://www.eldiplo.org/288-sobrevivir-en-cuotas/sobre-el-trasvasamiento-generacional/
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