La conmemoración del bicentenario de la declaración de nuestra independencia no parece hasta ahora haber despertado mucha pasión e interés, ni social ni político. En los ámbitos académicos históricos tampoco parece ser un tema central para la historiografía presente. Mas el largo recorrido cronológico y su punto de llegada al año 200 presenta una gama […]
La conmemoración del bicentenario de la declaración de nuestra independencia no parece hasta ahora haber despertado mucha pasión e interés, ni social ni político. En los ámbitos académicos históricos tampoco parece ser un tema central para la historiografía presente. Mas el largo recorrido cronológico y su punto de llegada al año 200 presenta una gama de elementos paradojales que invitan a plantear una mirada sobre algunos aspectos de los procesos desarrollados, sus conclusiones y el estado actual de los proyectos políticos en relación con los ideales de Nación, Soberanía, Independencia.
200 AÑOS NO ES NADA
La independencia de las Provincias Unidas fue un gesto político tardío si se piensa que se concreta seis años después de abierta la etapa revolucionaria de 1810 y que en 1813 la Asamblea General Constituyente tenía el objetivo de declarar la independencia y sancionar una constitución. 1816 era un momento crítico en la coyuntura intercontinental por la restauración absolutista europea incluido Fernando VII en España. Podríamos decir que fue tardía pero valiente. Necesaria. Pero no se pudo avanzar más allá en la organización nacional. Las tendencias y fracciones políticas, sociales, regionales actuaban como fuerzas centrífugas que evitaban la conformación de una unidad política sudamericana tal como lo soñaban San Martín, Belgrano, Monteagudo, Bolívar, Artigas.
Buenos Aires condensaba esa tendencia donde confluían intereses regional, social y político en tanto la incipiente burguesía bonaerense proyectaba su pretensión hegemónica sobre el resto, disperso y sin capacidad de procesar un proyecto político posible excepto la Banda Oriental y la Liga de los Pueblos Libres que no casualmente fueron el coto de caza que los porteños ofrecieron al imperio portugués sacrificando ese territorio a cambio de consolidar su poder sobre las otras regiones y de la misma manera desprenderse del Alto Perú (Bolivia) a los efectos de economizar recursos en la última etapa de la guerra.
Buenos Aires estaba ya más preocupado por neutralizar a los caudillos federales que asegurar el proceso de liberación. Allí se explican dos momentos: en 1821 cae en combate el caudillo salteño, el general Martín Miguel Güemes en una emboscada preparada por las fuerzas españolas en alianza con sectores de las clases acomodadas salteñas que eran obligadas por el entonces gobernador a continuos exacciones económicas para sostener la estrategia defensiva que permitía a San Martin proyectar la ofensiva militar por Chile hacia Perú. El otro momento es justamente el avance y liberación de Chile por el Ejército de los Andes y su avance al Perú para confluir con Bolívar desde el norte y desde allí conformar la unidad continental. No pudo ser. El ombliguismo porteño le había sacado todo apoyo, obligando a delegar en el venezolano el final de la ofensiva liberadora y dejando a Bernardo Monteagudo como su delegado político. El resto es parte de otros capítulos de nuestra tortuosa historia: tres décadas pasarán hasta lograr un orden político y una más hasta que el sistema «republicano y federal» quedase bajo el predominio del poder de las clases dominantes agroexportadoras pampeanas emergidas al calor de la inserción de Argentina en el sistema capitalista en el división internacional del trabajo como proveedora de materias primas.
Las tensiones al interior de estas clases fueron el termómetro de los vaivenes, crisis y ciclos económicos y políticos del siglo XX. La conformación y desarrollo de las clases subalternas argentinas a mediados de siglo significó también el rediseño del sistema político y el auge de la lucha de clases desde fines de los cincuenta hasta mediados de los setenta. Etapa cortada brutalmente por la fuerza represiva con el objetivo de poner fin a la disputa del poder político y social. El inestable equilibrio de fuerzas y proyectos fue la característica de los últimos cien años, pero donde quedaba la impronta de un poder central regulador de los acuerdos y consensos políticos entre fuerzas y provincias. Ese poder central, el Estado Nacional, es complejo armado de relaciones de fuerza y es también la instancia suprema cuya figura es el Poder Ejecutivo.
Pero algo pasó a fines de 2015. El triunfo de la coalición Cambiemos (alianza PRO – Unión Cívica Radical) representó un giro «histórico» en la política nacional. Entiéndase el concepto de «histórico»: excepcional, lógicamente, pero también como expresión de un proceso (y procesos) de múltiples variables, factores y actores. De una forma que tiene más de tragedia que de farsa, contradiciendo la máxima de Marx, la Historia repite o actualiza las contradicciones de antaño, nunca resueltas, en la forma del retorno del poder central, «unitario», porteño. El PRO es una fuerza política nacida en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, con un claro perfil de representación socio-cultural de la clase media y la burguesía urbana, pero más aún, de los intereses de las fracciones de la burguesía vinculadas a las transacciones del capital financiero y agroexportador. De esta manera asistimos a la restauración y consolidación del proyecto político que en su forma inicial se había esbozado a principios del siglo XIX.
Trágicamente en el 2016 vemos retornar de la mano de Cambiemos el proyecto de las clases dominantes, con formas, nombres, lugares concretos. El PRO, liberal, agroexportador, rentista, porteño se expande y gobierna la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la provincia de Buenos Aires y el mismo Estado Nacional. En una síntesis perfecta del poder social, regional, económico y político de nuestro país. El sistema Federal, kaput!
100 AÑOS ATRÁS
La circularidad de la historia, de los procesos políticos y sociales se empeña en mostrar el carácter dialéctico de sus relaciones. El drama de las etapas inconclusas o modelos que en su concepción ideológica parten del antagonismo ya social, ya político para derivar luego en acuerdos y consensos que al no revertir las relaciones de fuerza y poder termina indefectiblemente en una asimilación orgánica por parte de las fuerzas dirigentes.
En 1912 fruto de la lucha tenaz, consecuente de los radicales encabezados por Hipólito Yrigoyen logra que el Congreso Nacional sancionase la ley que establecía el voto secreto, universal y obligatorio poniendo fin a décadas de elecciones amañadas y fraudulentas que aseguraban el predominio político de la oligarquía argentina, el «Régimen». Los gobiernos conservadores representados por el Partido Autonomista Nacional (PAN) verían su fin en el sistema democrático en 1916 cuando al implementarse la Ley Sáenz Peña, triunfase la UCR. Sería la última vez que un partido conservador, expresión de las clases altas, llegará al gobierno por el voto popular. Por lo menos hasta el 2016, cien años después, gracias a… ¡la Unión Cívica Radical!
No es una novedad el giro y la mutación política del radicalismo; comenzó en la gestión de Raúl Alfonsín, última expresión de la socialdemocracia argentina, quien en un esquema político crítico: primer gobierno post-dictadura y con sus efectos a cuesta fue cediendo paulatinamente ante los factores de poder. El postulante radical a sucederlo en las elecciones presidenciales de 1989 era ya un claro representante del nuevo pensamiento conservador: el cordobés Eduardo Angeloz. Tras diez años de gobierno menemista (PJ) la UCR vuelve al poder ahora por primera vez en su historia en forma de alianza con otras fuerzas; la Alianza UCR – FREPASO (con la fórmula Fernando De la Rúa – Carlos Álvarez) prometía un giro respecto de la década neoliberal vivida pero no fue así. De la Rúa acentuó el modelo y llevó al país a una crisis general, no pudiendo terminar su mandato en 2003. El gobierno nacional cae en las trágicas jornadas de diciembre de 2001 y el radicalismo en vez de iniciar un proceso de revisión interna y renovación de sus políticas, profundiza el camino hacia la derechización.
Las pobres expresiones de espacios cada vez más minoritarios y aislados (Alfonsín, hijo) no alcanzaron para ver la transformación de aquel partido de base popular, expresión de una clase media dinámica, progresista en el apéndice y la muleta electoral de un partido que recoge todos los elementos políticos, ideológicos, sociales de aquellas fuerzas que impulsaron a los padres fundadores del radicalismo a levantarse en armas en 1890 y asentar el certificado de defunción político de las minorías oligárquicas. Desde entonces solo a través de golpes de Estado habían logrado retomar el poder político. La UCR lo hizo: los resucitó.
PASADO VIVO
La recomposición política de las clases dominantes es parte de las opciones directas de las fuerzas políticas y consecuencia de la desarticulación y renovación del sistema político tras la (fallida) etapa del bipartidismo; descompuesto este modelo, los partidos pilares se fraccionaron con diversa intensidad, esto a pesar de los intentos de mantener el bipartidismo: sistema de internas abiertas, piso obligatorio de votos, ballotage. No hay aun a la vista cual será o podría ser una forma más o menos estable de representación política, en tanto la licuación de identidades e ideologías es parte vital de la nueva sociedad y los partidos varían en sus programas y acciones. No obstante esto, siempre subyace el factor «poder social» que condiciona a las fuerzas del sistema a asentarse sobre los límites y fines que estos establecen: allí está el PRO y la UCR, también otros partidos menores. El PJ no es ajeno a este nuevo tablero, pero mucho de este partido se habló y seguirá hablando.
La perdurabilidad de la alianza Cambiemos es una incógnita, lo certero es que en un año harto simbólico sus dos pilares nos obligaron a revisar nuestra historia para descubrir que «el tiempo no pasa» o tal vez como una maldición nacional, son los mismos de antes los que vuelven para desarmar lo construido y repetir el «país del no me acuerdo».
Daniel Escotorin es historiador
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