Escribo estas líneas desde mi casa, a donde me ha confinado el tribunal durante más de una semana. Soy un preso político. Un juez argentino me acusó de traición y del encubrimiento de funcionarios iraníes acusados de ser los autores intelectuales del ataque terrorista de 1994 en contra de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), […]
Escribo estas líneas desde mi casa, a donde me ha confinado el tribunal durante más de una semana. Soy un preso político. Un juez argentino me acusó de traición y del encubrimiento de funcionarios iraníes acusados de ser los autores intelectuales del ataque terrorista de 1994 en contra de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), el principal centro judío de Buenos Aires, en el que fallecieron 85 personas y 300 resultaron heridas. A veintitrés años del ataque, no hay detenidos y se sabe muy poco de los hechos, excepto que sucedieron.
La investigación sobre el ataque fue tan defectuosa y corrupta que en 2004 se anuló el juicio y se comenzó a investigar al juez que lo presidía. El juez Claudio Bonadio -quien ahora me acusa de traición- dirigió la investigación de aquel encubrimiento, pero lo retiraron del caso en 2005, acusado de ser tendencioso y de haberse coludido para proteger a quienes frustraron la investigación inicial.
El fiscal Alberto Nisman tomó el mando de la investigación de la AMIA y señaló a un grupo de funcionarios iraníes como autores intelectuales del ataque. Los tribunales ordenaron la aprehensión de los sospechosos y exigieron su presencia ante un juez, puesto que la ley argentina no permite los juicios en ausencia. Irán argumentó que sus leyes prohíben la extradición de sus ciudadanos. Por lo tanto, el caso siguió paralizado durante una década más.
Tener avances en el caso era una meta clave para el gobierno de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner, en el que trabajé como canciller de 2010 a 2015. La solución consistió en un acuerdo entre ambos países: un juez argentino interrogaría a los sospechosos en Irán e iniciaría los procedimientos judiciales para llegar a la verdad y darle justicia a las víctimas. Además se establecía la creación de una comisión de la verdad no vinculante compuesta por juristas internacionales que atendieran el caso. Para Bonadio, el acuerdo debilita la investigación criminal del caso de la AMIA y es el pretexto para mi acusación.
La traición es una acusación sin precedentes relevantes en la historia moderna de nuestro país. Para que un ciudadano argentino pudiera cometer traición, el país tendría que estar en guerra. Argentina e Irán no están en guerra y nunca lo han estado. Al día de hoy, conservan sus relaciones diplomáticas. No obstante, Bonadio justificó su acusación al decir que el ataque terrorista representa un acto de guerra. Arguye que el país ha estado en guerra durante veintitrés años, sin que se haya reconocido oficialmente, y contradiciendo toda jurisprudencia.
Irán niega las acusaciones en contra de sus ciudadanos, pero accedió a cooperar en el caso luego de una campaña diplomática que duró años dirigida por los gobiernos sucesivos de Kirchner. Así comenzaron las negociaciones oficiales (anunciadas por Fernández de Kirchner en las Naciones Unidas) y los ataques políticos perpetrados por quienes afirmaron que Irán era una contraparte inaceptable para la negociación. Ciertos grupos en Argentina parecen preferir la parálisis, quizá por el temor a que no haya suficiente evidencia para condenar a los sospechosos iraníes.
El caso en contra del gobierno de Fernández de Kirchner reitera las acusaciones, rechazadas por las cortes argentinas ese mismo año, que había hecho Nisman unos días antes de su muerte: que el acuerdo, ratificado por el congreso argentino, tenía el propósito secreto de encubrir la supuesta participación de los iraníes. Las acusaciones estaban forzadas, en parte porque aparecieron reportes falsos en los medios de comunicación que hablaban de que me había reunido en secreto en Alepo, Siria, con Ali Akbar Salehi, quien en ese momento era ministro de Relaciones Exteriores de Irán. En efecto, viajé a Alepo, donde me reuní con el presidente de Siria, Bashar al Asad -una reunión que, lejos de ser secreta, se documentó en comunicados diplomáticos y reportes en la prensa argentina-, pero no me reuní con Salehi durante mi estancia ni se presentaron pruebas fehacientes que sustentaran dicha acusación. El resto de las acusaciones en el caso se construyeron a partir de esta mentira, que niego categóricamente.
Una parte vital de las acusaciones de Nisman está relacionada con las alertas rojas de la Interpol, una especie de orden de aprehensión cuyo objetivo es ayudar a las fuerzas policiales nacionales a localizar a los involucrados en casos criminales de interés internacional. Nisman, y ahora Bonadio, me acusan de eliminar estas alertas rojas pero, hasta hoy, no han sido modificadas. Me preocupó que esto hubiera podido suceder, ya que las alertas contribuyen a garantizar el cumplimiento por parte de Irán. El que entonces era el secretario general de la Interpol, Ronald Noble, negó que Argentina hubiera solicitado algún cambio en las alertas rojas inmediatamente después de que Nisman diera a conocer su fallo y Noble ha mantenido su postura de manera enfática. En lugar de aceptar sus declaraciones, Bonadio acusa a Noble de estar coludido en este supuesto encubrimiento.
No sé por qué el acuerdo se ha convertido en el centro de tal ira vengativa. No puedo entender por qué Bonadio parece determinado a perseguir el caso con evidencias tan endebles, ni por qué ha anunciado decisiones con una sincronía política tan sospechosa. Pero lo que sí sé es que se le acusa de intentar proteger a sus exaliados políticos, quienes estaban en la mira de las indagaciones relacionadas con la primera investigación de la AMIA.
Durante mucho tiempo Bonadio fue activista del Partido Justicialista. Cuando el presidente Carlos Menem nombró a Carlos Corach ministro del Interior -el puesto requiere que gestione la relación con todos los gobernadores, los miembros del parlamento, las fuerzas de seguridad y la rama judicial-, colocó a Bonadio en el secretariado de asuntos jurídicos.
En 1994, poco antes del ataque a la AMIA, Corach lo ascendió a una magistratura federal. Subió al puesto sin presentarse a las oposiciones contra otros candidatos, como lo exigen los procedimientos en Argentina. En 2005, los funcionarios judiciales lo separaron del primer juicio que investigaba el encubrimiento del caso de la AMIA por haber mantenido el caso paralizado durante cinco años. Uno de los acusados era Corach.
El gobierno del presidente Néstor Kirchner acusó a Bonadio de un desempeño mediocre y buscó la manera de eliminarlo de la magistratura. En 2010, Nisman acusó a Bonadio de amenazarlo para que afirmara que la investigación de la AMIA no involucraba a sus aliados. En un sentido más amplio, es el juez en funciones con más quejas en el país: ha acumulado al menos cincuenta reportes de mala praxis a lo largo de los años.
Desde que Mauricio Macri asumió la presidencia a finales de 2015, Bonadio ha logrado encabezar la mayoría de los casos en contra de Fernández de Kirchner y ha declarado prisión preventiva para muchos de sus exfuncionarios.
El Centro de Estudios Legales y Sociales, una famosa organización que defiende los derechos de los argentinos, ha criticado esta medida y afirma que se trata de una «instrumentalización del sistema penal para perseguir a opositores políticos».
Bonadio ha rechazado la solicitud de liberarme del arresto, que al parecer podría durar mucho tiempo. Hace unos días, decidió que debo solicitar permiso para ser atendido por los médicos, una decisión que criticó Human Rights Watch.
Tristemente, no es la primera vez que mi familia es víctima de una persecución política. Hace cuarenta años, mi padre, el periodista Jacobo Timerman, también fue prisionero político. Pasó casi un año en arresto domiciliario, luego de ser secuestrado y torturado en centros clandestinos dirigidos por la milicia durante la última dictadura de mi país, de 1976 a 1983.
La defensa de los derechos humanos ha tenido una importancia crucial en mi vida personal y profesional. Considero que mi cargo diplomático en este caso era parte de ese ideal. En cambio, me encuentro inmerso en un proceso kafkiano que agrava el cáncer que padezco y me roba el tiempo que me queda de vida.
Por ahora, el caso de la AMIA se diluye, tal como ha sucedido durante décadas, y quienes buscamos, de buena fe, justicia somos el blanco de la furia de la comunidad judía y de las numerosas familias de las víctimas.
He solicitado que se me juzgue lo más rápido posible. Evitar que reciba atención médica a tiempo es casi como condenarme a la muerte. La Constitución argentina no contempla la pena de muerte pero, con un juez como este, no tengo garantía de ello.
Héctor Timerman fue ministro de Relaciones Exteriores de Argentina de 2010 a 2015, durante la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner.
Fuente: http://www.nytimes.com/es/2017/12/20/hector-timerman-argentina-prisionero-politico-juicio-bonadio/