Cierta gente bien intencionada, sagaz y progresista cree sinceramente en el «relato» del oficialismo, según el cual lo que ha ocurrido en la Argentina en estos últimos dos meses es una reedición de un viejo conflicto entre un gobierno popular que pretende distribuir la riqueza y los sectores del privilegio que, ante tal amenaza, intentan […]
Cierta gente bien intencionada, sagaz y progresista cree sinceramente en el «relato» del oficialismo, según el cual lo que ha ocurrido en la Argentina en estos últimos dos meses es una reedición de un viejo conflicto entre un gobierno popular que pretende distribuir la riqueza y los sectores del privilegio que, ante tal amenaza, intentan derrocarlo o, al menos, debilitarlo. Es una percepción posible, como tantas otras. Por momentos, llama la atención el tono apodíctico con que se la proclama, tan típico de estos tiempos: como si tal cosa fuera un obviedad que no requiere demostración. Para que esta visión tenga algún tipo de asidero, de vínculo con la realidad, debería sobrevivir al test que se propone en los párrafos que siguen. Son sólo diez preguntas que se responden por sí o por no. En caso de que seis de ellas obtengan una respuesta positiva inmediata, esa percepción -la del conflicto entre el gobierno popular y la oligarquía golpista- puede ser confirmada. En caso de que las respuestas positivas no superen la mitad, entonces habrá que rever esa percepción y, con ella, gran parte de las conductas y juicios que surgen de ella.
1- ¿Sabía el Gobierno sobre qué universo aplicaba las retenciones móviles, es decir, si eran todos piquetes de la abundancia, como se dijo al principio, o en el medio había, digamos, grosso modo, un pequeño ochenta por ciento de productores que sólo poseen el 20 por ciento de la tierra, como dijo después la misma Presidenta?
2 – ¿Conocía el Gobierno cuál era la rentabilidad real de todos los productores, discriminados por zona, producto y extensión de la tierra antes de aplicar las retenciones móviles?
3 – ¿Aplicó en estos cinco años el Gobierno una -al menos una- medida para defender a los pequeños y medianos productores frente a las multinacionales exportadoras o a los grandes intermediarios?
4 – ¿Hubo alguna medida en todos estos años -al menos una- para evitar que el control de precios sobre la carne y la leche empujara a muchos productores a correrse hacia la soja?
5 – ¿Se pensó seriamente cómo impulsar el desarrollo ganadero y lácteo -dados los excelentes precios internacionales de esos productos- al tiempo que se controlaban los precios internos?
6 – ¿Se aplicó alguna medida -al menos una- para distribuir mejor la propiedad de la tierra?
7 – ¿Contempló el Gobierno previo a las medidas el aumento de los fletes, los agroquímicos y las semillas?
8 – ¿Hay una política integral para el sector agropecuario, que exceda el sostenimiento del dólar alto para impulsar las exportaciones y las retenciones para recaudar y contener los precios internos?
9 – ¿Agotó el Gobierno todas las instancias de diálogo, es decir, de ejercicio de la acción política para tener un diagnóstico sobre cuál podía ser la reacción del sector, y contenerla -en la medida de lo posible- privilegiando alianzas con los más cercanos -que deberían ser los más débiles- para aislar a los más lejanos?
10 – ¿Es mala la relación del Gobierno con los sectores más concentrados del campo, léase el grupo Irsa -uno de los mayores terratenientes de la provincia de Buenos Aires, que le presta a Néstor Kirchner sus oficinas de Puerto Madero-, o Aceitera General Deheza -uno de los mayores terratenientes de Córdoba, cuyo titular es senador nacional por el kirchnerismo y tenía un hombre propio repartiendo los subsidios de los que era beneficiario-, o Eduardo Eurnekian -uno de los principales terratenientes del Chaco, que periódicamente le presta su avión privado a los Kirchner-?
Uno puede no querer pensar y está en todo su derecho. Al fin y al cabo, no hay por qué complicarse la vida. Los buenos son buenos siempre, los malos son malos siempre. Es cómodo. Gran parte de la historia del pensamiento humano está marcada por el refugio en la comodidad, y el progresismo no ha sido, en general, la excepción, sino todo lo contrario. Pero si alguien tiene interés en cuestionar los propios preconceptos, debe hacerse esas preguntas y apelar a la matemática. Si la respuesta a la mayoría de ellas -si no a todas- es negativa, o dudosa, entonces, más allá de la complejidad de lo ocurrido en marzo y de la cantidad de actores que se acumularon de un lado y del otro, lo cierto es que el origen del conflicto fue una serie de malas medidas de Gobierno, la última de las cuales fue la aplicación de las retenciones móviles.
Es decir: no fue una reacción frente al legítimo intento de un gobierno popular de afectar intereses concentrados, sino frente a una mala medida. El Gobierno tiró al voleo, afectó a sectores relativamente débiles, que ya venían siendo golpeados, y éstos reaccionaron: el conflicto estalló por la reacción del ochenta por ciento que tiene sólo el veinte por ciento de la tierra; sin ellos, no hubiera tenido ninguna legitimidad ni efectividad. Es, simplemente, un Gobierno que, en este caso, gobernó mal y al que le ocurrió lo que, a veces, le pasa a los que hacen mal las cosas: encuentran un límite.
Es difícil percibir otra cosa si uno vuelve al test con que comienza esta nota.
Se equivocó el Gobierno: hasta ellos lo admiten hoy.
Y, entonces, la pulseada con la oligarquía queda más difusa.
La protesta juntó increíblemente a personalidades tan disímiles como Víctor De Gennaro y José Miguens, de la misma manera que la resistencia a Carlos Rovira, en Misiones, juntó al obispo Piña con Ramón Puerta.
Algunos habrán protestado por las mejores razones y otros por las peores.
Pero reducir el episodio -sobre todo cuando la política oficial fue desafortunada- a una reacción golpista y oligárquica, es una estupidez o un mero acto de marketing para esconder lo que realmente pasó (y pasa).
Y si la contradicción «pueblo-oligarquía» no fue el eje que permite interpretar el conflicto, todas las caracterizaciones que devienen de esa idea se tornan vacías -los insultos que, por ejemplo, se derramaron contra la Federación Agraria, los dirigentes regionales, o contra muchos periodistas honestos y valientes que en los años noventa denunciaban al menemismo mientras los K. lo apoyaban, indulto y entrega del petróleo incluidos.
Ahora bien, un intelectual, un lector, un militante, un heladero, pueden refugiarse en conceptos cómodos, disparar contra los generales multimediáticos, repetir mecánicamente que el Gobierno quiere afectar intereses o distribuir el ingreso, sin necesidad de juntar datos que los fundamenten.
Al fin y al cabo, el aire es gratis.
Cuando lo hace un gobernante, es más peligroso. Si se admite el error, es fácil desandar el camino. Se negocia, se destraba, se arregla lo que se rompió. Y la vida sigue. Tanto margen tiene el Gobierno -es tan buena la situación macroeconómica, tan débil la oposición, hay tanta mayoría parlamentaria-, que no pasaría nada si admitiera alguna equivocación alguna vez. La gente se equivoca, los gobiernos también. Y no pasa nada. Se serenarían los ánimos, la gente volvería a sentir que está viviendo en una época de paz y relativa prosperidad. Y, lentamente, todo volvería a la normalidad. Hasta crecería Cristina en las encuestas. En cambio, la persistencia en el error, en la paranoia, en los preconceptos cristalizados, fuerza al disparate. Empiezan los gritos, las acusaciones de golpistas, incendiarios, avaros contra los que protestan, se organizan manifestaciones, se señala como enemiga «casi cuasimafiosa» a una caricatura, se emprende una confusa -muy confusa- guerra contra los «generales multimediáticos», se vuelve a gritar, se pone en acción a Hugo Moyano y se envía a Luis D’Elía a romper una manifestación disidente cuerpo a cuerpo.
Se enrarece el clima y se abre la caja de Pandora, pero no para afectar intereses: porque sí.
Es, otra vez, una cuestión matemática.
Todo gobierno tiene enemigos crueles e impiadosos. Con más razón, entonces, sería aconsejable gobernar bien, no aturdir cuando uno se equivoca, no emprender proyectos extravagantes y multimillonarios sin tomarse el trabajo de explicarlos, no tomar medidas que embloquen -como el respaldo a las patoteadas de D’Elía-, no confundir caricaturas con amenazas cuasimafiosas, no guardar plata negra en los baños, no construir gasoductos con sobreprecios, percibir diferencias cuando las hay entre enemigos y gente que simplemente duda y, sobre todo, si se toman decisiones que afectan a un sector, tener mínima información de lo que ocurre entre los afectados.
Se trata, apenas, de gobernar como corresponde, agredir menos, ser amable, no mentir, aceptar errores, enmendarlos.
Si eso no ocurre, en algún momento -alguna gente cree que ya ha comenzado a ocurrir- la cantilena de la derecha, el golpismo y la oligarquía empezará a cansar hasta a los propios, que lentamente percibirán sus grietas.
Hasta los más cercanos, los que ya se impacientan porque el Gobierno no les dicta claramente lo que tienen que pensar, descubrirán que muchas veces se utiliza la «contradicción pueblo-oligarquía golpista» como un intento de manipulación y una cortina de humo frente a los graves defectos de las políticas oficiales. Y lo peor es que se transformará en un «relato» no creíble, aun cuando en algún caso hipotético haya una real conspiración en marcha.
O quizá no.
Quizá estemos realmente ante un golpe de Estado oligárquico contra el gobierno popular.
¿Qué hace entonces Víctor De Gennaro tan mal parado?
¿Y qué hacen Aceitera Deheza, Omar Viviani, Gerardo Martínez, Aeropuertos, Eskenazi, el Banco Macro, British Petroleum, Martín Redrado, SanCor y Techint del lado de los buenos?
¿Serán las famosas contradicciones del campo popular?
¿No suena hasta un poco gracioso sostener eso?
¿No parece demasiado reñido con las matemáticas?