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Titanes en el ring

Fuentes: Rebelión

Por este tiempo, aprovechando que fue mencionado en el discurso de la presidenta, se mediatizó la discusión en torno a la necesidad de reforma o no del Código Penal Argentino. Como es de esperar inmediatamente se adoptaron diversos posicionamientos, que van, desde los discursos públicos del cerrado grupo de integrantes de la comisión que redactó […]

Por este tiempo, aprovechando que fue mencionado en el discurso de la presidenta, se mediatizó la discusión en torno a la necesidad de reforma o no del Código Penal Argentino. Como es de esperar inmediatamente se adoptaron diversos posicionamientos, que van, desde los discursos públicos del cerrado grupo de integrantes de la comisión que redactó el borrador que circula públicamente, hasta los acérrimos enemigos, que reencarnan una nueva edición del relato del falso ingeniero Blumberg (¿usurpador de título?) sobre la base de la defensa social y la justificación de la pena como reacción puramente vindicativa del Estado y residual elemento de prevención general del delito.

El desenvolvimiento del debate adquiere múltiples facetas, pero es posible hacer una síntesis, que en cierta forma se ve forzada por el formato mediático que se le ha dado a la cuestión, y que intencionalmente ubica un discurso académico, corporizado por los creadores del borrador del proyecto y otro grupo de anclaje en la realidad, corporizador de los deseos de «la gente», que no trepida incluso en acudir nuevamente a los familiares de las víctimas de hechos lamentables como interlocutores exclusivamente válidos en la cuestión.

Los «académicos» han quedado así encerrados en su propio discurso, pues la primer reacción fue en términos generales, la de mandar a estudiar a sus oponentes, olvidando que el Código Penal es un instrumento político del Estado, y como tal, una cuestión que trasciende lo jurídico, para ubicar la discusión en el terreno necesario de la relación de mando-obediencia, que es la matriz de ese escenario. En otras palabras, el problema no se discute desde el texto de un artículo, sino desde la definición misma de si es necesario o no un nuevo código penal, y en su caso con qué objetivos, cuestión que sin duda no puede ser resuelta en las universidades, ni en los postítulos académicos financiados por el propio poder, ni tampoco por cinco o seis iluminados reunidos en comisión.

Los ilustres se sienten cómodos en los circuitos cerrados retroalimentados, pero la realidad pasa por fuera de esos ámbitos y genera un discurso que cuestiona ese relato desde análisis con base en el mal llamado sentido común, donde se parapeta la construcción política, de los grupos que aspiran a hacerse del poder Estatal para beneficiar a la concentración económica que nunca aparece en escena. Por eso, la primera reacción de los ilustres, es el fastidio y acciones que suponen la misma conducta que se reprocha en el opositor, esto es, el rechazo del otro intentando descalificarlo por ignorante mandándolo a estudiar. Sin embargo, se verá que ello oculta un factor: lo que se ordena estudiar es el discurso del mandante, aceitado en los ámbitos universitarios, y en la tendencial búsqueda de algún pronunciamiento judicial que los vaya recogiendo.

Pero insistimos, eso es un discurso, eso no es lo real. Lo cierto, tangible y palpable es que en los sectores medios de la sociedad, e incluso en el de la clase trabajadora de más alta remuneración, está instalado un relato inverso, de modo tal que el oponente, lejos de estudiar, propone contar cantidades, es decir, hacer una compulsa de opinión, saber que ese es su territorio y no el de la academia autoreferenciada.

En ambos casos, creemos que lo que se pierde de vista, es que el problema social, que adquiere captación ideológica dentro de la construcción jurídica del delito, a través de un Código Penal y su correlato en el terreno sociológico y político de lo que se da en llamar «seguridad», presentado con una modalidad que trasciende a la experiencia y se constituye en un valor en sí mismo, en tanto significante de muchos mandatos y confrontaciones, no puede plantearse, sino en función de un proyecto de transformación social profunda, con la base de consenso social adecuada. En otras palabras, no existe otra posibilidad con aspiración superadora del problema, que el trabajo combinado y dialéctico entre universalidad teórica y proyecto político transformador.

Desde la objetividad de la experiencia realizada en el tiempo, debe decirse que las tentativas de limitar el poder represivo del Estado, mediante criterios «normativos» localizados «en un plano legal-infraconstitucional» (funcionalismo); o fuera de aquél marco legal pero dentro del plexo constitucional (garantismo e iluminismo) resultan infructuosas en todos los casos. En tanto, provienen de un poder ya constituido e ingenuamente demandan que ese poder ya institucionalizado limite sus propias facultades represivas, mediante su propia voluntad».

La ofensiva del discurso con anclaje en la idea del combate al delito y el eje conceptual en el valor seguridad, asumida por amplio espectro del sector político, que aparenta poner en retirada la iniciativa pre-legislativa hace de la idea «seguridad» una construcción intelectual situada conceptualmente, en tanto valor, en una experiencia no realizada y por ende deseable. Vista de esa manera la idea de paz social y seguridad ciudadana pertenece a ese mundo, en tanto ideal, esto es, en tanto valor absoluto no materializado en la existencia, de la que solo es posible esperar, en el mejor de los casos y por definición, un reflejo en la sociedad concreta, en la que la existencia de un instrumento penal represivo, con amplia expansión, resulta herramienta necesaria e ineludible en pos de ese objetivo.

Ese discurso ideológico oculta decir que la manifestación negativa del fenómeno, esto es, su contrario, la inseguridad, no reconoce otro vínculo causal que los epifenómenos que son propio de la lógica de desarrollo del modelo capitalista de producción y de las relaciones sociales que este engendra, de manera tal que pensar la seguridad como valor abstracto y objetivo alcanzable en con orden, paz y progreso social, implica en todos los casos la necesidad de reprimir las manifestaciones negadoras de ese fenómeno, que en lo cotidiano lo controvierten, por vía de la represión punitiva. Reprimir sería algo así como actuar en lo concreto para que la idea se refleje en la realidad de ese modo y no como su negación, la inseguridad. Esto no es otra cosa que dar entidad a lo que no lo tiene, ni lo ha tenido en el desarrollo histórico, en tanto la conflictividad es de la esencia del devenir, que es en sí, lo único sobre lo que puede predicarse el ser. Pensar en una sociedad de orden y paz, es imaginar, la imposibilidad del cambio. Repudiar el conflicto, sin avanzar sobre su génesis y desarrollo, apelando a una noción metafísica, vacía de contenido material, como lo es la seguridad en tanto idea absoluta, no es otra cosa que un artificio cultural, destinado a la justificación del castigo y a la reproducción de las relaciones sociales capitalistas, por vía de la consagración indirecta de la necesariedad del Estado, artífice a través de sus agencias específicas, de la violencia legitimada.

En esto, es claro Gunter Jakobs, cuando nos dice que «el derecho tiene la misión de garantizar la identidad de la sociedad. Eso ocurre tomando el hecho punible en su significado, como aporte comunicativo, como expresión de sentido y respondiendo ante él como defraudación de una expectativa normativa – La pena es la declaración de que ello no es así, que, antes bien, la conducta defraudadora no integra, ni antes ni ahora, aquella configuración social que hay que tener en cuenta. Cuando la sociedad pena, se rehúsa a concebir un cambio en su configuración, antesbien, se mantiene firme en su status quo, en contra de la propuesta de cambio. Al igual que una persona rechaza una propuesta que no encaja en su forma de ser, ratificando de ese modo su forma de ser, así también la sociedad rechaza la propuesta de abandonar la expectativa defraudada, ratificando así su identidad …» (Problemas capitales del derecho penal moderno, pág. 34.edit Hammurabi)

Así las cosas, lo importante es que el debate en sí es lo más parecido a lo que de niños vimos como «Titanes en el Ring», dos luchadores que pretenden luchar, pero en realidad montan un espectáculo, en tanto no presenta una lucha de contrarios, sino dos modalidades de dominación y control social. Por eso quien se embandere con el borrador del proyecto, tendrá necesariamente que advertir, que el cambio está movido, más bien, por una «nueva justificación moral o política del derecho de castigar, que por un acercamiento a la restricción a grado mínimo del poder punitivo y la determinación de la responsabilidad penal, siendo los efectos morigerantes o suavizadores de las penas, una consecuencia de nuevas tácticas de poder y de nuevos mecanismos penales, en los que invariablemente subyace la dialéctica control-castigo.

Hay entonces una nueva economía del poder punitivo con pretensión de posibilitar una mejor acumulación y reproducción de ese mismo poder de clase. La finalidad no es castigar menos, sino castigar mejor, esto es, castigar con más universalidad y necesidad, introducir el poder de castigar más profundamente en el cuerpo social, de modo tal que este aparezca fundado y razonado. Así se pretende fijar nuevos principios con este fin que disminuyan los costos económicos y políticos aumentando la eficacia penal.

La verdadera aspiración de los reformadores es encontrar una nueva fundamentación consensuada a la pena, de la que carece en la actualidad, adoptando el problema aún en la instancia previa del camino legal para su imposición a un sujeto. Así, la sociedad disciplinaria, imaginada por el proyecto de nuevo código penal, como por el modelo de enjuiciamiento sugerido por los gobernantes normales de la provincia de Santa fe, persigue el objetivo de la corrección y la disciplina.

La idea subyacente es la fundamentación consensuada del castigo por vía de la exposición pública del caso, y la pretendida paridad de armas en una simbólica contienda en donde el Estado se oculta tras las figuras emblemáticas del juez y el fiscal que resultan en definitiva una única y misma entidad, que se proyecta peligrosamente con la extensión proporcionalmente relevante de la defensa pública, en tanto aparato no autónomo, finalmente integrante de ese mismo Estado.

El país «normal» oculta que considera al hombre inmerso en un comportamiento social conflictivo, como un actor que violenta el pacto social, y que por ello debe ser considerado un enemigo. Violando sus leyes deja de ser uno de sus miembros; y aun se puede decir que le hace la guerra. En tal caso la conservación del Estado es incompatible con la suya; fuerza es que perezca en el sistema carcelario. El proceso y la sentencia son las pruebas y la declaración de que ha roto el pacto social y de que por consiguiente ya no es un miembro del Estado.

El derecho penal entendido en estos términos, se vuelve «una manera reglamentada de hacer la guerra», y debido a que éste se basa en procedimiento que regula el modelo de enjuiciamiento y un sistema de pruebas, el derecho sería «la forma ritual de la guerra», que diluyendo el poder represivo en diversos órganos, incluso privatizado, lo difuma diluyendo la responsabilidad y consensuando su aplicación en el medio social.

La sociedad política instrumentaliza el tema de la delincuencia y le asigna valores dependiendo de su conveniencia. Se hace de los sectores intermedios de la sociedad, e incluso de los trabajadores incorporados al sistema laboral un «sujeto moral», que se moraliza para separarlo de la delincuencia y así justificar el desarrollo defensista frente al enemigo interno. De esa forma, puesto en el lugar del otro, el hombre al que se le asigna el rol social del delincuente es controlado, seguido, castigado, reformado, etc.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.