Debemos oponernos rotundamente a la introducción del pasaporte COVID, que convertirá nuestra vida cotidiana en una colección de infinitos check points.
Hemos alcanzado el límite en el que no podemos seguir guardando silencio (si es que alguna vez lo hemos guardado) ante las medidas que con cada vez más virulencia los estados de todo el mundo imponen en el marco de la pandemia de la COVID-19. Durante las últimas semanas hemos visto cómo primero en Francia, no sin resistencias y oposición, el gobierno de Macron ha impuesto una nueva ley que hace obligatoria la vacunación para todo el personal médico y, además, introduce el uso de un pasaporte sanitario que certifique estar al día en la misma para poder acceder a cines, restaurantes y teatros (dentro de poco, si sus planes se cumplen, también a trenes y aviones). Su ejemplo lo han seguido ya países como Portugal, Grecia o Italia, que habla ya de pasaporte sanitario obligatorio para profesores y alumnos. Estas leyes están imponiendo de facto la vacunación, y en la mayoría de los casos la tenencia de un smartphone, como condición de acceso a la vida social.
Estas leyes están imponiendo de facto la vacunación, y en la mayoría de los casos la tenencia de un smartphone, como condición de acceso a la vida social.
Son muchos los riesgos asociados a la extensión de este tipo de certificación obligatoria. Por un lado, este pasaporte sanitario sentaría el precedente de una mediación burocrática que se convierte en imprescindible para el desarrollo de actividades del día a día. Si al final el pasaporte sanitario fuera necesario para entrar a bares, teatros, cines o trenes (como lo es ya hoy para los viajes internacionales), será imposible hacer casi nada sin contar con él. Nuestro mundo se convertirá en una sucesión de infinitos check points, ampliando hasta el absurdo el papel que hoy juega el pasaporte para la movilidad interterritorial. Ahora, ¿acaso la historia de esta medida de control burocrático no es una clara evidencia de que las derivas que éstas pueden tomar una vez se introducen en la sociedad son tan imprevisibles como, por lo general, peligrosas?
Si al final el pasaporte sanitario fuera necesario para entrar a bares, teatros, cines o trenes […] nuestro mundo se convertirá en una sucesión de infinitos check points.
El pasaporte sanitario extendido a nuestra vida cotidiana supondría, por tanto, la creación de una herramienta de control, seguimiento y exigencia burocrática por parte del Estado cuya trayectoria es difícil de predecir. ¿Qué otras cosas podría llegar a reflejar dicho pasaporte? ¿quizá nuestro historial delictivo, nuestro estado de salud, el pago de nuestros impuestos, nuestros patrones de consumo? Por otro lado, ¿qué otros ámbitos podría llegar a mediar: el laboral, el formativo, el financiero? ¿Y si dicho pasaporte se llegara a hacer imprescindible para entrar al colegio o a la Universidad, o para contratar un seguro?
Esta herramienta de control burocrático, además, aparece profundamente ligada a los smartphones, en principio sede privilegiada de un pasaporte diseñado como archivo digital a portar en un dispositivo. Si, como denunciamos en el manifiesto “La necesidad de luchar contra un mundo virtual”, en este último año el embate de la digitalización y la informatización del mundo ha ganado en intensidad y amplitud, una medida de este tipo sería un paso más en la conversión del teléfono móvil en una obligación de facto. Esta universalización del smartphone como mediador social universal forma parte de la pretensión de convertir la digitalización acelerada del mundo en un destino natural e inexorable, ocultando que en verdad constituye una elección social catastrófica que profundiza nuestras trayectorias de colapso ecosocial.
Ahora bien, cabría preguntarse, ¿la importancia de la vacunación generalizada es tal que justifica la asunción de estos y otros riesgos? Por lo pronto, el hecho de que no se imponga de forma directa la obligatoriedad de vacunarse sino que se opte por la estrategia sibilina de hacerla condición del desarrollo normal de la vida resulta significativo de que encontrar una justificación para su imposición no es sencillo. Al fin y al cabo, en nuestro Estado, la vacunación, como cualquier otro tratamiento médico, no es obligatoria. Un principio crucial en el ámbito médico es el de autonomía, la existencia de un consentimiento informado que haga que prevalezca la voluntad del paciente frente al criterio del experto sanitario. La introducción de este pasaporte COVID supondría una imposición autoritaria que anularía de forma indirecta la posibilidad de una toma de decisión libre.
En nuestro Estado, la vacunación, como cualquier otro tratamiento médico, no es obligatoria.
Pese a todo, hay quien defenderá que la salvaguarda de la salud pública debería pesar más que todo lo anterior. Salvar vidas y proteger a los vulnerables sería, desde ese punto de vista, más importante que cualquier dubitación o, incluso, cualquier daño futuro que se pudiera derivar de las vacunas. Pero, ante una posición de ese tipo, es inevitable preguntarse cuál es nuestro criterio a la hora de definir qué es un riesgo para la salud pública y cuantificarlo. Además hace inevitable preguntarse ¿quién y cómo define qué es legítimo hacer frente a lo que se considera un riesgo?
¿Quién y cómo define qué es legítimo hacer frente a lo que se considera un riesgo?
Si el criterio para definir la peligrosidad fuera el de la capacidad de producir muertes a lo largo del tiempo, ¿no serían mucho más peligrosos que la COVID-19 el cambio climático, la contaminación del aire o el transporte por carretera? ¿no generan muchas más muertes enfermedades crónicas asociadas a nuestros modos de vida actuales como el cáncer, las dolencias cardiovasculares, la obesidad o la diabetes? Si el criterio fuera el de la capacidad de generar daño económico, ¿no es mucho más peligroso el modo en que el capitalismo industrial devasta la biodiversidad y erosiona las condiciones biosféricas compatibles con la vida humana o exprime hasta las heces los últimos restos de los combustibles fósiles, poniendo el riesgo el conjunto de procesos económicos? O más aún, si construyéramos un criterio de riesgo que introdujera factores sociales más amplios, ¿no sería la desigualdad una plaga social mucho más grave y virulenta que la COVID-19?
¿No serían mucho más peligrosos que la COVID-19 el cambio climático, la contaminación del aire o el transporte por carretera?
Ninguno de esos problemas son objeto de medidas de excepción por parte de estados de todo el mundo. Tampoco es habitual defender que la lucha contra ellos, cuando se da, legitime la suspensión de la autonomía de la manera en la que lo haría el pasaporte COVID. No constatamos la omnipresencia de estas cuestiones en los debates públicos, ni hay una emergencia nacional ni mundial frente al colapso ecosocial… Y cuidado, con lo anterior no pretendo sugerir que sería deseable que la necesaria reorganización social que necesitamos con urgencia emulara las medidas que han seguido a la extensión de la COVID-19.
En este último año y medio muchas personas cercanas al ecologismo no han perdido la oportunidad de decir algo así cómo: “lo que esta crisis demuestra es que el Estado sí tiene capacidad de maniobra y de imposición y que, por tanto, puede también hacer uso de ella para luchar contra el cuadro de patologías que presenta nuestro planeta Gaia”. No es casual que en este último año la popularidad de autores como Andreas Malm, que explícitamente aboga por un ecoleninismo que emule las revoluciones autoritarias y militaristas del siglo XX, haya aumentado notablemente.
Que desde el ecologismo social amparemos, aunque sea con todo tipo de matices, este tipo de vinculación entre lucha contra la crisis ecosocial y reducción de derechos es profundamente peligroso. Primero, porque genera la ilusión de que el Estado, un organismo históricamente corrupto, oligárquico, autoritario y burocrático, puede llegar a convertirse en un auscultador del bien común y una herramienta cuasi neutra de mediación y organización de la vida social. O, como poco, de que es lícito confiar en que cierto tipo de Estado será capaz de poner freno al caos por venir, aunque para ello tuviéramos que pagar el precio de la constitución de nuevos ecoautoritarismos de izquierda que emularan, con nuevos ropajes, los viejos autoritarismos de la izquierda del siglo XX.
Que desde el ecologismo social amparemos este tipo de vinculación entre lucha contra la crisis ecosocial y reducción de derechos es profundamente peligroso.
Pero, en segundo lugar, porque indirectamente estamos contribuyendo a la instauración de un clima discursivo que puede dar alas al reforzamiento de discursos ecofascistas que tomen como coartada estas crisis para hacer avanzar programas regresivos y caníbales en lo social. Aunque es de cajón que diferentes tipos de Estado tienen el potencial de general distintos escenarios de respuesta frente a las crisis presentes y futuras, hoy más que nunca tenemos que abogar por procesos de autoorganización social que tomen como propio el reto de transformar nuestros modos de vida, nuestros metabolismos, nuestras tecnologías, nuestros deseos y nuestras prioridades sociales. Solo así podremos conjugar la lucha contra la crisis ecosocial con la defensa e incluso profundización de la democracia. Nuestras propuesta deben estar basadas en una noción sustantiva de autonomía social, y en ningún caso pasar por la reducción de derechos y el protagonismo del Estado.
En todo caso, y al margen del difícil debate que las consideraciones anteriores abre, podemos afirmar que, incluso asumiendo que la COVID-19 fuera el riesgo número uno para la salud pública del momento y que, por tanto, la necesidad de luchar contra ella tuviera que ser la prioridad absoluta de nuestra organización social, la vacuna seguiría sin ser nuestra única opción. Es más, hasta cierto punto lo que esta solución tecnocientífica oculta son las causas estructurales que han permitido la aparición y la extensión de esta pandemia, que no son otras que el capitalismo globalizado y la trayectoria destructiva de las dinámicas industriales. Sin hacer mella en esas causas mediante transformaciones sociales y económicas, que deberían comenzar por la reestructuración del sistema sanitario, su democratización y el aumento de los recursos sociales destinados al mismo, a la vuelta de la esquina nos esperarán más pandemias y crisis de todo tipo (climáticas, energéticas, de subsistencia, etc.)
La razón de fondo de la centralidad que ha adquirido la búsqueda de la vacuna primero, y su imposición obligatoria después, es la hegemonía del imaginario del progreso, la tecnololatría de nuestras sociedades, la naturaleza capitalista de nuestra economía y el ansia de beneficios de las empresas farmacéuticas. Nada de ello debería bastar para justificar el tipo de experimentación a gran escala que supone la pretensión del 100% de vacunación a nivel mundial, una medida que además contradice una de las enseñanzas básicas del Principio de Precaución: ante la sospecha de posible daño es crucial la existencia de población no expuesta que pueda después servir como grupo de control para los estudios epidemiológicos. Mucho menos debería poder justificar la extensión de medidas de control como el pasaporte COVID.
La razón de la centralidad que ha adquirido la vacuna es la hegemonía del imaginario del progreso y la naturaleza capitalista de nuestra economía.
En conclusión, todo tiene un límite, y no podemos seguir guardando silencio. Estos debates, y probablemente muchos otros, tienen que abrirse de la forma mas amplia y serena posible. No podemos seguir tolerando que la polarización social creada en torno al concepto de negacionismo nos impida tener capacidad de influencia democrática en nuestro devenir social. Y, por supuesto, tenemos que impedir que medidas autoritarias como la introducción del pasaporte COVID sienten peligrosos precedentes en una época que, por desgracia, sabemos que promete ser convulsa.