En medio del creciente malhumor social, el presidente Mauricio Macri parece decidido a ejecutar el plan que insinuó incluso mucho antes de ser electo: el de una renovación interna sindical para discutir todos los convenios laborales, con la (inverosímil) intención de generar empleo. Un golpe de mano audaz teniendo en cuenta que, a un año […]
En medio del creciente malhumor social, el presidente Mauricio Macri parece decidido a ejecutar el plan que insinuó incluso mucho antes de ser electo: el de una renovación interna sindical para discutir todos los convenios laborales, con la (inverosímil) intención de generar empleo. Un golpe de mano audaz teniendo en cuenta que, a un año de su gestión, todos los números de la economía están en rojo y el fantasma del 2001 ronda por los corazones de millones de argentinos. No solo ha perjudicado con sus políticas los intereses de los trabajadores sino que, además, el equipo gobernante y sus aliados exhiben un indisimulable desprecio de clase hacia ellos.
En primer lugar, el presidente se quejó de los dirigentes sindicales que «conducen gremios desde hace 20 ó 30 años«, sin reparar en que sus propios aliados de la CGT -como Luis Barrionuevo y Gerónimo Venegas- están eternizados en la cima de sus gremios. En otro contexto discursivo, el planteo retórico sobre la perpetuidad de los jefes sindicales tendría visos de legitimidad.
Pero la verdadera razón del plan oficial es otra: «hay que discutir todos los convenios laborales otra vez«, expresó hace pocas semanas el presidente en un acuerdo de Educación Digital, ya que «estamos en el siglo XXI y no podemos seguir aplicando convenios del siglo XX» (…) «Al aferrarnos a esos convenios lo que hacemos es debilitar los puestos de trabajo que tenemos«.
En verdad, no es la primera vez que arremete contra los trabajadores: ya en otras ocasiones criticó el ausentismo, las licencias laborales y todo tipo de mezquindades y picardías de los asalariados en perjuicio de las patronales. El rechazo de clase es manifiesto en el empresario que se ha jactado siempre de decir que «los sueldos son un gasto más«. Sólo que ahora es el presidente de la Nación.
También en sintonía con sus dichos, el ministro de Producción Francisco Cabrera había sostenido ante empresarios que «tenemos que bajar el costo del empleo«. Sumado a otras boutades como la de Prat-Gay («arriesgar empleos a cambio de salarios«) o la de González Fraga («se les hizo creer a los argentinos que con un sueldo medio podía comprar celulares o viajar«) existe en el propio riñón del gobierno una clara animosidad contra las conquistas laborales y sindicales de los argentinos. Y el argumento no es más que otra zoncera neoliberal: en el siglo XXI hay que aplicar convenios laborales del siglo XXI.
El gobierno no solo está aplicando políticas del siglo XX -el neoliberalismo ha fracasado en 1976 y en los años noventa en la Argentina, y está fracasando en el mundo- sino que su idea de primarización de la economía es decimonónica. Detrás de la discusión sobre los convenios laborales se esconde la triste sombra de la flexibilización. El titular de la CTA, Hugo Yasky, consideró que Macri propone convenios del siglo XXI para terminar con las paritarias y restaurar «la flexibilización laboral y la quita de derechos, que es el modelo que se trata de copiar del sudeste asiático«.
Otro modelo caro al neoliberalismo es Chile. Sin embargo, «el plan laboral chileno -aseguró José Luis Ugarte Cataldo en su libro «El nuevo derecho del trabajo» – fue una profunda desregulación del mercado de la legislación laboral de clara inspiración neoliberal, adoptada durante la dictadura de Pinochet» y supuso «una gran ampliación de los poderes del empleador y una disminución de los derechos del trabajador, acompañada de una minuciosa reglamentación restrictiva de las relaciones colectivas del trabajo (…) No se trató de un accidente o incidente histórico, sino de la concepción de toda una legislación inspirada en la desarticulación de la acción colectiva y en la mayor individualización posible de las relaciones individuales de trabajo«.
En un encuentro empresarial días atrás, Enrique Pescarmona, presidente del holding metalúrgico IMPSA, afirmó que «un tercio de los argentinos es pobre, pero muchos son inempleables» y, casi como al pasar, desgranó otra lindeza: «Las chicas de 14 años se hacen preñar para que les den unos mangos» con la AUH. El empresario, cercano al gobierno, había dicho además que «el asistencialismo no existe, es retrógrado«, cuando es notorio que el propio Pescarmona cimentó su fortuna, como otros patriarcas de la vieja burguesía vernácula, al calor del asistencialismo estatal. Yasky los retrató sabiamente: «son un empresariado parasitario que vivió chupando de la teta del Estado, pero cuando el Estado le da una moneda a un pobre, ponen el grito en el cielo«.
El desprecio de la clase dominante por los trabajadores se manifiesta a través de los voceros del poder político: para ellos, son la grasa sobrante heredera de aquel aluvión zoológico, los pícaros que especulan con vaciar los bolsillos de sus patrones, los empleados poco capacitados, anormales o inempleables. El propio presidente recomienda «encontrar mecanismos inteligentes de generación de trabajo y bajar la litigiosidad laboral» e interpela a los trabajadores para «ver qué puede ceder cada uno, no qué más le puede sacar» a los empresarios.
Es la construcción de una élite orgullosa de su identidad de clase, a la que se asume pertenecer ya sea por herencia o por dinero, y que siempre debió concebir «una idea del mérito asociada a la justificación de su lugar en la sociedad«, tal como expresa la antropóloga Victoria Gessaghi en su libro «La educación de la clase alta argentina. Entre la herencia y el mérito». El espacio de la educación en las clases privilegiadas no sólo constituye una huella identitaria sino también una clara diferenciación social frente a los discursos igualitaristas arraigados en el imaginario, como el de la escuela pública, laica y gratuita. El Colegio es el epicentro de la consolidación de redes de pertenencia a un grupo selecto. El grupo de amigos del Colegio Cardenal Newman que hoy gobierna el país, más una veintena de exclusivas instituciones escolares en las que se educó y educa el patriciado nacional y también la mayoría de los ministros del actual gabinete, con sus retiros espirituales y sus clisés de clase, constituyen un ejemplo de ésta construcción de las élites.
El modelo que el neoliberalismo quiere recrear para los trabajadores podrá ser más sofisticado pero es tan antiguo y perjudicial como los anteriores: el objetivo es terminar con las paritarias y que cada trabajador discuta sus propias condiciones laborales -horarios, salarios y derechos sociales- en forma individual. Esto no es novedoso aquí ni en el mundo: la reforma laboral en Francia, que lleva el nombre de su ministra de Trabajo, Myriam El Khomri, pretende modificar en profundidad el mercado laboral francés, flexibilizar la organización del trabajo, abaratar el despido y permitir que los convenios de empresa primen sobre los acuerdos sectoriales. La reforma va en línea con las medidas reclamadas por Bruselas, y ha desatado a lo largo de este año huelgas y manifestaciones de rechazo. En Chile, según el jurista Ugarte Cataldo, «la flexibilidad laboral y sus partidarios muestran hoy una cara menos agresiva. La lucha de ahora en adelante cambia de eje. Ahora en Chile los términos del debate serán flexibilidad o adaptabilidad laboral«. Lo dicho: una flexibilización más sofisticada y cool.
Toda reforma laboral en esa dirección no implica otra cosa que exacerbar el darwinismo social, en el que los más aptos -aquellos que sean flexibles o adaptables laboralmente- sobreviven, y los que carecen de esas cualidades quedan excluidos. Entre estos últimos debería contarse la larga legión de inempleables a la cual aludió Pescarmona. Por lo demás, las consecuencias de la reforma son las ya conocidas: precariedad laboral, contratos basura, inestabilidad, pérdida de antigüedad, derogación de las indemnizaciones por despidos e incertidumbre.
Tal como expresó con lucidez en el diario «The Guardian» el ambientalista británico George Monbiot, para el neoliberalismo «las organizaciones obreras y la negociación colectiva no son más que distorsiones del mercado que dificultan la creación de una jerarquía natural de triunfadores y perdedores. La desigualdad es una virtud: una recompensa al esfuerzo y un generador de riqueza que beneficia a todos. La pretensión de crear una sociedad más equitativa es contraproducente y moralmente corrosiva«.
En sintonía con el desprecio de clase se suma una avanzada contra los derechos de los trabajadores. La creciente desocupación ahondará la anemia de algunos gremios para torcer sus brazos e imponer la reforma. Así y tal como expresó Monbiot, «el mercado se asegurará de que todos reciban lo que merecen«.
Gabriel Cocimano (Buenos Aires, 1961) Periodista y escritor. Todos sus trabajos en el sitio web www.gabrielcocimano.
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