«Para quienes renunciamos a toda hermandad y tratamos de pensar sin barandillas, Twitter es un campo minado, además de una máquina brutal de generar ostracismos».
Un elemento fundamental para que haya diálogo reside en escuchar. Añadiría que esto ha de hacerse en libertad, sin agresividad ni voluntad de exhibirse, sin el narcisismo que precisa lo que clínicamente se denomina como seguidores-sombra. Twitter nos tiene cada vez más enredados, agrupados en hermandades que se miran de reojo, donde quienes tratan de mantener cierto pensamiento libre, curioso y reflexivo, a duras penas sobreviven inermes, permanentemente emboscados o tentados por el clima general que nos lleva a soliviantarnos a la mínima con los avatares digitales de unos otros difícilmente imaginables.
Cuando estableces un diálogo has de estar dispuesto a moverte de tu posición inicial, mostrarte abierto a ser conmovido incluso. Como sucede cuando nos acercamos a nuestro foro interno sin miedo y sin intención de jibarizarlo, nuestras facultades conviven, todas aportan. El pathos, las emociones, incluso las mudas sensaciones surgidas del cuerpo, se entremezclan con las más frías razones para ayudarnos a pensar. Mientras, la phantasia resulta imprescindible para entender la posición desde la que se expresa tu interlocutor, su anhelo y su mirada, sus dudas y zozobras. Es imposible ponerse por completo en los zapatos de otro, pero sí puedes ir un poco más allá de los cerrados límites de lo que interpretas como tu yo para enriquecerte mediante la comunicación con el otro. Ayuda, cómo no, tenerlo presente a tu lado. Todo esto en sí mismo es ya un rasgo de ese ethos que puede ayudarnos a conformar no solo nuestro propio carácter como ciudadanos lejos del dogma y de la secta, sino el carácter colectivo de una democracia a la que se quiere plural y equitativa.
Volver a los clásicos importa porque nos ayudan a pensar desde sus conceptos fundacionales, resultan como antídotos cuando percibes que te has envenenado tontamente.
Aristóteles decía que la retórica y la dialéctica eran antístrofas, una palabra muy complicada para expresar en realidad la relación de cercanía y complementariedad, cercana a la oposición, que ambas mantenían. Si la primera surge como ciencia del bien decir, inseparable del bien escuchar, algo muy diferente al simple hablar/oír sin prestar atención, la segunda había sido ensalzada por Platón y sus seguidores como el método o camino más adecuado para llegar a la Verdad. Isócrates denominaba a los platónicos, significativamente, los disputadores, mientras es conocido cómo estos denigraron por tierra, mar y aire a los sofistas, grandes maestros de retórica, de forma que históricamente su propia denominación pasó a ser un insulto. No había twitter en Atenas, pero a comienzos del siglo IV antes de nuestra era, los académicos platónicos y los discípulos de la paideia isocrática encabezaban visiones distintas de la educación ciudadana, pugnando por el rumbo de las almas de sus conciudadanos.
Tengo en aquella vieja querella, como en casi todo debate tuitero, qué se le va a hacer, mis preferencias de partida. Zenón de Elea lo resumió maravillosamente cuando dijo que la retórica era una mano abierta, mientras la dialéctica se asemejaba a un puño cerrado.
La dialéctica griega, tamizada por la teología cristiana medieval, pronto devino una auténtica ars disputatrix de la mano de la escolástica, algo que fue llevado a su máxima expresión teórica por Tommaso D´Aquino (1224-1274). Se trataba de una contienda por la Verdad que se ejecutaba a base de un intercambio de golpes argumentativos que pudieran derrotar la posición contraria, convirtiendo y conquistando el mundo interno del adversario. No había lugar para la existencia del diferente, el heterodoxo, el judío: las opciones eran dos, enrolamiento o aplastamiento. Encajaba por tanto como un guante en la misión de los dominicos (los domini canis, perros del Señor), la orden de predicadores donde ingresara el noble napolitano de Aquino y que, junto a la orden militar de la Militia Jesu Christi, había sido fundada en 1217 por el castellano Domingo de Guzmán (1170-1221) para combatir a unos paradigmáticos herejes, los cátaros.
Hoy en Twitter predomina la dialéctica entre hermandades. Lo digital pone obstáculos a nuestra imaginación del interlocutor. Como en el circo romano, miles de seguidores observan la disputa entre gladiadores de la palabra breve, punzante y contundente, humillante si es posible, y deciden a quién jalear. La presión ante un mal paso puede llegar a ser paralizante, dificultando la libertad no ya de expresarte sin complejos, sino de escuchar atentamente las razones ajenas. Si perteneces a un partido o facción, o al menos si has logrado su aprobación recientemente, te han hecho de los suyos y multiplican exponencialmente tus escritos y opiniones, temes soliviantarlos y perderlos si dudas, criticas o te posicionas inesperadamente con la facción rival en un debate central.
Los últimos debates tuiteros me han descorazonado, enfadado, envenenado y finalmente llevado a escribir este texto desde el que tomar una pequeña gran decisión para mí, cerrar completamente mi cuenta de Twitter. No soy la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, a la que con los días cada vez entiendo mejor. Mi cuenta es pequeñita, aunque valiosa para mí por los contactos que me permite mantener con gente o instituciones que admiro y valoro. Y sin embargo creo que es la decisión más constructiva de cara a fortalecer una visión retórica de la política y de la vida frente al descomunal peso de la empobrecedora dialéctica que tanto frena, a mi entender, la construcción del proyecto político transformador, ecologista y radicalmente democrático que me gustaría para mi comunidad política.
Decía que las últimas polémicas me han descorazonado porque observo el infame nivel teórico de algunos debates políticos que están guiando la lectura política de tanta gente. Que se nombre la Modernidad y la Ilustración, así en mayúscula y en singular, para criticar el Progreso y el Liberalismo, no puedo evitar que me soliviante. ¿O acaso no se sustentó la modernidad ilustrada en la noción omnipotente de progreso? ¿Es que no resulta indisociable del Antropoceno que se ha provocado? ¿Nadie va a decir que la Ilustración creció a la sombra del liberalismo en plena expansión capitalista cuando a la democracia ni se la esperaba? ¿Hablamos realmente de un proyecto de vocación universal sin reconocer su carácter plural, colonial y situado en la cultura cristiana europea? ¿Dónde está ese abismo que nos enseñó Stephen Toulmin entre la primera modernidad humanista y aquella triunfante con Bacon y Descartes, pronto con Newton, en el siglo XVII? ¿Dónde las ilustraciones diversas, moderadas y radicales, italianas, españolas, escocesas y francesas? ¿Es que nadie osa plantear la centralidad de la cuestión judía de aquel entonces para entender mejor el debate migratorio actual? ¿De verdad se pasa de largo por las dos caras de un proyecto emancipatorio que, a la vez, resultó tan opresivo, sin ir más lejos para las mujeres?
Pero en esas estamos, resulta muy difícil, si no imposible, encontrarlo o plantearlo en Twitter, quizá porque no dan los 140 caracteres, o porque se te puede acusar de posmoderno, pues ahora solo valen los conceptos como etiquetas y armas, utilizados para caricaturizar al adversario, sin curiosidad alguna por comprender genuinamente nuestro mundo así como la sustancia histórica y teórica que lo anima.
A renglón seguido escucho las últimas declaraciones sobre las migraciones que domina el debate tuitero, leo a sus defensores y me resulta imposible no ligar sus posiciones a la extrema derecha europea. Recuerdo mis fugaces pero amables encuentros con algunos de quienes hoy sustentan estas posiciones en nuestro país, y sé que no son nazis, sino todo lo contrario, pero no puedo más que tratar de alertar del peligro que supone abrir los oídos de la gente al discurso nativista, más en una peligrosa situación de crisis civilizatoria como la que comenzamos a afrontar. Recuerdo entonces cómo se ha temido entrar todos estos años en discursos que se calificaban de perdedores para las grandes mayorías, como el de la migración, sin plantear una alternativa completa al modelo actual, o cómo se han resucitado las ideas de patria o de familia en la izquierda, sin atender en este último caso a todo lo desvelado por el mejor feminismo de las últimas décadas, y de nuevo me revuelvo.
Percibo entonces que a mí mismo me cuesta escuchar. Algunos de estos debates los he tenido con gente amiga, a la que valoro enormemente, y constato que también convierto rápidamente a personas en monigotes, que desprecio a facciones enteras en disputa y que me creo en posesión de la Verdad, precisamente todo aquello contra lo que llevo años escribiendo. Me analizo en la medida de lo posible y percibo mis sensaciones cuando tal o cual avatar comienza a seguirme o me deja de seguir, me replica o le gusta lo que pongo. Y todo esto sin haber protagonizado nunca ninguna tormenta o gresca tuitera, sin haber sido acosado ni ensalzado a gran nivel en las redes. Y no me gusta.
Me sobreviene así cierto malestar que tan solo se va cuando salgo de la pantalla para volver con mi gente real, cercana y, como se dice hoy, analógica; cuando paseo a mi perra por el campo o me introduzco de lleno, con calma, en las páginas de un libro o en la preparación de mis clases. Ahí me recupero, los antídotos hacen su trabajo y, cada vez más intensamente, asemejo mi relación con Twitter a la que mantenía con aquella telebasura de finales de los 90, que me mantenía enganchado por las noches a costa de hacerme sentir mal y de no construir nada en mi interior, provocándome malos sueños. Como cuando dejé la comida basura –y que perdonen quienes piensen que entonces no soy pueblo–, nunca tomé mejor decisión que dejar de ver ese tipo de programas.
Pues bien, todo esto me lleva a abandonar la cuenta de esta red social, no solamente dejar de usarla, sino también a cerrarla por completo. Se trata así de un acto personal, pero también político. Desde otras posiciones entiendo razonable continuar en esta red. Puedo equivocarme, claro, hay razones convincentes de que abandonar estos espacios desde la izquierda puede abrir el paso a los propagandistas de la extrema derecha y demás, pero tras meditarlo y dialogarlo con alguna gente cercana, me parece hoy en día lo más acertado.
Hemos de colaborar a oxigenar el espacio público, no me gusta en qué nos convertimos y en qué convertimos a los otros dentro de Twitter. Es verdad que aprendo, que hay cuentas ya míticas para mí que echaré de menos, que te permiten tomar el pulso de algunos debates cruciales de nuestro tiempo, que te recomiendan libros, series o música, artículos interesantes, hilos de divulgación científica apasionantes. Pero es cierto que siempre será mejor conocer en persona a quienes viven complejos tras el avatar. Puede servir de revulsivo, ahora que finaliza la sindemia, para convocar los encuentros, seminarios, conferencias, reuniones de amigos y de compañeras que tanto necesitamos para reconstruir aquello que siempre decimos, el tejido político, social y cultural, cada vez más deshilachado, precisamente, en estos tiempos digitales.
Para quienes renunciamos a toda hermandad y tratamos de pensar sin barandillas, Twitter es un campo minado, además de una máquina brutal de generar ostracismos. Tanto barullo puede llegar a generar miedo a pensar. El diálogo con uno mismo necesita en cambio del silencio y de una amplia libertad, de la escucha atenta del otro en profundidad, tal y como se alcanza en los grandes libros, en las mejores conversaciones en torno a un par de tazas de café. No voy a dejar telegram ni whatsapp pero reconozco que, en cuanto dejemos las mascarillas, los pocos grupos que me quedan ahí serán los siguientes objetivos.
Tengo la suerte de poder expresarme a diario en mis clases enseñando teoría política. Mi trabajo consiste también en investigar y escribir. No puedo más que reconocerme, en este sentido, un privilegiado. Así que seguiré interviniendo en el espacio público, expresando mis posiciones sin complejos, avanzando en ese aprendizaje continuo que es la buena escucha, ensayando propuestas de una manera si cabe más constructiva, recordando aquello de Zenón sobre la mano abierta, presta a la acogida de los distintos, que al fin y al cabo somos todos con todos. Pero lo haré tomándome mi tiempo, reflexionando, dialogando, recuperando tiempo de calidad, viviendo más en mi privacidad, en esa esfera oculta a esa ventana insomne y permanente de mis queridos y odiados avatares tuiteros, a los que ya echo de menos, pues no puedo evitar amar las contradicciones. Pero a todos ellos espero encontrármelos de nuevo en las plazas, las aulas y las calles. Y entonces, volver a construir en común, dialogando en libertad.