Un año de gobierno de Cambiemos, un año de depresión económica y ajuste. Doce meses de aceleración de la crisis transicional del neodesarrollo. La economía cae más de 3,5 por ciento en comparación con un año antes, el consumo masivo se reduce en magnitudes similares, el desempleo salta para acercarse al 10 por ciento de […]
Un año de gobierno de Cambiemos, un año de depresión económica y ajuste. Doce meses de aceleración de la crisis transicional del neodesarrollo. La economía cae más de 3,5 por ciento en comparación con un año antes, el consumo masivo se reduce en magnitudes similares, el desempleo salta para acercarse al 10 por ciento de la población económicamente activa. Aumentos salariales por debajo de la inflación, despidos y empobrecimiento son la cara (im)popular del golpe de timón que propuso la fuerza política que remplazó al kirchnerismo.
El gobierno de los Ceo (como les gusta decirle a muchos, por la composición empresarial de los funcionarios del gobierno de Cambiemos) llegó para superar el estancamiento de la economía argentina en el último gobierno de Cristina Fernández.
Con un discurso optimista, supuso que la reorganización macroeconómica iba a rendir frutos rápidamente. Devaluación y apertura unilateral de la economía en lo comercial y financiero (fin del control de cambios), fuerte reducción en los impuestos a las exportaciones primarias (agropecuarias y mineras), eliminación de subsidios en los servicios públicos y aumento de sus tarifas, y cierre del conflicto por la deuda pública con los acreedores externos que no se habían sumado a las renegociaciones de 2005 y 2010. Todo esto debía conducir -según el discurso hegemónico- a una lluvia de inversiones que impulsaría el crecimiento económico. Sin embargo, lo único que logró fue provocar una disparada de la inflación (que superó el 40 por ciento anual), la destrucción del poder de compra de los salarios, el remplazo de producción nacional por productos importados (mientras la producción local cae, las importaciones de bienes de consumo aumentan fuertemente) y, consecuentemente, una contracción brutal de la actividad económica en prácticamente todas las ramas de actividad. Si la política interna no colaboró con la recuperación, el contexto global tampoco ayudó: Brasil se hunde en una recesión y crisis política, los países centrales se encuentran estancados y atravesando una crisis social y política sin precedentes (con el triunfo del Brexit en Reino Unido y de Trump en Estados Unidos como mascarones de proa) y China en un proceso de desaceleración y crisis inminente.
Los límites del neodesarrollo en su etapa kirchnerista persisten. La acentuación del giro neopopulista de derecha (conservador, liberal) no encuentra aún las claves para construir su superación.
La estrategia de Cambiemos apuntó primero a reconfigurar la macroeconomía buscando construir una matriz distributiva (producción y apropiación del valor y plusvalor) acorde a la estructura del capital social. La pregunta que debía responder era cómo lograr que el extractivismo extranjerizado (agronegocios, minería e hidrocarburos) pudiera arrastrar al resto de la economía; todo ello con el apalancamiento del sistema financiero y en un marco de mayor apertura económica. El cambio en la política económica debería -esperaban- crear las señales adecuadas para inducir la inversión. Esa pregunta aún carece de respuesta.
El año 2017 es de elecciones de «medio término» (legislativas), y si Cambiemos pretende continuar gobernando debe -como condición necesaria pero no suficiente- mejorar su desempeño electoral. Recesión, debilidad político institucional y conflictividad social son los ingredientes para la debacle, y el gobierno de Macri lo sabe.
Por ello intenta construir una base social más amplia que la que lo llevó al control del Estado. (Recordemos que Cambiemos ganó -por poco- en la segunda vuelta electoral de noviembre de 2015, luego de sacar menos de 33 por ciento en la primera.) En ese intento ha buscado tender puentes con fracciones del peronismo, especialmente el PJ no kirchnerista, apelando al uso discrecional de la política fiscal (fondos para obras públicas y programas sociales diversos). De todos modos, el gobierno sabe bien que el peronismo es un aparato político electoral experto en vandorismo (confrontar para negociar) y un socio dúctil pero poco confiable.
Por otra parte, Macri no sólo pretende ampliar su sustento en el aparato del sistema político, sino sobre todo crear las condiciones para la gobernabilidad. Eso requiere limar diferencias con las organizaciones sindicales más fuertes (en particular, dentro de la peronista Confederación General del Trabajo, Cgt) y buscar integrar parcial pero eficazmente a las organizaciones sociales con capacidad disruptiva (en especial el espacio liderado por el Movimiento Evita). La ministra de Desarrollo Social, Carolina Stanley, y el ministro de Trabajo, Jorge Triaca, han sido clave en esta transición. La transferencia de fondos de obras sociales (servicios de salud) a las cajas sindicales (una masa total de recursos de 30.000 millones de pesos), la aprobación de la emergencia social (que transferirá cerca de 10.000 millones de pesos anuales a la «economía popular», a través de las organizaciones sociales) y la votación de la reducción parcial del impuesto sobre los salarios («impuesto a las ganancias») pagado por las fracciones más formalizadas de la fuerza de trabajo, han sido prenda de canje para un verano tranquilo.
¿Muestra de debilidad o fortaleza del gobierno? El tiempo dirá si el pueblo organizado se resigna a seguir esperando la recuperación económica (aun si ella supone profundizar el extractivismo extranjerizado), o si la recomposición política de las clases que viven de su trabajo logra canalizar el descontento social en mayor inestabilidad social y política, y -eventualmente- la crisis del régimen político para promover un cambio de rumbo. Paradójicamente, este diciembre la vieja frase «Que se vayan todos» volvió a escucharse en las calles porteñas, en una protesta de las y los jóvenes científicos que el gobierno pretendió despedir. Ese sector social, típicamente poco activo y menos politizado, pudo frenar (aunque parcial y precariamente) ese intento, sumándose activamente a la ola de descontento; el ministro de Ciencia y Técnica, Lino Barañao, golpeado, pudo soportar la presión y continúa en su cargo. Sin embargo la mecha parece encendida y el «fantasma de 2001» resuena, presente.
Lo cierto es que la creciente impaciencia social con el ajuste sin fin y sin destino aparente pone nerviosos a más de uno, en especial a quien el gobierno espera hace meses que tome la posta: el gran capital trasnacional. El cambio reciente en el «ministerio de economía» (el ministro Prat Gay fue remplazado y su ministerio de Hacienda y Finanzas dividido en dos) parece abrir una nueva etapa en la estrategia gubernamental. La aceleración del ajuste fiscal es la más reciente señal con la que el gobierno busca convencer a los «inversores» de que está dispuesto a todo, aun si debe hacer concesiones tácticas como las mencionadas. A los 40 mil despidos en el sector público, la caída en los salarios reales de los empleados del Estado (cercana al 10 por ciento en 2016), y la reducción de los subsidios a la luz y el gas se suma la eliminación reciente de la devolución parcial del impuesto al valor agregado sobre el consumo bancarizado (con tarjetas de débito), un proyectado recorte progresivo en impuestos sobre la nómina salarial y una nueva ola de despidos en el Estado (ahora mismo cerca de 3 mil en el Ministerio de Educación).
Por el momento lo único que avanza en Argentina es la especulación financiera de la mano del «blanqueo» de capitales no declarados y de la política de tasas de interés elevadas por parte del Banco Central. Unos pocos «brotes verdes» se observan en la economía a comienzos de 2017, con algunas ramas, pocas aún, mostrando algún signo de haber tocado fondo y rebotado; las exportaciones primarias muestran signos de algún leve aumento en noviembre luego de un año de retracción. Con el dólar cada vez más barato (casi congelado desde principios de 2016, con una inflación elevada) y el crédito alimentando las esperanzas de consumo e inclusión de millones de trabajadoras y trabajadores pobres, Cambiemos enfrenta el dilema de convertirse en una versión mejor del kirchnerismo con el fin de construir un capitalismo posible (gobernable) o ceder a corto plazo ese lugar. Para el pueblo las esperanzas se centran en construir una alternativa política que canalice la conflictividad y la resistencia social al ajuste capitalista en un proyecto superador de la alternancia neodesarrollista contemporánea. El futuro está abierto.
Mariano Féliz. Doctor en economía y ciencias sociales. Investigador Idihcs-Conicet-Universidad Nacional de La Plata. Profesor Unlp. Militante de Comuna en el Frente Popular Darío Santillán-Corriente Nacional, de Argentina.
Fuente: http://brecha.com.uy/