A quince días del fatídico tuit promocionando $LIBRA, mi impresión es que Javier Milei va a salir golpeado pero en pie del criptoescándalo.
En primer lugar, por la naturaleza propia de la corrupción, el más inasible de los problemas sociales. La gente la considera un asunto grave (las encuestas la ubican siempre en los primeros puestos de la preocupación colectiva), pero lejano. A diferencia de otras cuestiones, como la inflación o el desempleo, que se pueden cuantificar sin complicaciones, la corrupción es difícil de medir (1). Se asemeja en este punto a la inseguridad, un drama social que tampoco resulta sencillo estimar: la estadística más utilizada, la tasa de homicidios por habitante, captura sólo una parte del problema. Pero con una diferencia decisiva: la inseguridad es comprobable, todos conocemos a alguien al que le robaron el celular en la parada del colectivo o sufrió una entradera en la puerta de su casa, del mismo modo que podemos verificar que los precios aumentaron visitando el supermercado o que hay una crisis de empleo porque tenemos un primo que no consigue trabajo, y en cambio nadie puede “ver” la corrupción, que para alcanzar su estatus de problema social depende de la intermediación de la prensa; la corrupción es por definición una construcción de los medios.
Por eso, más que entender si hay “mucha” o “poca” corrupción, si un gobierno “es” o no corrupto, resulta interesante analizar qué es lo que hace la sociedad con ella, cuáles son sus efectos sociales y políticos. En uno de los mejores libros publicados sobre el tema (2), el sociólogo Sebastián Pereyra estudió el modo en que la corrupción –entendida como una crítica moral de la actividad política– se incorporó al lenguaje cotidiano de Argentina en los años 90 (antes, claro, había corrupción, sólo que no era percibida como algo grave). Pereyra explica que la forma bajo la cual la corrupción irrumpe en la escena pública es la del “escándalo”, un proceso que comienza con un episodio que estaba oculto, se devela, genera indignación y produce, por fin, consecuencias políticas.
En segundo lugar, sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en los 90 con una escena mediática menos polarizada y sin las fracturas cognitivas de las redes sociales, la configuración actual de la política tramita los casos de otra manera. Si en el pasado un episodio como la criptoestafa hubiera sido un escándalo, por decirlo así, ecuménico, hoy quedó atrapado en la lógica voraz de la grieta, de modo tal que sus efectos llegan a una parte de la sociedad. En este sentido, resulta interesante comprobar que sólo la prensa gráfica, que sigue virtuosamente anclada en el siglo XX, rompió con esta lógica binaria, notoriamente el diario La Nación, que a pesar de su alineamiento económico con el gobierno publicó la mejor información sobre el tema. Pero es una excepción, porque en general la escena pública mantuvo su estructura polarizada. “Los escándalos actuales, entendidos como fenómenos comunicacionales, es decir más allá de su confirmación judicial, tienen un techo, ya que se dirigen a públicos que están fragmentados y escindidos por clivajes previos y más profundos. En otras palabras, cada escándalo le habla a su público”, escribió Pereyra.
En tercer lugar, para que un episodio de corrupción produzca consecuencias no sólo tiene que estar respaldado por hechos sino que además tiene que ser mostrable por los medios y comprensible por la sociedad. El caso de José López quedó grabado en la memoria colectiva en la escena del exsecretario de Obras Públicas tocando la puerta y dejando los bolsos en el piso de la vereda del convento para que las monjas los recojan (aunque, como señaló agudamente Jaime Durán Barba, nunca revoleó el dinero por encima del paredón, como muchos creen haber visto). El potencial devastador de la foto del cumpleaños de mi querida Fabiola es que era justamente eso: una foto. En esta ocasión, en cambio, entender la esencia del caso exige ciertos niveles de conocimiento y un manejo de una tecnojerga (“rug pull”, “pomp and dump”) ajena a una mayoría de la sociedad.
En cuarto lugar, para que un escándalo crezca hasta convertir a la corrupción en un problema que afecte al gobierno tiene que haber una sociedad dispuesta a percibirlo como tal, un ánimo colectivo. La corrupción siempre está, pero tiene que darse un cierto momento emocional para que se haga visible. De Menem a Kirchner, perdonados primero y condenados después, la historia demuestra que la corrupción aparece no al principio sino al final de los ciclos políticos, junto al desencanto, y por sí misma no alcanza para cambiar una correlación de fuerzas. Por eso, más que como una fuente de conflicto específica, la corrupción opera como un “plus de indignación” que se agrega a otros reclamos, relacionados con temas duros como la inflación, el empleo o la pobreza: refuerza un diagnóstico social previo, no lo crea. Y en este sentido mi impresión es que la mayoría de la sociedad, incluyendo a muchos de quienes no lo votaron, sigue apostando al éxito del gobierno; que el “¿Y si funciona?” que tanto circula en las redes no es una pregunta sino el deseo de muchos (algo por otro lado totalmente lógico después del fracaso socioeconómico de los últimos años). Como sostuvo Martín Reydó, director ejecutivo de Fundar, en un debate organizado por Futurock (3), el corazón de la legitimidad mileísta, fundamento último de la coalición policlasista que lo sostiene, permanece intocado: inflación a la baja para aliviar el día a día de los sectores populares, dólar barato para apuntalar el consumo de la clase media y activos financieros revalorizándose para satisfacer a una parte del capital.
Más que entender si hay “mucha” o “poca” corrupción, si un gobierno “es” o no corrupto, resulta interesante analizar qué es lo que hace la sociedad con ella, cuáles son sus efectos sociales y políticos.
Por último, una perspectiva global. Tradicionalmente, la teoría social concebía a la corrupción como un problema de los países del Tercer Mundo, como un resabio de los procesos de modernización que se iría solucionando conforme se fueran desarrollando. Esta perspectiva, muy presente en los organismos internacionales y las ONG, dominó las políticas sobre el tema en América Latina (y en otros lugares, como las naciones del ex campo soviético). El enfoque siempre resultó cuestionable, dado los casos de países ricos y desarrollados en los que la corrupción es parte esencial de la vida política y social, con Italia como ejemplo paradigmático, y terminó de caer con el ascenso de países como China o India, que son cualquier cosa salvo modelos de transparencia. La reelección de Donald Trump, el primer Presidente convicto de la historia de Estados Unidos, agrega capas de complejidad al problema.
Pero detengámonos acá. Que el criptoescándalo no sea la crisis terminal que muchos desearían no significa que no tenga consecuencias, entre las cuales destaco dos. La primera, más acotada, es el daño reputacional del gobierno, y en particular del Presidente, en un mundo, el de los criptoapostadores, que le es muy favorable, algo que Milei detectó tempranamente y buscó capitalizar, por ejemplo con la decisión del Banco Central de habilitar cuentas en dólares desde los 13 años. Es un mundo dinámico, integrado en su mayoría por varones jóvenes que comparten con los libertarios sensibilidades y creencias (las criptomonedas son justamente “monedas” creadas sin participación estatal); un mundo que reúne criptos, estafas piramidales, libros de autoayuda, coaching ontológico, apuestas online, OnlyFans, todas cosas diferentes pero unidas por lo que Ramiro Gamboa llama “la fácil” (4). Es justamente en este universo favorable donde Milei quedó expuesto como la víctima de una estafa evidente o como el responsable de un fraude mal concebido.
La segunda es más difusa. Se ha hablado mucho de la autenticidad como uno de los activos políticos más valiosos de la época, un rasgo que comparten y cultivan personajes tan disímiles como Milei y Axel Kicillof. Si Macri siguió –ahora parece que contra sus deseos– el libreto que le escribían Durán Barba y Marcos Peña, si Rodríguez Larreta no da dos pasos sin hacer un focus group y Sergio Massa llegó al extremo de impostar un acento que no era el suyo, hoy los políticos buscan mostrarse como son –lo que por supuesto es otro modo de impostura–. Y en este caso, tanto el escándalo en sí como la interrupción de la entrevista con Joni Viale revelan a un Milei no sólo contaminado por los vicios de los negocios sino, lo que tal vez sea más grave, como un dirigente calculador que no se anima a mostrarse tal cual es.
Cada uno a su modo, todos los líderes populares vivieron su momento de pureza original: Menem, con sus patillas campechanas y su gusto por los deportes populares; Kirchner, con un anti-pejotismo inicial que algunos intelectuales, como el ex secretario de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional, Ricardo Forster, asimilaron «al frío y el viento de Santa Cruz”; incluso Macri, llegado desde el sector privado para “meterse en política”. Tarde o temprano, todos mostraron sus costuras y pasaron al pelotón de los políticos tradicionales, todos revelaron finalmente su “costado Pichetto”. El criptoescándalo no aniquila a Milei, pero lo convierte en uno más.
Concluyamos.
Los procesos sociales son más intrincados y lentos de lo que en general se piensa, pero existen. Por eso el esfuerzo analítico debe apuntar a tratar de ponderar sus efectos concretos, recortarlos. En los mismos días en que Milei difundía en X el contrato de $LIBRA y Joni Viale se dejaba interrumpir por Santiago Caputo, el Congreso votaba la suspensión de las PASO, el Indec anunciaba la inflación de enero, la más baja en cuatro años, y Elon Musk se fotografiaba con la motosierra en la Conferencia de Acción Conservadora, donde Milei se reunió con Trump. Frente a ello, Axel Kicillof lanzó su línea interna a través de un simple comunicado, una jugada comprensible para ganar autonomía del kirchnerismo pero fría como punto de partida para una aventura política de largo aliento. Milei puede sufrir una corrida cambiaria, puede verse expuesto a un shock externo o cualquier otra sorpresa en un mundo en donde lo inesperado es parte del paisaje cotidiano; puede, por supuesto, fracasar, pero está jugando un juego ambicioso en una cancha vacía.
Notas:
1. La medición más difundida es el Índice de Percepción de la Corrupción (CPI) de Transparencia Internacional, que conforma un ranking de 200 países. Como se elabora mediante consultoras que encuestan a empresarios, mide sólo la percepción de un sector determinado de la sociedad, el punto de vista de los negocios. Otros aspectos de la corrupción, por ejemplo, el pedido de dinero para acelerar un trámite jubilatorio o visitar a un pariente encarcelado, quedan afuera.
2. Política y transparencia. La corrupción como problema público, Siglo XXI Editores, 2013.
3. https://www.youtube.com/watch?v=IHZIL2KYmmk
4. https://panamarevista.com/masivo-bro/
Fuente: https://www.eldiplo.org/309-la-internacional-reaccionaria/un-juego-grande-y-ambicioso/