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Un par de almas de Buenos Aires

Fuentes: Tramas

Un libro reciente recopila con rigor y fervor charlas y escritos que el periodista y poeta lunfardo Julián Centeya le dedicara a Enrique Santos Discépolo.

Julián Centeya.

Hermano Discepolín (Selección, presentación y notas por Nicolás Cobelli y Martín Prestía).

Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Alfredo German Spano (Meridión), 2023.

148 páginas.

Quien esto escribe atesora tempranos trozos de memoria sobre el autor de este libro. Fue alrededor de mis diez años. Yo conocía en esa época a Julio Jorge Nelson, un cultor empecinado del canto de Carlos Gardel y sobre todo de la nostalgia y la idolatría en torno a su figura. Lo había visto por televisión más de una vez, hablando de su ídolo en un tono más bien sensiblero, tachonado con arranques histriónicos. Mi papá me había explicado que sus detractores le asignaban el mote de “la viuda de Gardel”. Nelson fue quien acuñó la frase “Cada día canta mejor”, repetida hasta nuestros días.

En una tarde televisiva, creo que un sábado, vi aparecer en la pantalla a otro anciano. Tales eran, para mi percepción infantil, hombres que estaban recién a punto de cumplir 60 años. También hablaba de tangos y recitaba versos con toques lunfardos. A los pocos minutos me permití comentar: “¡Este es igual que Nelson¡” Mi papá esbozó una media sonrisa y me dijo: “No, Centeya es otra cosa”. Esa “otra cosa”, más adelante me lo explicó, era la de ser un “hombre serio”, un poeta. Más todavía, “un hombre de letras”, apelación casi mágica para mi padre, que profesaba un respeto reverencial hacia todo quien tuviera que ver con la literatura y el arte. Siempre que, de acuerdo a su óptica, fuera “serio”.

Un par de años después, en 1971, un gran amigo de la escuela primaria me mostró un volumen cuya tapa rezaba: Julián Centeya, El Vaciadero. El libro era breve y nos dimos a explorarlo a dúo. Con gran regocijo, propio de la preadolescencia que transcurríamos, comprobamos rápido que la narración de la novela (que tal era)), estaba plagada de palabras gruesas y diálogos picantes, con no escasas referencias eróticas. Era el más lector de los dos y convencí a mi amigo de que me correspondía la prioridad para su lectura. Y marché con el ejemplar a mi casa.

Aquel librito me cautivó. Desde apodos de los personajes que me resultaban muy graciosos (“El petiso plantabaja”, se me pasa por la cabeza), hasta los ramalazos de erotismo que ya mencioné, eran muy atrayentes. Y lo que más me subyugó fue la pintura de un ambiente marginal, en torno a la antigua quema de basura, en la zona del Bajo Flores, Y el trabajo de “ciruja” de buena parte de los personajes, hoy se los llamaría “recuperadores urbanos”. Leí y releí El Vaciadero, me había atrapado la magia del sur profundo de la ciudad de Buenos Aires, que a esa altura yo jamás había recorrido.

Aquel entendido en tango; lunfardo y recitado de poemas propios y ajenos quedó en mi recuerdo como una presencia lejana. Esta flamante edición me permitió el reencuentro.

Julián y Enrique.

El libro es una compilación de textos de diverso carácter y procedencia: Conferencias, poemas lunfardos, glosas de tangos, comentarios cinematográficos, escritos para contratapas de discos…

Centeya y Discépolo eran ambos peronistas. El apoyo a Perón fue moneda corriente en el mundo del tango y el lunfardo: Homero Manzi, Cátulo Castillo, Tita Merello, Hugo del Carril, Nelly Omar y un largo etcétera.

Como es muy conocido, el autor de Secreto se involucró en la campaña de Juan Domingo Perón para alcanzar su segunda presidencia. Utilizó su veta más satírica para trazar la figura de “Mordisquito”, arquetipo del antiperonista de clase media con aspiraciones a más. Lo hizo a través de monólogos radiales. Pagó esa manifestación pública con un repudio generalizado en ambientes opositores, expresado en insultos en lugares públicos, sabotajes a sus espectáculos, rotura de sus discos, etc.

El autor de Uno murió en 1951, con problemas de salud que venían de arrastre, acentuados por la depresión que le produjo el hostigamiento, el “vacío”, que le hicieron. Julián había nacido en 1910, Discépolo en 1901. Aquél lo sobrevivió 23 años, murió en 1974. Tal vez por ciertos silencios inducidos por los años de proscripción y persecución, no hacía mayores referencias a esa amarga experiencia que aceleró el fin del gran poeta tanguero. Arturo Jauretche ha contado que lo increpó en público por lo que juzgaba una defección.

Julián se hermana con Discepolín, se asimila a él. Afirma más de una vez que ésteconstruía a conciencia su propio personaje. Él hace lo mismo en algunos de los textos, apoyándose en el vínculo entre ambos para mejor delinear su propio perfil.

Eje de la compilación que comentamos es la transcripción de la conferencia (“Monólogo dramático, lo caracterizan los editores) titulada “Enrique Santos Discépolo: La Biblia contra el calefón bailaba su danza de horror.” En ella testimonia acerca de su amigo. Y reproduce fluidos diálogos entre ambos.

Entre los diálogos es inverificable la distinción entre los que realmente ocurrieron y aquellos que Centeya ficcionaliza, para que se torne más dramático y atrayente su relato. Y acentuar su identificación con el letrista y compositor. Él que llegó a afirmar, en otra exposición: “…muchos-todos- lo conocieron. Yo, en cambio, a Enrique Santos Discépolo lo viví.” Reclama así una distinción exclusiva, una preeminencia en relación a toda la legión de discepoleanos. Eso a más de veinte años del fallecimiento del sujeto de la admiración colectiva, ya que esa intervención es de 1973.

Él que alguna vez firmó como “Shakespeare García”, dedicó asimismo poemas a su amigo, que el libro nos trae, y que además le proporcionan el título. Vale reproducir íntegro uno de los de esa serie:

Luna barata del centro,

cántaro que fue guijarro,

yo te miraba por dentro

y estabas hecho de barro

¡Hermano Discepolín!

¿Qué sueño devolverá

sujeta al viejo piolín

el alma cansada ya?

¿Qué viejo rumor de lluvia?

¿Qué nada? ¡Cuánto dolor!

¿Recuerdas?

Era pequeña, era rubia

durmiendo en tu corazón.

Un desvelado payaso

lloró aquel llanto de raso

Y era el cielo azul turquí

¿Dónde van los que se pierden,

Los que aman y no advierten

que la vida es un morir?

Hermano Discepolín,

Ya nos veremos al fin

en un mundo de guijarros

con una luna de barro

atada a un viejo piolín.

Cercanos pero diferentes.

Sus menesteres no fueron los mismos. Centeya compuso algunos tangos, como el notable Claudinette. Pero sobre todo publicó libros de poemas lunfardos sin correlato musical, cosa que Discépolo no hizo. Él aunaba versos y música, en la mayoría de sus temas, su colega y amigo no fue músico.

Enrique no ejerció el periodismo, Julián hizo de las notas para diarios, revistas y otros medios la fuente principal de su sustento cotidiano, al que a menudo alcanzaba con muchas dificultades. Enrique tuvo desde muy joven vocación de actor, y la practicó, con puntos altos como la película El hincha y variadas actuaciones teatrales. Centeya incursionó en el espectáculo, pero sobre todo como charlista o recitador. El autor de Quevachaché fue director de cine, Julián tuvo relación con ese arte sobre todo como comentarista.

Los dos coincidieron en su devoción por el mundo de la radio, de la que atravesaron su mejor época. El autor de El misterio del tango llegó a la televisión, Discépolo no alcanzó a su inauguración en nuestro país. Este último escribió para el teatro, Julián mucho menos. Sí incursionó en la narrativa, a través de su única novela, de la que ya nos ocupamos. El autor de Yira Yira… nunca tomó ese camino.

Los diferentes recorridos no obstan para que se sintieran hermanados; por el tango, por la época, la ciudad compartida, el peronismo.

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Los compiladores, Prestía y Cobelli han hecho un trabajo minucioso y fecundo, en el que lograron dar con materiales de arduo acceso. Cada uno de ellos redactó su respectivo texto introductorio. Entre los dos produjeron una presentación y fundamentos acerca de la selección de textos que elaboraron.

Les suman la información pertinente sobre su procedencia y anotan y comparan versiones distintas cuando las hay. Y cierran el volumen con un apéndice, glosario de nombres, lugares y sucesos mencionados por Centeya en los textos. Allí aparecen sitios y personajes muy difundidos junto a otros casi secretos. El conjunto facilita la comprensión de las menciones que hace el autor y a la vez funciona como un pequeño compendio de conocimientos sobre Buenos Aires y sus figuras.

Un libro valioso, que trasunta rigor y fervor. Se nota que está hecho no sólo desde el estudio minucioso. Se le aúna la pasión por los personajes y el tema. Luego de leerlo se sabe más sobre el autor y acerca del sujeto de sus empeños y admiración. También sobre la historia cultural de Argentina en los años centrales del siglo XX.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.