Los veo otra vez ahí sentados, y sé que lo tengo que escribir. Por más que nadie quiera leerlo, por más que a todos les suene a historia repetida o demasiado común, lo tengo que contar. Se que no podría dormir si no lo hago, y ni siquiera estoy seguro si contarlo será conjuro suficiente […]
Los veo otra vez ahí sentados, y sé que lo tengo que escribir. Por más que nadie quiera leerlo, por más que a todos les suene a historia repetida o demasiado común, lo tengo que contar. Se que no podría dormir si no lo hago, y ni siquiera estoy seguro si contarlo será conjuro suficiente para poder descansar.
Todo empieza cuando los veo desde el colectivo, o caminando por sus calles, cuando me paro a hablar con algunos de ellos. Siempre están ahí sentados, como si se hubieran caído en ese lugar hace mucho tiempo, con sus cuerpos vueltos parte del paisaje urbano. Parecen esperar que algo pase, quizás simplemente que la monotonía siga su curso, o tal vez tienen la esperanza secreta de que una suerte inesperada los arrastre hacia otro lado. Pero por ahora están ahí, inmóviles, clavados al suelo. El mas grande debe tener 18 años, y el más chico andará por los 14. Todos los demás rondan por esas edades de angustia.
Si un pintor quisiera retratarlos ahora, seguro que elegiría la misma posición en la que están sentados: tres de ellos apoyados contra la persiana de ese negocio cerrado, con las piernas estiradas y la remera de sombrero. Y los otros dos, de espaldas a la calle, con gorras de baseball y -no lo llego a ver pero estoy seguro- con esas zapatillas de astronauta que tanto les costó comprar.
La escena sucede aquí y allá, en todos los rincones del Gran Buenos Aires. Se repite a toda hora y todos los días. Y cada vez que veo a esos adolescentes sentados en cualquiera de esas miles de esquinas, no puedo dejar de pensar que aquella vez, hace cuatro años, Nuni y el Pelado seguramente se veían iguales a cualquiera de ellos.
-Dos amigos
En aquel entonces, José ‘Nuni’ Ríos tenía 16 años. Tres meses antes le habían dado permiso para cruzar la ruta y juntarse con sus amigos, siempre y cuando volviera a la hora de la cena. Uno de esos amigos, quizás el más cercano, era el Peladito. de 14 años. Por ser mas niño que Nuni, sólo conocía las fronteras del barrio donde había nacido. Allí se juntaban los dos, y de a poco se habían vuelto inseparables.
Tanto Nuni como El Peladito querían aprender a robar. Suena chocante decirlo, pero a sus edades, ese es el único trabajo más o menos rentable que hay en la zona. También es una de las pocas formas de tener, por ejemplo, un par zapatillas que valgan la pena. Porque no tenerlas es la depresión total: cualquier joven que supo andar descalzo en la pobreza, considera -consciente o inconscientemente- que las zapatillas son el mayor símbolo de dignidad. Y mientras más grandes, más caras y más vistosas, mejor.
Casi nadie lo dice, pero yo mismo he visto adolescentes que abandonan la escuela, simplemente porque no tienen qué ponerse bajo los pies.
Claro que robar no es nada fácil. Hay que conocer muchos códigos y secretos, además de tener la sangre fría y controlar el miedo. A veces, también, hay que pagar derecho de piso. Nuni y el Peladito, inexpertos como eran, aprendieron eso dando el primer paso, que es conseguir las armas. Entre ambos juntaron cien pesos, y en un ranchito de por allá al fondo compraron un pistolón, que resultó ser un engaño total. El fierro tenía rotos ambos percutores, y además era imposible conseguir balas de ese calibre. No servía para nada.
Los habían estafado, y era demasiado arriesgado ir a reclamar. Plata para comprar otro tampoco tenían. Así que se bancaron callados las cargadas de los mayores, y por algunas semanas usaron su mala compra para lo único que parecía servir: asustar. Imagino que aprovecharon el contraste de esa pieza de museo grande y torpe, con sus cuerpos flacos y elásticos, una combinación estética apenas suficiente para causar un poco de miedo.
-Un día nublado
El 11 de Mayo del 2000 fue jueves y estaba nublado. Las cosas no andaban bien para los pibes. A Nuni se le había acabado la changa de repartir comida, no salía nada en la construcción, y había invertido todo su capital en un jogging. La campera del conjunto, para colmo, le quedaba grande, así que había decidido dársela al Peladito, porque entre los amigos lo que hay se comparte.
Esta tarde, enfundados en su ropa nueva, intentaron otra vez convencer a alguno de los viejos para que les presten un arma de verdad, con balas y todo lo necesario para poder robar bien. La respuesta que obtenían era siempre la misma y previsible: un no rotundo.
No era simplemente por egoísmo o por cuidar el propio capital armamentístico que nadie queria prestarles un fierro. Los más experimentados veían en la inocencia de esos dos niños, el reflejo de su propio pasado, y no querían que se repitiera la historia que ellos mismos habían protagonizado. Nadie quería repetirla: esos viejos ladrones jóvenes, de 18 o 19 años, soñaban con dejar de serlo, y muchos de ellos habían rumiado sus proyectos de vida en lo institutos de menores, o viendo morir a sus amigos o llorar a sus hijos por primera vez.
Uno de ellos, de no más de 20 años, decía siempre que quería «hacer un robo grande, retirarme y poner un almacén o cualquier cosa, algo que me permita ayudar a mi viejos y a mi hija». Me quedó grabada la severidad de sus palabras durante una entrevista. «Mis hijos -prometía- nunca van a tener que salir a robar como tuve que hacerlo yo». Hablaba como un anciano, como un veterano cansado de tantas guerras, que sabe que siempre la próxima puede la última. Miedo que se comprobó cuando fue detenido poco después de nuestra última charla.
Todavía no lo juzgaron, pero ya está condenado a empezar desde cero en una década, cuando salga en libertad y esté por cumplir los 30 años de edad.
Pero en aquel entonces, Nuni y el Pelado recién empezaban a caminar. El futuro parecía suprimido para su generación, y la vida era apenas la sucesión de los días, que había que tratar de pilotear de la mejor forma posible. Hijos de obreros ambos, hijos también de la década del 90, querían ser y tener algo. Aunque ese algo sean algunas monedas para salir el fin de semana.
Cuando cayó el sol avanzaron montados en una bicicleta. Nuni iba al volante, y llevaba el inútil pistolón calibre 32 entre la ropa. Ya habían charlado mucho cómo había que hacer, porque lo que se proponían era un clásico en el barrio. Tenían que pararse al costado de la loma de burro que está en el descampado, esperando que algún coche frenara para cruzar.
Frente al auto de la víctima, Nuni se pondría frente al conductor, agarrando el pistolón con las dos manos y apuntando como si estuviera listo para disparar. Al Pelado le tocaba acercarse, abrir la puerta, y manotear lo que se pudiera. Todo tenía que durar unos pocos segundos. Si el automovilista le tiraba una piña, el que perdía era el Pelado, pero si arrancaba el coche, Nuni no la iba pasar muy bien.
Era cuestión de apurarse y tener un poco de suerte.
-Los sargentos
Mientras tanto, a pocas cuadras de allí, el joven Sargento Hugo ‘Beto’ Cáceres comenzaba la ronda nocturna de su agencia de seguridad. Desde hacía varios años en la comisaría estaba con tareas livianas, y eso le había dado el tiempo suficiente para montar su propio negocio. Le iba bien, y se sentía bastante hábil para ganarse la confianza de sus clientes. Se divertía contando historias de tiroteos increíbles, abriendo bien grandes sus ojos celestes y agregando o sacando detalles según el interlocutor que tenía en frente Se vendía como un tipo duro y correcto, y eso se cotizaba en la zona. Prueba de ello era la agencia de seguridad que había comenzado en el living de su casa, atendiendo a los vecinos de la cuadra, y que ahora crecía más de lo esperado. Pronto llegaría a tener 30 policías trabajando para él, con la posibilidad de movilizar sus 10 autos, patrullando las 24 horas del día en todo el barrio.
Esa noche, el sargento salía de ronda con Alejandro Puyó, uno de sus empleados preferidos. Con él se sentía siempre seguro; se conocían desde hacía años, y además, era un tipo decidido cuando había que ir al frente. A veces, es cierto, demasiado impulsivo, y no muy inteligente que digamos: la parte de pensar siempre le tocaba a Cáceres. Y quizás por eso, a pesar de tener la mitad del físico que Puyó, a Cáceres le había tocado ser el jefe.
Dos o tres veces esa noche, los policías tendrían que ir a cargar gas. La regla era ponerle tres pesos cada vez, y pasar el importe por radio, para que quedara registrado en el libro de GNC. Allí se estaban dirigiendo ahora, y en el camino se habían reportado a la base de la agencia, repitiendo el «sin novedad» que los había acompañado toda la noche. Nada estaba pasando en aquellas horas; apenas un cielo muy gris que amenazaba con llover.
-El encuentro
Jamás se podrá reconstruir en forma exacta el primer segundo de ese encuentro. Los pensamientos, el gesto de los rostros sorprendidos, la primera reacción de cada uno de ellos; todo quedará envuelto en el silencio. Sólo tenemos derecho a imaginarnos que los dos jóvenes sintieron muchísimo miedo, y que Cáceres fue presa de un ataque de furia. En cuanto a Puyó, seguramente pensó que por fin le tocaba algo divertido.
Lo cierto es que Nuni se paró adelante del coche, levantando el pistolón con las dos manos, sosteniéndolo firme. Casi al mismo tiempo, el Peladito se acercó a la puerta del conductor, preparado para esquivar el posible golpe que arrojaría la víctima. Ni bien dio los primeros pasos, vio como se prendía la sirena azul en el techo, y después las dos siluetas que salían de la oscuridad disparando las primeras balas. El Peladito atinó a levantar las manos, pero se dio cuenta que era inútil, porque le seguían tirando. Se dio media vuelta, y corrió hacía los pastizales, tratando de encontrar el camino de vuelta al barrio.
Nuni estaba de frente y a pocos metros de los dos policías, que parecían tirar como desquiciados. Corrió con todas sus fuerzas por la calle, y en su desesperación quizás ni se enteró que de atrás lo venían siguiendo en el coche, casi jugando al tiro al blanco. No tenía otra salida. No conocía el barrio y no había lugar donde meterse para perderlos. Casi tres cuadras sin aliento, y el galpón apareció como una última oportunidad desesperada. Entró, tiró el pistolón en lo oscuro y se zambulló entre los autos. Pocos segundos después, Cáceres y Puyó estacionaban a pocos metros de su escondite.
Cómo fue fusilado Nuni Ríos es motivo de discusión. La única certeza es que el primer tiro le rozó las costillas y el segundo le perforó los pulmones y el corazón. La última, en la cabeza, se la dieron cuando ya estaba muerto. Fue un tiro de gracia que golpeó a 350 metros por segundo contra un cuerpo inerte de 45 kilos.
Apenas dispararon el último tiro, los policías se pusieron a trabajar. Tenían apenas algunos minutos para dar el parte y que comenzaran a llegar patrulleros de todas partes. No tenían mucho tiempo, así que Cáceres dedicó sacrificar el arma que le había ganado dos semanas atrás a un pibe del barrio. Era la única forma de simular un gran tiroteo.
El policía miró la pistola 9 mm por última vez, y la puso cerca del cuerpo, como una ofrenda consagrada a su propia impunidad.
-Cuatro años
Ya pasaron más de cuatro años. En las últimas dos semanas, casi cuarenta personas dieron su testimonio frente al tribunal. Hablaron familiares, testigos casuales, peritos y periodistas. También testimoniaron algunos de los pibes que esa tarde estaban en la última esquina que cobijó a José ‘Nuni’ Ríos. Uno de ellos vino esposado para contar como Hugo Cáceres le había robado el arma que luego depositó frente al cuerpo de Nuni. Otro contó los momentos previos al fusilamiento, y como se conoció la certeza inmediata de que Cáceres había matado a Nuni Ríos.
Pero de todos los testimonios, había uno que mantenía en vilo a acuados y acusadores. Todos querían escuchar al Peladito, el amigo de Nuni que compartió con él sus últimos minutos de vida.
En estos años, el Pelado se casó, tuvo una hija y consiguió, como si fuera un milagro postmoderno, trabajo en una fábrica. Cumplió 18 años y su miedo creció tanto como sus esperanzas. Por eso todos esperaban su declaración, y hasta el propio Hugo Beto sonrió cuando lo vio entrar en la sala. Ese pibe aterrorizado, al que había corrido a tiros aquel 11 de Mayo, se podía convertir en su principal testigo. Y en su salvación.
Para el Pelado, nada fue facil desde aquel entonces. Luego del fusilamiento de Nuni, fue mirado con recelo en su barrio. Todos los testimonios decían que estaban juntos aquella noche, pero él no se cansaba de negarlo. Tenía muchísimo terror, y afirmaba que se habían separado pocos minutos antes del desenlace fatal. En la elevación a juicio, el fiscal Mirabelli daba por acreditado que el Peladito mentía en su declaración.
Ahora, respondiendo nuevamente a las preguntas de rigor, el Peladito se presentó como «amigo de Nuni». Fue como una señal, que generó un silencio nervioso, en toda la sala. Algo había cambiado. «Ese día fuimos a robar», dijo, e hizo una pausa antes de contar, por primera vez en cuatro años, toda la verdad.
El lunes 22 de noviembre, cuando se lea la sentencia del tribunal, se sabrá si ese esfuerzo de la dignidad sirvió para que los asesinos de Nuni pasen los próximos 20 o 25 años en la cárcel. Pase lo que pase, hay algo en lo que el escuadrón ya fue derrotado: perdieron la batalla del silencio. Y ese es siempre el primer paso.
Buenos Aires, 21 de Noviembre del 2004
[email protected]