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Videla: la muerte del tanático apasionado

Fuentes: Editorial La República

En un pabellón -no muy común- de una cárcel común murió el máximo responsable del último genocidio argentino, Jorge Videla. Encerrado en condiciones materiales más que dignas en comparación a la mayoría de los reos, también llamados comunes, aislado junto a otros perpetradores de crímenes de lesa humanidad, careció de la oportunidad de enriquecer su […]

En un pabellón -no muy común- de una cárcel común murió el máximo responsable del último genocidio argentino, Jorge Videla. Encerrado en condiciones materiales más que dignas en comparación a la mayoría de los reos, también llamados comunes, aislado junto a otros perpetradores de crímenes de lesa humanidad, careció de la oportunidad de enriquecer su escasísima formación aprendiendo, por ejemplo, el lenguaje «tumbero» y las prácticas de las que deriva. Aquel que el autor del «diccionario tumbero», Félix Carballo (un ex jefe penitenciario argentino de larga experiencia) describe como vocablos etimológicamente herederos de la conducta sexual y -agrego- de su asociación ideológica con la humillación, la tortura y la violencia. El torturador murió lingüísticamente aséptico de la jerga de -y todo otro contacto con- los actuales torturados, muy distinta a la de aquellos a los que envió a la tortura y la muerte desde su escritorio de sigiloso mandón arbitrario, inclemente y encubridor.

Toda muerte concita expresiones afectivas que serán muy desiguales según la naturaleza del lazo con el que cada sujeto se anude al difunto. Para Freud, el afecto es el estado emocional que acompaña a la representación de una pulsión que tiene una magnitud o cuantum de afecto y otro cualitativo mensurable en el placer o displacer. Lo que actúa no es la pulsión misma sino el representante psíquico de esa pulsión, que se compone de una representación (de ideas, imágenes o fantasías) y de un afecto. El impacto afectivo de esta muerte sobre mí no es de tristeza, pero menos aún de alegría. Sin mayor intensidad, se traduce en una pequeña incomodidad displacentera. Tampoco siento el alivio que sinceró la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo: el genocida ya no era amenaza. Más bien el sentimiento es el de una clausura, de una débil oportunidad perdida. Videla representaba vivo, mucho más de lo que ahora muerto. Además de la ideología exterminista y mesiánica a la que lo asocio, la imagen de la que su muerte me priva es la de un impotente condenado sumido en el escarnio aunque propietario aún de varias claves ocultas. Esta muerte, al igual que la de otros criminales felizmente condenados, la significo como una suerte de fuga, de liberación de su condena y repudio social. Pero no es este escape lo que más me incomoda, sino lo que se pierde con él.

En primer lugar -el menos importante- porque Videla vivo, encarcelado y paseándose por los juzgados que le exigían información y pruebas colaboraba con la construcción de un imaginario de «nunca más» en la historia. Era una especie de ícono viviente de la monstruosidad y su negación consciente. Si bien la investigación y la difusión masiva de las aberraciones de las dictaduras latinoamericanas es el muro de contención para futuras amenazas de terrorismo de Estado, la condena jurídica unida a su carácter de preso le aportaba cierto revestimiento simbólico que perdimos. Pero en segundo lugar porque intuyo que en sus últimos años, tal vez motivado por la vergüenza de la consideración pública, podría haber soltado algo más de los secretos que guardaba. Y si bien esto mismo puede ser aplicable a toda muerte, y con más significación a la muerte de toda persona pública, resulta cardinal para los protagonistas de las dictaduras por el velo de su accionar, que constituye justamente la negación de lo público. Si las «órdenes» tan pomposamente pronunciadas eran orales (y por tanto desmentibles u olvidables por los ejecutores) o bien se destruían si eran impresas, el testimonio (de víctimas y victimarios) resulta el camino excluyente a cualquier forma de reconstrucción de la verdad.

Los reportajes que el asesino concedió contienen dosis importantes de indicios respecto a fuentes de información, una vez que se los despeja de la cantinela autojustificatoria como la de la guerra y la «salvación de la patria». Sus ideas eran tan elementales y machaconas que cabrían en un sólo párrafo, pero la futilidad de transcribirlas se compensaba con indicaciones de mecanismos operativos y procedimientos, de alianzas y colaboraciones, que no por sospechables debieran despreciarse. Precisamente el simplismo de sus concepciones y descripciones, explica cómo pudo ser utilizada esta marioneta gris uniformada, al modo de un desechable preservativo, por parte del establishment con su ministro de economía, Martínez de Hoz, como diestro titiritero. Aún aislados y acotados, los datos habrá que bucearlos en la prensa y no en sede judicial dónde siempre se amparó cobardemente en el silencio y en la denostación de la justicia para posteriormente ignorarla. En un artículo referido a los discursos terroristas en general sostuve que «pueden combinarlo con autoelogios y bravuconadas discursivas, pero los terroristas una vez interrogados dicen que no fueron, que no saben, que no se acuerdan, que no vieron, que no estaban y su organicidad organizativa y transmisión comunicativa se reduce a murmullos al viento. No hay documentos escritos, órdenes explícitas u otras pruebas documentales como mapas, fotografías, filmaciones, etc., ni aún vencidos los plazos de «desclasificación», algo particularmente aplicable al terrorismo imperial. A diferencia del combatiente, el terrorista tiene el habitus del delincuente. Un mafioso amparado discreta o desembozadamente en sus confines corporativos. Sus enemigos son la justicia, la investigación histórica, la deducción, las pruebas y registros, en suma, la verdad.» (Monstruos jurásicos, 18/04/2010).

Pero a Videla se le pudieron leer últimamente algunas indicaciones. En el reportaje a la revista cordobesa «El Sur» que no es la primera vez que cito, menciona no sólo directamente nombres de la jerarquía eclesial como el Cardenal Primatesta, el Nuncio Apostólico Pio Laghi sino que se refiere a obispos con quienes hablaba como integrantes de la Conferencia Episcopal argentina. A ellos, los hace directamente responsables del asesoramiento en el manejo de la temática de los desaparecidos, y cómplices al interponer sus oficios en la comunicación del fallecimiento de algunos de ellos a sus familiares, sobre los que la institución caracterizaba que no «harían uso político de la información», asumiendo los riesgos. Esta información nunca fue desmentida, sino inversamente profundizada por los estudios del periodista argentino Verbitsky sobre la Iglesia local. No quedan claros, sin embargo, los matices que pudiera haber en esos debates con la iglesia y con otros integrantes de la junta y comandantes, ya que en ocasiones pareciera indicar que era hasta el propio Videla el preocupado por las consecuencias de no asumir la realidad de sus prácticas y proclive a «blanquear» los datos aunque en otras, serían los prelados. Al punto que en la entrevista sostiene con pretensión justificatoria, aunque también tácitamente crítica de sus camaradas, que él y sus esbirros «pagan el costo de no haber blanqueado los métodos dispuestos y publicar la lista de desaparecidos» tal como dice haber propuesto.

Cualquiera haya sido el mentor de cada postura, todos parecían compartir la aceptación del extermino y su metodología, centrando la polémica en identificar el mejor camino para el encubrimiento, cosa que también se refleja en el libro de entrevista que publicó el periodista Ceferino Reato. En palabras de Videla, «no era tan fácil, porque además íbamos a estar expuestos a la contra pregunta. Si a una madre le decíamos que su hijo estaba en la lista, nadie le impediría que preguntara ¿dónde está enterrado, para llevarle una flor? ¿quiénes lo mataron? ¿por qué? ¿cómo lo mataron?». Precisamente lo que hubiéramos preguntado y hoy le pregunta la justicia a los asesinos. Formulándose esos interrogantes, entre tantos otros, se fue nutriendo el vigoroso aunque heterogéneo movimiento de derechos humanos. Y añade Videla que «no había respuestas para cada una de esas preguntas, y creímos que era embochinchar más esa realidad, y que sólo lograríamos afectar la credibilidad. Entonces en ese momento no se quiso correr ese riesgo» que identifica con «consecuencias sobre personas», o en otros términos, con riesgos para la impunidad.

Podría argüirse que es una Iglesia de 35 años atrás (se refiere a 1978), pero es ilustrativo que el ferviente católico genocida, no sólo asistiera a misa durante su extendida libertad previa a la anulación de los indultos de Menem, sino en el propio pabellón de genocidas del penal ya que no fue excomulgado a pesar de las sucesivas condenas por delitos aberrantes que no sólo son los de tortura y desaparición, sino también de sustracción de bebés, robo de bienes y delitos sexuales sobre la víctimas. Quién oficia esas misas es el también genocida Von Wernick, condenado a perpetua por haber participado como capellán de la policía de la provincia de Bs. As en sesiones de tortura en centros clandestinos de detención. Lo hace porque para la Iglesia estos pecados inenarrables no parecieran alcanzar para privarlo de su patente de cura ni de su derecho canónico a administrar la eucaristía.

Tampoco afirmaría que el ejército actual difiere mucho del de entonces en sus valores y formación, salvo por las circunstancias históricas que debilitan sus fuerzas y lo obligan a una actitud prácticamente defensiva, casi proporcional a la del propio Videla a quién ni los empresarios, medios y políticos que lo alentaron en su momento le demostraron siquiera mínima consideración o gratitud públicas. Su debilidad y aislamiento era tal que hasta en el reportaje a la revista española «Cambio 16» instó a sus camaradas a levantarse en armas pero no logró siquiera que se levantaran temprano, como era antes costumbre habitual. Además de inútil, la soldadesca es hoy una institución desprestigiada, manchada de sangre y cobardía, plagada de pactos de silencio y secretos resguardados en la solidaridad corporativa, como en toda mafia. Como vimos, la Iglesia institucional, no le va en zaga.

Videla fue, sin embargo, un apasionado. Del odio hacia la otredad, del sadismo y de la muerte ajena. Un tanático que sólo logró eludir la gramática tumbera.

Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.