En los últimos años se registran en Argentina dos importantes mutaciones respecto a las violencias: se produjo un cambio en la interpretación de los fenómenos violentos, y hubo un aumento de las agresiones, ataques e intimidaciones. Ambos fenómenos tienen como común denominador al Estado. En los últimos veinte años, pero especialmente en los últimos cinco, […]
Nueva sensibilidad
Observamos en Argentina cómo se modificaron, en las últimas décadas, las fronteras de lo que se definía como violencia, aumentando cuantiosamente lo incluido dentro de estos límites. La tolerancia social mutó. Lo que antes era aceptado dejó de serlo y así, se desnaturalizaron (y deslegitimaron) numerosas acciones, discursos y gestos violentos: desde el acoso sexual, a las burlas en los colegios, pasando por las múltiples maneras de la violencia de género.
Para comprender la inflación de las violencias debemos tener en cuenta que la definición de un acto como violento se constituye en campo de disputas por la legitimidad. Actores diferentes, con posiciones políticas y perspectivas éticas disímiles, luchan por definir prácticas y representaciones. Una lucha desigual atada a las dinámicas del poder. El Estado, antes actor de suma relevancia en la definición de estos límites, fue perdiendo protagonismo.
El concepto de violencia institucional es un claro ejemplo de la mutación de estas fronteras. La conjunción de estos términos -violencia e institución- fue efectiva para construir una nueva sensibilidad sobre prácticas policiales interpretadas como «naturales» y/o «excepcionales». Sensibilidad que permitió desnudar las lógicas de la recurrencia y transformar lo legítimo en ilegítimo. Algunas violencias policiales, por ejemplo, eran toleradas en virtud de la legitimidad proveniente de las víctimas y defendidas por su excepcionalidad por parte de los victimarios. Se modificaron -con efectividad relativa- los criterios de lo legítimo.
Aparecen, se definen y se visibilizan formas de violencia que antes estaban ocultas o eran totalmente naturalizadas. La inflación es -en este caso- un fenómeno positivo, pues evidencia las disputas y el dinamismo de lo que se define como violento, permitiendo, además, abordar y modificar el orden de lo legítimo.
Emprendedores de la violencia
Linchamientos, violaciones, femicidios y ataques xenófobos se multiplicaron en estos tiempos. Siempre existieron estas formas de violencias, pero en la última década no sólo crecieron sino que se volvieron más visibles dada su deslegitimación.
Dos caminos diferentes explican este crecimiento. Por un lado, ya lo dijimos, el Estado perdió el monopolio de la definición de lo que está bien y lo que está mal. Al no tener la capacidad para transformar la ley en discurso legítimo habilita sentidos comunes que legitiman violencias ilegales. Por otro lado, y vinculado a lo que aquí denominaremos emprendedurismo de la violencia, el Estado se desligó de muchas de sus responsabilidades y las depositó en los sujetos. Políticas públicas, directas o indirectas, conformaron una subjetividad que pone el acento en los individuos y sus capacidades. Estos nuevos actores sociales parecen los únicos responsables del devenir de su vida, dependiendo el éxito o el fracaso de su esfuerzo. Esta imaginación meritocrática fantasea e idealiza a individuos que deben construir sus caminos solos en un mundo hostil. La figura del emprendedor, estrella rutilante de los nuevos senderos del universo comercial, tiene su correlato en el campo de las violencias. Remite al afán -individual- del que restaura un orden perdido: el emprendedor de la violencia hace «justicia por mano propia», fomentado desde el Estado.
Los emprendedores de la violencia no se definen a sí mismos como violentos. Sus prácticas son para ellos legítimas. En nuestra sociedad nadie, o casi nadie, desea ser rotulado de violento. Esta etiqueta es una mancha venenosa, y por eso estos actos se legitiman como «justas» reacciones. Sus violencias no son, así, violencias, sino respuestas justas ante delincuentes, desviados morales, invasiones migrantes, etc. La violencia deviene una acción justificada en el desorden societal y animada por el espíritu individualista que aviva la reacción. El Estado no sólo fomentó, con más fuerza en los últimos años, el espíritu de este individualismo reaccionario sino también dio rienda suelta a los discursos de odio contra las alteridades. Un presidente que aplaude las formas de justicia por mano propia o una ministra que justifica usos ilegales de la fuerza entre los policías son algunas de las muestras de este accionar.
Estos discursos, corrientes y desbordantes en numerosos medios de comunicación, contribuyen a la legitimación de ciertas violencias. Una legitimación construida en el proceso de deshumanización del otro. Para que la violencia sea posible el destinatario debe ser identificado como radicalmente otro, diferente. Nada puedo compartir con aquel sobre el que descargo mi ira, no es como yo, no es humano. Entonces, quienes sufren estas violencias -nunca definidas como tales por sus practicantes- se «lo merecen». El merecimiento se justifica en la deshumanización y se activa en la imputación de las responsabilidades de los emprendedores de la violencia en medio de un desorden societal anónimo.
El Estado, no obstante, nunca perdió a lo largo de estos años su capacidad represiva, la complementó con el incentivo de las individualidades violentas. Ese mismo Estado, paradójicamente, habilitó en simultáneo debates en torno a la legitimidad de algunas formas de acción violenta (las violencias de género, las institucionales, entre otras).