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Malvinas, el hecho maldito del país cipayo

Fuentes: Rebelión

En los días que corren se cumplen dos fechas relevantes relacionadas con Malvinas. Por un lado, el 10 de junio se celebra el ‘Día de la Afirmación de los Derechos Argentinos sobre las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sándwich del Sur y los Espacios Marítimos e Insulares Correspondientes’. Además, se cumplen 42 años del fin de la batalla de Puerto Argentino, que significó el cese de las acciones bélicas y el inicio del largo ciclo de posguerra.

Más allá de sus marchas y contramarchas, ascensos y reflujos, la etapa posterior a las acciones bélicas de 1982 debe caracterizarse como un período histórico de fuerte reforzamientos de los lazos de dependencia del país a los poderes globales. Hemos sostenido en escritos anteriores que la decadencia del país está vinculada, en buena medida, a ese derrotero funesto.

Pese a lo anterior, la ‘cuestión Malvinas’, a diferencia de la ‘causa Malvinas’ que se despliega en un plano eminentemente retórico, constituyó siempre una espina en la garganta de la Argentina semicolonial.

En efecto, desde el ’82 a la fecha los diferentes gobiernos lidiaron con un tema embarazoso que colocaba al país en conflicto abierto y objetivo con Gran Bretaña y EE.UU., a la vez que lo acercaba al espacio sudamericano, tanto en lo geográfico como en los político-diplomático y cultural. Cada administración apeló a una estrategia propia para resolver la tensión insoslayable entre la reivindicación soberana y las exigencias de inserción periférica del país en el escenario mundial dominado por los enemigos de Malvinas. Desde el ninguneo inicial de Alfonsín, no exento de verborragia pacifista muy a gusto del usurpador, hasta la ominosa abyección de Milei, que exhibe sin pudor el cuadro de la Thatcher en su despacho, se ensayaron diversas maniobras para convivir con una memoria que aguijonea cualquier tentativa de sepultar la gesta patriótica.

Alfonsín y su círculo intelectual de exmilitantes sesentistas, devenidos en dóciles demócratas republicanistas, optaron por lo que alguien llamó por entonces ‘la diplomacia caputista’ en alusión al célebre Dante Caputo, Canciller del primer gobierno de la democracia. Dicha diplomacia consistía esencialmente en pronunciar elocuentes e inocuos llamados a la negociación pacífica, cuidándose muy bien de no lesionar la relación con el Reino Unido y mucho menos con EE.UU. Sabido es que la embajada yanqui apoyó la candidatura de Alfonsín en las elecciones del ’83, entre otras razones, por el papel que jugó durante la guerra, cuando se apersonó en la embajada norteamericana y propuso una salida enteramente coincidente con la estrategia del gendarme del Norte: la rendición de Argentina y una rápida convocatoria electoral con Arturo Illia de candidato del radicalismo.

El período posterior de hegemonía menemista fue más resolutivo y a la vez denigrante. Consagró la definitiva subordinación del país a los intereses británicos en la cuestión Malvinas mediante la firma de los Acuerdos de Madrid I y II, que nunca fueron derogados, a diferencia de las abyectas leyes de Punto Final y Obediencia Debida del alfonsinimo anuladas en el 2003 por el gobierno de Néstor Kirchner. Dichos acuerdos significaron la completa claudicación en el plano jurídico y resultaban imprescindibles para avanzar en la ansiada ‘inserción de la Argentina al mundo’, que implicaba la postergación de cualquier pretensión soberana en el Atlántico Sur. Eran los tiempos de las ‘relaciones carnales’ con el Imperio.

El gobierno kirchnerista fue, indudablemente, el que más decididamente adoptó la agenda malvinera y el que más avanzó en el reclamo sobre los territorios usurpados. Los límites de su política, que nunca fue mucho más allá de lo meramente discursivo, chocó con la violenta respuesta británica que empleó todos sus recursos de ‘poder blando’ para doblegar políticamente al gobierno y, en alianza estrecha con los sectores políticos del liberalismo vernáculo, logró quebrar la menguada voluntad de lucha del kirchnerismo, que ya en retroceso consagró la candidatura presidencial de un personaje gris y mediocre como Scioli, que representaba todo lo opuesto a un líder de masas dispuesto a librar nuevas batallas. La situación culminó de la única manera posible: por primera vez en la historia, un proyecto oligárquico ‘químicamente puro’ ascendía al gobierno por la vía electoral.

Con la presidencia de Macri, atiborrada de gerentes y grandes empresarios ligados al poder global, la desmalvinización alcanzó niveles estratosféricos. El bochornoso Acuerdo Foradori- Duncan marcó la profundización de los de Madrid I y II del menemismo. Malvinas y su territorio circundante se transformaron en una atractiva ‘oportunidad de negocios’, orientando toda la política exterior en esa línea. Naturalmente, los reclamos de soberanía se limitaron a una tibia fraseología de efemérides entremezclada con un discurso que clamaba por ‘la reconciliación’ con la potencia ocupante.

En lo que concierne a la pálida gestión de Alberto Fernández solo cabe decir que fue una desteñida réplica devaluada y timorata de los años del kirchnerismo, sin los espasmos de patriotismo reformista de ‘la década ganada’. Pocos más que discursos y gestos, y algunas positivas tomas de posiciones en política internacional. Nada que haya dejado alguna huella para el futuro.

Hoy tenemos en el gobierno a una dupla conformada por un patético personaje narcisista, visiblemente desequilibrado, que proclama desvergonzadamente su alineamiento con los patrones anglosajones que ocupan las islas, y una vicepresidenta que con orgullo se jacta de ser hija de un Veterano de Guerra. El cuadro no puede ser más grotesco y retrata este tiempo de locura que domina la política argentina. Para compensar la contradicción, y resolver quizás algún ‘sentimiento de culpa’ en su conciencia desgarrada, la gélida Victoria Villarruel organiza periódicamente actos, entrega de medallas y ‘abrazos ciudadanos’ con Veteranos, mayoritariamente cuadros de alto rango del viejo Ejército procesista que ella reivindica. Pero como la única manera de honrar a los caídos es continuar con su lucha bajo las condiciones que impone la realidad, su participación en el gobierno más entreguista y antipopular de los últimos 42 años, es una marca que no podrá borrarse jamás.

La ‘cuestión Malvinas’ en tanto Política de Estado logrará articularse con ‘la causa Malvinas’ entendida como una gran reivindicación histórica, el día en que las mayorías populares gobiernen nuestro país y tuerzan su mirada del Norte opresor que nos saquea y la dirijan al ámbito sudamericano al que pertenecemos. Porque, como resuena cada vez más fuerte en el espacio público, ‘La Patria no se vende’.

Fernando Cangiano. Exsoldado combatiente de Malvinas e integrante del ‘Espacio de Reflexión La Malvinidad’

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.