A todos los argentinos, generación tras generación, nos han enseñado desde el Poder que la Patria nació el 25 de mayo de 1810. Se cuidaron bien, en cambio, de explicarnos que nadie sabía en esa época que en el futuro iba a existir un país llamado República Argentina, ni que iba a tener las fronteras […]
A todos los argentinos, generación tras generación, nos han enseñado desde el Poder que la Patria nació el 25 de mayo de 1810. Se cuidaron bien, en cambio, de explicarnos que nadie sabía en esa época que en el futuro iba a existir un país llamado República Argentina, ni que iba a tener las fronteras y el tipo de organización política actual. Tampoco que la palabra ‘argentino’ en ese entonces quería decir ‘porteño’ o a lo sumo ‘rioplatense’, pero nadie la hubiera aplicado a alguien procedente de Córdoba, Corrientes o Tucumán.
Las Fuerzas Armadas predican, hasta nuestros días, que ‘nacieron antes que la patria’ porque filian su origen en los regimientos formados de resultas de las ‘invasiones inglesas’, antes de mayo de 1810. Lo que no gustan tanto recordar es que esos primeros cuerpos estaban formados por muchachos y hombres residentes en Buenos Aires, nacidos aquí o en España; blancos, mestizos, indios y negros, libres y también esclavos. Y que en algunos de esos cuerpos, como el de Patricios, los oficiales se elegían por votación (si bien los ‘notables’ hacían fraude, empezando por el futuro general Belgrano, que lo cuenta en su Autobiografía). No era un ejército pretoriano, se formó por decisión y acción colectiva, al margen de los cuerpos ‘regulares’ y las milicias tradicionales que formaban la fuerza armada colonial.
El movimiento de Mayo lo motorizaron esos regimientos (miles de soldados en una ciudad de 50.000 habitantes, contando los arrabales), a instancias de hacendados y comerciantes que querían expandir sus posibilidades de negocios, a menudo pensando en comprar y vender a los británicos; de jóvenes abogados y clérigos que se veían postergados en el ascenso hacia la alta burocracia civil y eclesiástica. Y también del conjunto de los ‘ilustrados’ que habían leído a los economistas ‘fisiócratas’, a los reformadores del siglo XVIII , y también a los pensadores jesuitas del siglo XVI: Suárez, Vitoria y aquel Juan de Mariana que auspiciaba el asesinato del príncipe cuando su dominio se tornaba tiránico. Y junto a ellos una masa de población que, con uniforme o sin él, se levantaba contra la sociedad de ‘castas’ determinadas por el color de la piel, con sus certificados de ‘limpieza de sangre’, y los estigmas para los que ejercían ‘oficios viles’ o no tenían ninguno. La que excluía expresa o tácitamente de cualquier lugar social favorable o influencia política a todos los que no eran ‘gente decente’, lo que en general equivalía a ser propietario y de raza blanca.
Esa ‘plebe’ podía intuir la posibilidad de un nuevo y mejor lugar, en días en que se expandía la noción de que la soberanía pertenecía en primera instancia al ‘pueblo’, y ante la prisión del monarca y la caída de la Junta Central que lo reemplazó, ésta volvía nuevamente a su fuente popular, única habilitada para decidir su suerte en esas circunstancias.
Ocurre que algunos dirigentes de aquel movimiento, profesaban ideas fuertemente liberales, de matriz incluso ‘rousseauniana’, como en el caso de Moreno. Opuestos a las monarquías absolutas y devotos de la idea de una sociedad fundada a modo de un ‘contrato social’ entre ciudadanos libres e iguales en derechos, estuvieron dispuestos a convocar incluso a la ‘chusma’, a la ‘plebe’, hasta a los indígenas oprimidos del Alto Perú, como Castelli en la expedición al Norte.
Ellos no pensaban en la constitución de un Estado-Nación tal como lo entenderían después los románticos, definido por una etnia, una lengua, una cultura comunes; sino en términos más cercanos a los revolucionarios franceses, en los que la voluntad consciente de formar parte de una comunidad autogobernada de acuerdo a ciertos principios de libertad e igualdad era lo definitorio, no el origen étnico o la lengua que se hablara. Poco importaría en los años sucesivos que Arenales hubiera nacido en España y que San Martín apenas pudiera recordar su infancia en Corrientes y hablara ‘como un gallego’. Era la comunidad de ideas mas allá de las fronteras, y la visión de América como una posible tierra de libertad lo que los unía. Eran las mismas convicciones que plasmarían en la Constitución liberal de 1812 los que luchaban contra la dominación napoleónica en España. Las de la ‘sublevación de Riego’ que en 1820 desmantelaría al ejército que se preparaba para reconquistar las antiguas colonias, con el resultado indirecto (y tal vez deseado) de salvar a los independentistas americanos de una expedición difícil de contrarrestar. No en vano, en 1810 se formaron ‘juntas’ en Buenos Aires, Santiago de Chile, Bogotá o Caracas, tomando la figura de gobierno provisional que sustentaba la resistencia a Bonaparte en España. Los propósitos de libertad política y emancipación social brotaban a ambos lados del oceáno.
La ‘revolución’ y los primeros años de gobierno propio no estuvieron hechos de esa suma inagotable de ‘desinterés’ y ‘patriotismo’ que enseñaba la historia de la Academia y de los manuales escolares. El conflicto social atravesaba en todas direcciones la economía, la política y la cultura de la época. Hubo quienes se empobrecieron y quienes hicieron brillantes negocios con la Revolución. Y junto a los impulsores de la movilización popular como Moreno o Castelli, hubo moderados más preocupados por la amenaza de la ‘plebe ensoberbecida’ que por el enemigo. Y en ocasiones ‘tirios’ y ‘troyanos’ se unieron para deshacerse de alguna irrupción que los ponía en riesgo, como la de Artigas con sus reivindicaciones agrarias y democráticas. Y en otras, quienes habían construido su fortuna política cultivando las posiciones más radicales, se convirtieron en jefes de facción dispuestos a monopolizar el poder y a hacer cualquier alianza para conservarlo, como el general Alvear y sus seguidores. O buscaron algún príncipe europeo para coronarlo y ponerse a tono con la ‘Restauración’ que avanzaba en Europa desde 1814, Metternich y Santa Alianza mediante.
Se vivieron más de una década de guerras, con el triunfo final erigido, como en todas las contiendas, sobre miles de cadáveres de gauchos; negros esclavos o libertos, e indios; en fin, de pobres. Dirigidos por jefes militares y gobernantes talentosos y heroicos, mezclados con otros incompetentes, corruptos o ambas cosas a la vez, más toda la gama del ‘gris’ que suele ser mayoritaria en las sociedades humanas. Hubo hombres de Iglesia que enfrentaron la revolución, contra la cual lanzó su anatema el propio Papa, y curas que lo dejaron todo (a veces hasta los propios hábitos) para contribuir a la construcción de un orden nuevo. Al principio invocando ‘la conservación de la soberanía de Fernando VII’, y luego unas ‘Provincias Unidas’ de fronteras inciertas, autoridad insegura y constitución política no definida. En nombre de la libertad humana, y del imperio de la razón frente a la imposición teológica, pero sin escatimar fusilamientos, cárceles y destierro para los que se ponían enfrente, desde el ex virrey Liniers en adelante; en medio de una lucha que ambos bandos declararon una y otra vez como ‘guerra a muerte’. Y que tenía muchas veces más rasgos de guerra civil que de un enfrentamiento entre los ejércitos del monarca español y los independentistas americanos.
El poder político y las clases dominantes cristalizarían luego un relato en el que la ‘argentinidad’ remontaba hasta mucho más atrás de Mayo, en el que los ‘criollos’ se distinguían de los españoles desde tiempos de Juan de Garay. Los hombres destacados eran metamorfoseados en ‘próceres’, entidades cuasi sobrehumanas ante las que sólo cabía la rendida reverencia. Y el patriotismo estaba cuidadosamente reglamentado y ‘disciplinado’ como se puede apreciar leyendo las normas que el destacado intelectual José María Ramos Mejía, al frente del Consejo Nacional de Educación, confeccionó para instaurar la ‘Semana de Mayo’ en las escuelas primarias.
Aquella ‘Revolución’ sacralizada y con mayúsculas sería pretexto para la autocelebración de los dueños de la Argentina agroexportadora, próspera, culta y gran receptora de capitales británicos en el ‘Centenario’ de 1910, mientras se mataba obreros huelguistas y se incendiaban diarios socialistas y anarquistas. Y se convertiría en fuente de legitimidad retrospectiva para un Estado nacional encargado de reprimir a todos los que quisieran hacer nuevas revoluciones. La invocación de Mayo sería unida a las tropelías de la Liga Patriótica Argentina y luego a las de las dictaduras militares…
Los ‘usos’ posteriores por parte del Poder no deberían diluir el significado original de los procesos históricos. Y esa dilución puede evitarse si nos re-acercamos a ellos con ánimo riguroso, dispuestos a ver la humanidad y no las estatuas, los soldados y no sólo los comandantes; el conflicto social, político e ideológico y no ‘armonías’ ficticias y de propósito apologético. Dispuestos a conocer las verdaderas ideas de aquel tiempo y su proyección posterior y no los anacronismos que se les sobreimprimió interesadamente.
Mas allá de los enormes cambios de épocas y circunstancias, la noción de que el pueblo es soberano, de que ningún mandato divino ni humano está por encima de la voluntad general, la unión de personas de cualquier sitio, color de piel y origen para buscar una sociedad más libre y justa; son creencias que nos siguen convocando a su realización efectiva. Y el espectáculo de un poder que, como el colonial, hasta poco antes parecía invulnerable, sacudido hasta sus cimientos y a la postre derribado definitivamente, nos trae resonancias de futuros no sólo deseables sino también posibles. Valga entonces, el recuerdo, no celebratorio sino reflexivo, de aquellos días de hace casi doscientos años. Un recordatorio que no requiere de bronce monumental ni de escarapela obligatoria. Que no convoca a la reverencia disciplinada sino al coraje de la rebelión.