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1968: Más acá del mal y más allá del bien en el país de las sombras espectrales

Fuentes: Rebelión

Si a los once años es 1968, en el país de las doradas manzanas al sol, desde luego que la infancia estaba pasando a la pubertad con música y canciones de Credence Clearwater Revival, Jethro Tull y The Beatles, los tres hermanos mayores; Adela, Heracleo y Minerva; el padre, Heraclio; la madre, Theodora: la familia […]

Si a los once años es 1968, en el país de las doradas manzanas al sol, desde luego que la infancia estaba pasando a la pubertad con música y canciones de Credence Clearwater Revival, Jethro Tull y The Beatles, los tres hermanos mayores; Adela, Heracleo y Minerva; el padre, Heraclio; la madre, Theodora: la familia éramos y somos de algún lugar de la sierra Madre Occidental, Más allá del agua, Durango. Los hermanos, el padre y la madre escuchamos en la radio y vimos en la televisión que, en la ciudad de México, en la plaza de las Tres Culturas, Tlatelolco, habían asesinado a unos estudiantes que, para entonces, la información noticiosa nacional, no podía ser y hacerse lo contrario a lo que se leía en los periódicos, se escuchaba en la radio y se veía en la televisión. Todavía así, la realidad, había sido otra, la que hemos de-venido conociendo a través de los cincuenta años: 1968-Tlatelolco-2018.

Generacional, directa e indirectamente, nuestro padre y nuestra madre eran hijos de nuestros abuelos paternos y maternos que habían hecho la Revolución.

Al ser el hijo y el hermano menor, escuche, vi, leí y viví el 68 con una sentencia que escribí en un billete de cien pesos:

Mueran Luis Echeverría y Díaz Ordaz

Hasta nuestros días y nuestras noches, de los seis que éramos en la casa, solamente, quedamos la tercera hermana mayor y yo, porque si a mí no me mataron a mis padres y a mis hermanos o no me los murieron, desaparecieron y desplazaron, soy de los que sienten un panteón en el corazón y un camposanto en la memoria, más allá del agua y más acá del mar.

Nada, nadie y alguien hemos estado al margen de los años sesenta y de lo que 1968 fue en los movimientos estudiantiles ante el Estado autoritario y cerrado de aquellos días de furia con los muchachos y las muchachas contra la guerra y a favor de la paz, de lo que uno-aún se siente libre, y no liberalizado, de lo que ayer era claro y transparente y que hoy es sombrío y espectral en un país de sombras espectrales, preguntándonos si es que alguien de nadie y de nada nos preguntamos y nos respondemos si la respuesta de la pregunta está en el viento o en la corrupción en que nos encontramos y nos desencontramos como si nada de nadie fuera de alguien.

A los sesenta años es como tener 11 años en 1968, y más que una jubilación y más que una pensión, tener libros de poemas publicados con la necesidad y con la necedad de quien vive para escribir desde el país de las doradas manzanas al sol-al país (de y en) las sombras espectrales, por siempre, como un loco y perro con la cabezas a pájaros, abrazando a los árboles, orinando a los postes, y, cagándose en el Presidencialismo de Estado.

Si hemos llegado a lo que nada, nadie y alguien hemos podido parar la violencia y el crimen, la corrupción y la impunidad, es porque estamos implicados en un estado nacional de situaciones en que la negación y la afirmación son parte de un todo donde todos somos parte del asunto público y del problema social, desde hace 50 años, en lo que respecta, se relaciona y se correlaciona a 1968-2018.

Ningún presidente, de Díaz Ordaz a Peña Nieto, están exentos de los pensamientos y las palabras, de los actos y los hechos que han generado malos gobernantes y maleados gobernados como parte de una mecánica nacional hechiza de violencia y crimen, corrupción e impunidad, de menos a más, sin parar.

En el país de las sombras espectrales, a los mexicanos que somos nosotros y los otros, la gente y los demás, nos hemos cargado la chingada madre como complicidad por omisión y acción, indolencia e indiferencia en un costal de muertos, desaparecidos y desplazados, y hasta ahora no hay recua de burros y de mulas, de machos y de hembras, de caballos y de yeguas que aguanten en sus y en nuestros lomos nuestras miserias con un refilón de monedas retroqueladas con fuego, en sangre y sobre una silla presidencial embarrada de mierda.

Nada, nadie y alguien estamos salvados y menos a salvo de lo que en nosotros y en los otros, en la gente y en los demás es dejar pasar y dejar hacer lo que nos pasa y lo que nos hacemos porque somos tan cabrones los hombres como cabronas son las mujeres, los políticos y las políticas, los empresarios y las empresarias, los penes y las vaginas.

A este país (de y en) las sombras espectrales, le sobran y le faltan, tanto en la jeta como en el copete con toda la alusión al pasado y al presente.

Mal hemos hecho lo que nunca ha estado bien hecho, mal-y-bien-hechores que, de un pie de casa, se puede hacer una casa blanca con una jardín de amapolas y un traspatio de mariguana, sembrándolas los sicarios, regándolas los militares, cortándola-cosechándola los narcos en lo que, nuestra adorada y dorada juventud, le toca consumirla antes de repartirla en los antros, los hospitales, los panteones y las cárceles, esperando en las narcotienditas de las escuelas que nuestra avivada infancia de la niñez no se logre en ser el futuro de un país que hace 50 años dejó de ser México para transformarse en un nación de adultos infantiles.

A México, no le ofrecemos más que una alternativa: la punitiva, con la aprobada y la reprobada Ley de Seguridad Interior con el Ejército desde 1968, por primera y por última imposición y ejecución, represión y criminalización: todos somos sospechosos de ser cómplices con las sombras del Estado, el Estado de Derecho y los Derechos Humanos.

Hay una justicia poética en todo lo anterior: la Suave Patria, no existió, porque la matamos, la desaparecimos y la desplazamos con Nuestra Alta Traición, por siempre.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.