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¡40 horas ya!

Fuentes: Rebelión

La conmemoración del Día del Trabajo fue, para la presidenta Claudia Sheinbaum una comida con los representantes del viejo charrismo sindical, como Alfonso Cepeda (SNTE), Reyes Soberanis Moreno del Congreso del Trabajo, Isaías González Cuevas, de la Confederación Revolucionaria de Obreros y Campesinos; y del neocharrismo de la llamada “Cuarta Transformación”, encabezados por el opulento senador morenista Pedro Haces Barba (Confederación Autónoma de Trabajadores y Empleados de México, CATEM). Después del banquete, Haces difundió un video en el que celebraba los anuncios que ahí hicieron.

El actual gobierno puede exhibir como sus mejoras en materia laboral la “ley silla”, aprobada en abril pasado para entrar en vigor en junio (dos meses se dieron a los patrones para conseguir un asiento con respaldo donde puedan reposar sus trabajadores durante la jornada), la iniciativa de reforma a la Ley Federal del Trabajo para que los patronos cumplan con lo que pensábamos desde siempre que era obligatorio: pagar a sus trabajadores al menos el salario mínimo y no despojarlos de las propinas que les entreguen los clientes; y ahora, con motivo del 1° de Mayo, la presidencia por conducto del secretario de Trabajo Baruch Marath Bolaños López anuncia no una reforma para reducir la jornada laboral sino la apertura de foros del Congreso para consensuar la reducción que entraría en vigor en el año (electoral) 2030.

No es la disminución de la jornada una propuesta del gobierno. Si bien la plataforma electoral de Morena en 2024 titulada Proyecto de Nación 2024-2030 hacía una referencia muy general al tema, y el Plan Nacional de Desarrollo 2025-2030 reconoce que “Según la OCDE, el 27% de las y los trabajadores mexicanos laboran más de 50 horas a la semana, lo que afecta la salud y el bienestar de las y los trabajadores”, y que “la reducción de la jornada laboral es fundamental, no solo para efectos del descanso y el esparcimiento sino también para una diversificación de la acción social en la que se puedan habilitar nuevos espacios de cooperación social y actividad política que nutran la democracia de un carácter participativo y no solo electoral” (cualquier cosa que eso quiera decir), ninguno de esos dos documentos contiene una propuesta concreta, menos un compromiso para acortar el tiempo de trabajo sin rebajar los salarios.

Como casi siempre ha sido, el avance que se logre saldrá de la lucha de los trabajadores mismos. Es el activismo reciente del Frente Nacional por las 40 horas, que también se manifestó el 1° de Mayo, el que ha puesto el tema a discusión en el escenario nacional. Hay muchas razones para ello.

La jornada máxima de 48 horas, que sólo puede ser rebasada pagando horas extraordinarias al doble o triple, fue establecida en 1917 en el artículo 123 de la Constitución. Esto es, hace 108 años. Seguramente, la mayoría de los diputados constituyentes no había leído a Marx y mucho menos a Lenin, pero sí conocían el Programa del Partido Liberal, redactado por Ricardo Flores Magón y sus compañeros en 1906, que ya postulaba en su punto 21 “un máximum de ocho horas de trabajo y un salario mínimo en la proporción [de] $1.00 para la generalidad del país”. Conocían también las luchas que en otros países daban los obreros por establecer límites a la jornada laboral, y la trágica experiencia de la huelga general del 1 de mayo de 1886 que llevó en Chicago a la prisión de ocho trabajadores y agitadores y a la injusta ejecución de cuatro de ellos. Con esos indicadores, los revolucionarios mexicanos establecieron de manera general la jornada de ocho horas y seis días de trabajo por uno de descanso.

Pero resulta que a lo largo de esos 108 años la productividad del trabajo no ha estado estática. Hoy cada trabajador en una hora, una jornada o una semana, produce, indudablemente más que en esos mismos tiempos lo hacía un obrero hace un siglo. Al menos dos revoluciones tecnológicas han tenido lugar desde entonces, que han elevado sustancialmente la capacidad del trabajo para generar riqueza, esto es bienes y servicios para la satisfacción de necesidades humanas. La maquinización en prácticamente todas las ramas de producción, la automatización y robotización en algunas de ellas, y la revolución en las comunicaciones implican un potencial de producción incomparablemente mayor que en los inicios del siglo XX.

Es cierto que México se ubica entre los países de la OCDE con menor crecimiento de la productividad; y también que la pandemia de 2020-2021 significó incluso un retroceso en ese aspecto. Pero tanto los avances como los rezagos en materia de productividad se han traducido en contra de los trabajadores. La mayor producción no los beneficia con reducción en el tiempo de trabajo, y casi nunca en los precios de los productos de subsistencia; toda la potenciación productiva ha beneficiado por más de un siglo al capital. En vez de rebajarse la jornada, se ha reducido la mano de obra ocupada; de ahí que más del 50% de la población económicamente activa (PEA) se encuentra en el sector informal. Los salarios actuales, aun con el incremento que han recibido desde el gobierno pasado, son inferiores a los del tercer cuarto del siglo XX. Un rezago salarial de medio siglo.

Pero la baja productividad del capital la ha compensado éste con el alargamiento de la jornada. “En los países de la OCDE el 10% de los empleados trabaja 50 horas o más a la semana en un trabajo remunerado. México es el país con el porcentaje más alto de personas que trabajan de manera remunerada muchas horas, con 27%, seguido por Turquía con cerca de 25% y Colombia, con casi 24% de sus empleados”, señala el documento Balance vida-trabajo – OECD Better Life Index (https://www.oecdbetterlifeindex.org/es/topics/work-life-balance-es/#:~:text=M%C3%A9xico%20es%20el%20pa%C3%ADs%20con,casi%2024%25%20de%20sus%20empleados). Ahí mismo, en el indicador llamado Balance vida-trabajo, México aparece en el último lugar, en tanto que Italia ocupa el mejor sitio.

Otra medición, también de la OCDE en 2022, registra a México como el segundo país con más horas de trabajo al año, con 2 mil 226 por trabajador, en tanto que la mano de obra en Alemania sólo labora 1 347 en promedio (https://www.oecd.org/en/data/indicators/hours-worked.html).

A pesar de ello, la presidenta Sheinbaum refirió una encuesta de la consultora estadunidense Gallup, en la que México ocupa el segundo lugar en el mundo en la percepción positiva sobre la calidad de vida laboral futura, y el primero entre los países del G-20. Está claro, desde luego, que una encuesta de percepción no es una medición de indicadores más objetivos, como la propia duración de la jornada, el salario, la seguridad social y otros.

Pero es indispensable entender lo que el tiempo de trabajo es. Es la parte del tiempo de vida —siempre limitado, finito— que los humanos dedican a producir bienes o servicios para satisfacer sus necesidades. Se diferencia, así, del tiempo de descanso, el de conservación biológica (alimentación, aseo, etc.) o de recreación, la convivencia social y el cultivo de la mente. Siendo necesaria, la jornada dedicada a la producción resta necesariamente tiempo de vida a esas otras partes de la vida. Cuanto más larga sea, menos tiempo podrá dedicar el sujeto a la educación, la cultura, el deporte y desde luego al reposo necesario. A la jornada misma hay que agregar el tiempo de traslado del trabajador de su hogar a su centro de trabajo, que pueden ser horas completas. El trabajo no es, entonces, la hipostasiada realización del ser humano, sino tiempo restado a otras formas de existencia y acción necesarias para una vida plena, como lo exponía el socialista cubano-francés —y yerno de Karl Marx— Paul Lafargue en su obra El derecho a la pereza.

En las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista no sólo los productos del trabajo se dirigen al intercambio; también la capacidad de los seres humanos para producir, su fuerza de trabajo, se ha transformado en mercancía que se ofrece en el mercado laboral, y se vende por tiempos determinados a quienes hacen uso de ella, los capitalistas. En dos ejes se articula, entonces, la lucha de clases: un salario digno, suficiente para cubrir las necesidades del trabajador y su familia, de acuerdo con su sociedad y su tiempo, y una jornada laboral que le permita también realizarse disponiendo de tiempo de vida fuera del espacio y tiempo laboral.

No es, entonces, una cuestión menor. Es una lucha por la vida misma: tiempo para la vida o tiempo para la valorización del capital. Trabajar para vivir o vivir para trabajar, que es lo que esperan y aplican los propietarios de las empresas. La paradoja de esta situación la entendió muy bien Karl Marx durante la primera revolución industrial: la maquinaria, que vino a aligerar los trabajos más pesados, permitió que la jornada se alargara más que nunca, e incluso que se sustituyera la mano de obra masculina adulta por femenina e infantil. La capacidad acrecentada para generar riqueza permite al capital apropiarse de ésta en mayor proporción, pero no dar a los trabajadores una parte mayor del producto ni reducir el tiempo de trabajo. Para ello tienen que luchar.

En España, mientras en México el tema se empieza a plantear, las Cortes han legislado la jornada máxima en 37 horas y media. Por su parte la OIT ha medido que el promedio mundial es de 43.9 horas semanales, cuatro horas menos que en nuestro país.

¿Pero qué significa que el gobierno de Sheinbaum plantee una reducción de la jornada condicionada al consenso con el sector empresarial y sólo a partir de 2030? Quizá confíe en que en ese plazo los capitales más rezagados en materia de productividad mejoren sus condiciones de producción y trabajo, cosa que, en las condiciones actuales, de crecimiento económico casi nulo, se ve difícil. La jornada extendida —muchas veces más allá de las 8 horas legales— es, sin embargo, un subsidio a la baja productividad y un aliciente para no invertir más en ella, aprovechando el bajo costo de la mano de obra y la posibilidad de sobreexplotarla.

A continuar con la sobreexplotación es que el presidente de la Cámara de Senadores, el funesto Gerardo Fernández Noroña (Morena, claro), invita al declarar que la reducción de la jornada sólo será para los trabajadores que estén sindicalizados; esto es, menos del 13% de los trabajadores (https://www.eleconomista.com.mx/empresas/tasa-afiliacion-sindical-mexico-mantiene-estancada-niveles-bajos-20250507-757993.html). Incluso la reforma laboral de 2019 no ha permitido que se incremente ese porcentaje, pese a que era uno de sus propósitos. Al finalizar 2024 el porcentaje de sindicalizados era menor que en 2005. La Ley Noroña no será, así, general, sino selectiva, cuando de lo que se trata es de favorecer a los operarios más vulnerables, que no cuentan con sindicalización ni contrato colectivo. El votar por un partido que dice ser de izquierda pierde todo sentido si éste sigue defendiendo y justificando la exclusión y evadiendo cualquier responsabilidad en la postulación de los derechos del trabajo.

Por ello, el tema no puede esperar a lograr consensos. Será sólo la presión de los trabajadores, hoy mediatizada por las organizaciones laborales adictas al régimen, la que logre avances con su movilización e incidencia en la conciencia social. No buscaron consenso con los capitalistas los constituyentes que en 1917 atendieron a las necesidades vitales y demandas de la clase trabajadora, y no al interés de la acumulación de riqueza por los propietarios. Como lo declaró años después el constituyente general Heriberto Jara, sobreviviente de la matanza de Río Blanco en 1907 y uno de los redactores del artículo 123: nos decían que los derechos de los trabajadores no tenían que estar en la constitución, que podían ir a otras leyes, secundarias. “Pero nosotros ahí, en la Constitución, los queríamos, y ahí los pusimos”.

Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH.

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