1. La derrota electoral aplastante de Macri es un acontecimiento fundamental que abre paso a una situación nueva. Las clases populares encontraron en la candidatura peronista un canal para censurar políticamente a la derecha y expresar un amplio rechazo a las políticas de ajuste de los últimos años. Este resultado electoral tiene un fuerte alcance […]
1. La derrota electoral aplastante de Macri es un acontecimiento fundamental que abre paso a una situación nueva. Las clases populares encontraron en la candidatura peronista un canal para censurar políticamente a la derecha y expresar un amplio rechazo a las políticas de ajuste de los últimos años. Este resultado electoral tiene un fuerte alcance regional y constituye también una derrota para Trump, Bolsonaro y la derecha latinoamericana, que ahora ven desestabilizados parcialmente sus planes en la región. Es una victoria popular en tanto refuerza la confianza de la clase trabajadora en sus propias fuerzas, eleva las achatadas expectativas sociales y puede ser un punto de apoyo para un ciclo de luchas que aspire a recuperar lo perdido en e l último periodo . En cierta forma, el resultado electoral es el reflejo diferido del ciclo de luchas anti-macristas de los últimos años.
Este impacto evidencia que estas elecciones particularmente se habían convertido en un momento clave para la redefinición de las relaciones de fuerza a nivel social. Tanto un ultra-izquierdismo tradicional (que considera que no se juega nada importante en las «elecciones burguesas») como las distintas formas de «movimentismo basista» (que rechaza de plano el «momento estatal» de la lucha de clases) coinciden en subestimar el impacto en la remodelación de las relaciones sociales de fuerza que se condensan a menudo en la lucha electoral. Estos días son una obvia desmentida a cualquier subestimación de este tipo.
Sin embargo, como no podía ser de otra manera en el actual contexto, se trata de una victoria popular ambigua, contradictoria y que puede desdibujarse si no irrumpe pronto una intervención social de amplitud. El canal distorsivo que encontraron las clases populares para derrotar a la derecha es la candidatura de un peronismo reunificado en torno a una figura de confianza de las clases dominantes como es Alberto Fernández. Reflejo de la resistencia anti-macrista, este resultado electoral es también un reflejo de los límites de esas luchas. Ante la falta de victorias sociales significativas, frente a la amplitud de la ofensiva neoliberal y en ausencia de una alternativa política de masas que encarne un programa radical de salida de la crisis, es probable que se haya extendido en la población un «realismo minimalista» que se alinea con el horizonte gubernamental moderado del peronismo. En todo caso, a parece en tensión en la conciencia popular una expectativa en el retorno de políticas redistributivas del «ciclo progresista» (más ideológica pero más progresiva en sus efectos) junto a un cierto posibilismo (más realista en sus expectativas en el futuro gobierno pero más desmovilizante) que se conforma con moderar un poco el ajuste en curso. La victoria de Fernández es progresiva en buena medida precisamente por aquello que quisiera atenuar: un recobrado sentimiento de confianza de amplias capas populares en que es posible frenar la ofensiva neoliberal.
2. Las elecciones han mostrado la persistencia de una corriente a la izquierda del peronismo (FIT-U). Aunque con un resultado modesto, tiene condiciones para mejorar en las elecciones de octubre en un contexto de distensión de la polarización por el derrumbe del macrismo. La sobrevivencia para el ciclo que viene de un polo político que presione por izquierda al peronismo es un hecho positivo. Sin embargo, esta izquierda ha sido completamente exterior al movimiento de rechazo popular a la derecha, ubicándose nuevamente a contracorriente de un movimiento de fondo de la clase trabajadora que buscó en este caso un recurso efectivo para desalojar a Macri.
Este auto-aislamiento contrasta con las consecuencias que el mismo FIT-U reconoce ahora en el resultado electoral. Escribe Fernando Rosso del PTS: «En el contexto internacional y regional, los resultados implican un revés para Donald Trump y el Fondo Monetario Internacional (…) El brusco cambio de signo político en la Argentina también tendrá consecuencias decisivas para el equilibrio del subcontinente. Es una mala noticia para el golpeado Jair Bolsonaro y una demostración de que el tan mentado «giro a la derecha» de la región es tan real, como no consolidado. (…) La votación masiva contra un Gobierno de derecha, que desde la huida a pedir un auxilio desesperado al FMI venía implementando un plan neoliberal ortodoxo, constituye -con todas las deformaciones del caso- parte de una relación de fuerzas más general». En la misma dirección escribe Jorge Altamira (ahora de la «minoría del PO»): «La derrota aplastante de Cambiemos constituye un revés para la política yanqui en América Latina y también para la Unión Europea. Cambia el escenario político inmediato en América Latina. Es un revés para la mentada ‘derechización’, y esto en medio de golpes severos de la economía mundial a América Latina. Con los resultados de ayer, crecen las posibilidades de que el Frente Amplio no sea desplazado por la derecha uruguaya en octubre de este año, o que Bolsonaro sea golpeado en las elecciones municipales en Brasil. (…) Más que un resultado electoral, el domingo el régimen político registró un sismo de magnitud, que expresa el nivel de la crisis del sistema.» Más optimista aun se expresó el MST, que definió al resultado electoral como un «aluvional y concluyente rechazo al ajuste de Macri y el FMI», un «desplome del proyecto de normalización capitalista» y un «síntoma político de alcance continental: los resultados, aun con la distorsión del voto como procedimiento, cuestiona los planes de Trump y la bolsonarización de América Latina».
Curiosa concepción del combate político tienen estas corrientes que deciden mantenerse escrupulosamente al margen de un hecho que tiene, en sus propios términos, repercusiones tan significativas. Sin embargo, otra política era posible y no implicaba necesariamente subordinarse al peronismo ni diluir independencia política: bastaba con adelantar un pronunciamiento ante un eventual balotaje, aclarando que no se ubica en el mismo plano a la «derecha» y al «populismo». Esto es lo que hizo el PSOL en Brasil en relación a la previsible segunda vuelta entre Bolsonaro y el PT.
Vale la pena detenerse un momento en este auto-aislamiento, porque está cargado de connotaciones estratégicas. La izquierda local ha generalizado la idea de que la independencia de clase es sin ó nimo de neutralismo o prescindencia ante ciertos grandes choques políticos nacionales . Se priva de ver lo evidente: en primer lugar, que en enfrentamientos entre fuerzas «populistas» o «nacionalistas burguesas» y la derecha o el imperialismo a menudo se dirime n de forma distorsionada parte de los intereses populares. Y, a su vez, que detrás de estas confrontaciones también se encuentra una vocación de resistencia de las clases subalternas contra el capital con la que es crucial construir vasos comunicantes. Sin embargo, esta identificación de independencia de clase con auto-aislamiento nada tiene que ver con la mejor historia del marxismo revolucionario. Para tomar solamente dos ejemplos clásicos que presentan simetrías con nuestra situación actual: Lenin intervino fervientemente a favor de que los comunistas votaran al candidato laborista Henderson contra los liberales (mientras caracterizaba al laborismo como un partido obrero/burgués, es decir, una formación caracterizada por una dirección y un programa pro-capitalista pero una base obrera que obligaba a ciertas concesiones). Afirmaba Lenin: «Si yo me presento como comunista y, al mismo tiempo, invito a votar por Henderson contra Lloyd George, seguramente se me escuchará. Y podré explicar en un lenguaje sencillo por qué los Soviets son mejores que el Parlamento (…), sino también que yo querría sostener a Henderson con mi voto del mismo modo que la soga sostiene al ahorcado». Con esta táctica entonces se abre un canal hacia las masas que permite acelerar la experiencia política de éstas con el laborismo (la genial metáfora de la soga y el ahorcado). Lenin luego agregaba, anticipándose a la típica respuesta sectaria: «Y si se me objeta que esta táctica es demasiado «astuta» o complicada, que las masas no la comprenderán, que dispersaría y disgregaría nuestras fuerzas impidiendo concentrarlas en la revolución soviética, etc., responderé a mis contradictores «de izquierda»: ¡no atribuyais a las masas vuestro propio doctrinarismo!». La gente entiende perfectamente bien que se promueva un «voto defensivo» contra la derecha, a la vez que se conserva una estricta independencia organizativa y programática. A cambio, a las clases populares les cuesta entender el neutralismo indiscriminado de la izquierda trotskista local.
En una misma dirección se desarrolló la actitud de Trotsky ante Cárdenas en México, el único de los marxistas del periodo clásico que asistió y teorizó las primeras experiencias del populismo latinoamericano. A propósito de políticas como la expropiación de las petroleras, Trotsky promovía el apoyo a las medidas progresivas del cardenismo en su lucha con el imperialismo, defendiendo a la vez la independencia política de la clase trabajadora y de los marxistas revolucionarios. Indicaciones similares formuló frente al APRA peruano.
Si algo fortalece al reformismo burgués es que la izquierda revolucionaria se coloque a su derecha o que actúe como un factor divisionista que debilita la lucha contra el enemigo común [1]. En cambio, si algo prepara mejor para enfrentar a la derecha y al reformismo burgués al mismo tiempo es que la izquierda se muestre no solo como el ala más radical del movimiento de lucha, sino como la más unitaria, no dividiendo un combate común en función de diferenciaciones ideológicas a priori. Las delimit aciones deben brotar al calor de la experiencia, donde aparecen las limitaciones de los reformistas para llevar las luchas hasta el final. Lo sabemos desde 1848 cuando Marx reflexionó en torno a que «los comunistas no formamos un partido aparte » y más aún con el desarrollo de Lenin y Trotsky de la táctica del Frente Único. Es necesario recuperar el debate estratégico en la izquierda radical si queremos salir de las vías muertas, que se engendran y alimentan mutuamente, de la adaptación al peronismo y el sectarismo ultra-izquierdista.
3 . Volviendo sobre la situación general. La derrota de Macri agudizó una crisis económica que estaba contenida. El día después del acto electoral, el dólar aumentó más del 25% y los precios de los bonos y acciones argentinas se derrumbaron en proporciones históricas. Bien entendido, es adecuada la definición generalizada de «terrorismo financiero» para describir esta re acción : en el comportamiento de «los mercados» queda en evidencia el autoritarismo impersonal del capital, que siempre puso límites muy estrechos a la democracia política. A los grandes grupos capitalistas le s disgustó el resultado electoral y se disp usieron a condicionar la transición en curso y al próximo gobierno con sus métodos característicos ( corridas burs á tiles, fuga de capitales). Pero también sucedió algo más simple: con la derrota macrista quedó desnuda la inviabilidad de la deuda y de la arquitectura financiera argentina, que se sostenía artificialmente po r el apoyo político y económico de Trump y el FMI a la reelección de la derecha . Esto no significa que se trate de una acción concertada por el gobierno y el capital financiero. Macri, hundido en una notable debilidad, en todo caso dejó pasar los hechos y trató de prolongar políticamente este «autoritarismo impersonal mercantil» con su chantaje a la población: «votar así tiene estas consecuencias». Las disculpas que ofreció dos días después muestra el aislamiento de su gobierno, que perdió el apoyo de los círculos capitalistas, los medios de comunicación e incluso de los aliados partidarios, todos los cuales reclaman iniciar una transición ordenada en diálogo con el peronismo. El carácter inédito del sistema electoral argentino, con un sistema de primarias obligatorias que no funcionan como tales, alimenta una crisis política de desenlace incierto: el gobierno está completamente derrotado y sin embargo todavía no invistió una nueva autoridad formal y ni siquiera tiene electo a uno solo de sus parlamentarios. La agudización de la crisis puede llevar a un colapso mayor de la coalición macrista.
No podemos descartar que el caos actual se dirija hacia una crisis de mayores proporciones . La devaluación del 25% de la moneda en un solo día significa un enorme golpe a los ingresos populares . Esta modificación violenta del tipo de cambio estuvo anticipada y estimulada por el mismo Alberto Fern á ndez, en un maniobra que recordó a Cavallo y Menem cuando anunciaban , luego de ganar las elecciones de 1989, querer un «dólar recontra alto» para recrudecer la crisis hiperinflacionaria que atormentaría los últimos meses de Alfonsín. El objetivo de F ernández es previsible: que el macrismo realice el «trabajo sucio» de depreciar el salario de manera de que la mayor parte del ajuste ya esté concretado para el momento de su asunción. Más aun, un gran hundimiento del macrismo y un colapso económico le permitirá también en términos políticos una mayor autoridad presidencial y mayor pasividad frente a políticas antipopulares. Sin embargo, las recientes medidas «populistas» de Macri (eliminación del IVA a algunos productos básicos, bonos salariales, congelamiento de tarifas, etc. ) amenazaron con liquidar las pocas reservas del Banco Central , lo que obligo a F ernández a salir de su cómoda pre sc indencia y a iniciar negociaciones hacia una transición pactada con el macrismo. El peronismo necesita evitar que el actual gobierno liquide «la caja» en estos últimos meses (y por eso cuestiona las medidas de Macri que significan una nueva erogación fiscal) y a la vez no parece querer una crisis descontrolada que pueda comprometer también al inicio de su gobierno.
Mucho se ha discutido durante estos años macristas sobre la inexistencia de una gran explosión del «modelo kirchnerista» en una crisis que justificara el posterior ajuste. El actual desarrollo incierto de los acontecimientos obliga a preguntarse si no podría precipitarse la «crisis catastrófica» que el macrismo hubiese querido que lo antecediera. En este caso, el proyecto macrista podría tener una «victoria en la derrota», aunque dejaría la vida en el proceso. Si se desata un espiral inflacionario descontrolado o si se llegara a una crisis hiperinflacionaria (donde se destruye la moneda como tal) las consecuencias se vuelven impredecibles. Como afirmara Perry Anderson: «existe un equivalente funcional al trauma de la dictadura militar como mecanismo para inducir democrática y no coercitivamente a un pueblo a aceptar las más drásticas políticas neoliberales: la hiperinflación». Anderson pensaba en la experiencia bolivian a y brasiler a , pero la «hiper» argentina de 1989 (y el consenso pasivo posterior frente a la apertura económica y la reestructuración neoliberal) es un caso que se ajusta nítidamente a esa descripción .
La hiperinflación funciona como un trauma colectivo en la medida en que se experimenta como una disolución de la relación social como tal y tiende a promover un anhelo de orden a cualquier precio («alguien tiene que parar esto») y un gran miedo paralizante. «En una sociedad en la que las relaciones entre los individuos son mediadas por el intercambio dinerario – dice Adrián Piva -, la crisis del dinero es, al mismo tiempo, un proceso de disolución de los lazos sociales». A diferencia de un recorte salarial (como el ajuste del 13% al sector público del gobierno de De La Rua, por caso ), el espiral inflacionari o no se atribuye necesariamente al gobierno (el cual por momentos aparece como víctima de una dinámica que lo desborda), y tiende a percibirse como un proceso «espontáneo» sin responsable directo (de hecho el automatismo impersonal del mercado es en buena medida un «proceso sin sujeto»), lo que dificulta identificar un responsable político que unifique un proceso de luchas. En estos casos, el capital apunta a doblegar a la clase obrera amenazando con una espiral de subas de precios y del tipo de cambio que destruya súbitamente los ingresos populares y genere un disolución general de las relaciones sociales. Guillermo Calvo, el reconocido economista neoliberal que se destacó por discutir el pavor que las clases dominantes le tienen al kirchnerismo («Cristina (…) va a realizar el ajuste con apoyo popular, culpando al gobernante previo») también dijo otra cosa importante que pasó más desapercibida: «hay que hacer cosas que son políticamente muy impopulares, que sólo se van a poder hacer si se rompe la economía » (el subrayado es mío). No podemos descartar estar adentrándonos en una situación de este tipo.
Sin embargo, un espiral inflacionario también puede fracasar en sus objetivos disciplinantes si la clase trabajadora logra sucesivamente desafiar los techos salariales ( como en 1975 y en 1981-1982 por ejemplo), frente a lo cual las clases dominantes a veces deciden intentar encarrilar un plan de estabilización antes que seguir estimulando una lucha salarial desbordada. En estos casos, el impacto salarial se reduce y la clase trabajadora puede compensar en conciencia, combatividad y autonomía lo que pierde en términos materiales. Todas las grandes crisis de la economía argentina de las últimas décadas (1975, 1981-1982, 1989, 2001-2002) repitieron las características a las que ahora asistimo s , con diferente articulación y peso relativo de sus diferentes componentes: violentas devaluaciones, alta inflación, fuerte caída de los salarios y deterioro de las condiciones laborales. Pero l a clase trabajadora no salió igual de todas ellas desde el punto de vista de las correlaciones de fuerza sociales: en 1975 el movimiento obrero derrot ó el «rodrigazo» e n el marco de un alza de la lucha de clases que solo fue interrumpido de manera coercitiva por la dictadura militar; el 2001 fue un punto de inflexión que abrió un largo ciclo, en cierto modo todavía abierto, donde las clases dominantes no pu eden avanzar en toda la línea. La crisis de 1989- 1991, en cambio, inauguró la década menemista. La crisis es un momento de incertidumbre radical, que puede redelimita r de forma radical la relación entre las clases sociales.
La izquierda social, sindical y partidaria debe apostar a que la victoria electoral que significó el derrumbe de Macri y la confianza popular recobrada se prolongue en un ciclo de luchas que evite un deterioro abrupto del salario y una gran derrota social. Esto nos lleva al siguiente punto: el papel del «nuevo peronismo» en esta transición, no solo como futuro gobierno sino también como conducción de las más amplias capas del movimiento de masas, por intermedio de los dirigentes sindicales y sociales.
4. Recapitulemos someramente la historia de este enigma teórico que es el peronismo. Como explican los clásicos del marxismo, la burocracia sindical tiene una doble función. Por un lado es un factor de contención, pasivización e integración del movimiento obrero al Estado. Por otro , p ara cumplir este papel debe tener inevitablemente una cierta presencia real en la clase, movilizar ciertas luchas y satisfacer ciertas demandas. Esta doble naturaleza define también el carácter contradictorio de los privilegios de la burocracia sindical, no solo en el sentido de que provienen de una ubicación estratégica que se nutre de esta doble función, sino también en que el ataque al movimiento obrero, en cierto punto, se transforma también en un ataque a sus propios privilegios (lo que suele resumirse en «el poder de los sindicatos»). La burocracia sindical es profundamente conservadora, pero la conservación de sus privilegios a menudo guarda una relación con la defensa de ciertas conquistas del movimiento obrero. En un momento en que las clases populares son más heterogéneas y fragmentadas que el «viejo movimiento obrero» fordista, esta característica de la burocracia sindical puede extenderse hasta cierto punto a las direcciones de los «nuevos movimientos sociales» (con excepción del movimiento feminista, que muestra bajos niveles de institucionalización y burocratización, lo que explica, en parte, el nivel de su dinamismo y combatividad). Las experiencias «populistas» latinoamericanas, así como el clásico «reformismo obrero» europeo, reproduce este carácter contradictorio de la burocracia sindical. Es más, hasta cierto punto y en cierta forma, estas expresiones políticas funcionan como la representación estatal de la burocracia sindical.
En nuestro país, fue el peronismo quien cumplió el papel que la socialdemocracia desarrolló en Europa occidental en la etapa de «capitalismo de bienestar». Los aumentos de productividad del fordismo y el crecimiento de la posguerra permitieron la transacción que fue característica de esa etapa del capitalismo: la clase trabajadora tendió a aceptar disciplinadamente la monotonía y la explotación laboral a cambio de un acceso creciente al consumo. En términos más generales, la clase trabajadora accedió a la subordinación política al régimen capitalista a cambio de su integración social subalterna. Esto implicó un proceso de institucionalización de la lucha de clases, que se expresó en la integración de los sindicatos a la vida estatal y en la «edad de oro» de las diferentes formas políticas de «conciliación de clase» (socialdemocracia, populismo latinoamericano, laborismo, etc.) como representación gubernamental de este contrato (fordista) entre el capital y el trabajo.
Sin embargo, el peronismo es un fenómeno opaco y complejo, no enteramente análogo a los reformismos obreros europeos, lo que explica su mayor elasticidad política. Propio de un país dependiente, en sus inicios el peronismo se dispuso a ciertos niveles de enfrentamiento con el imperialismo y se dotó de una ideología nacionalista. Sin ningún origen en un partido marxista de masas o una cultura obrera democrática , estuvo sometido desde su origen al arbitraje personal del caudillo carismático. Sus fuentes ideológicas son heterogéneas, mayoritaramente anti-comunistas: cristianismo social, nacionalismo militar, conservadorismo popular. Verticalismo político, conservadorismo cultural y gestión de un fuerte poder económico de la clase trabajadora se combinaron en el peronismo histórico. Como sabemos, esta historia no acaba a mediados de los años 50 : e sta primer etapa mutó en una experiencia de lucha de la clase obrera peronista contra los golpes militares y la proscripción política y luego, en los años 60/70, se produj o un proceso simultaneo de radicalización y «peronización» de la juventud de la cual surgen las corrientes del «peronismo revolucionario»; proceso que se interrumpió con la ú ltima dictadura militar. No intento hacer teoría general sobre un fenómeno complejo que ha llenado bibliotecas, sino marcar algunas características de los acontecimientos fundacionales de este problema teórico y político que es el peronismo.
La adaptación del peronismo a la etapa posterior a la del «pacto keynesiano» en la que emergió tiene otros hitos. En la memoria nacional está grabad o el recuerdo que fue el «populista» Menem, y no la UCR, el «partido de las clases medias», o alguna formación política derechista, quien impuso la agresiva reestructuración capitalista que acabó definitivamente con el patrón de acumulación que el mismo peronismo había desarrollado en los años 40. El menemismo , por si solo, funciona como un alerta decisivo contra cualquier «mal-menorismo» vulgar. Una de las peculiaridades del plan de estabilización de la convertibilidad es que permitía combinar una violenta apertura económica con un fuerte acceso al consumo de la clase trabajadora ocupada (que era la que tenía representación en los sindicatos, los cuales acompañaron mayoritariamente este proceso), mientras se desarticulaba la industria nacional heredada y crecía exponencialmente el desempleo. Este breve acceso al consumo de las clases trabajadoras peronistas allanó el terreno para que prestaran un consentimiento, activo o pasivo, a la reestructuración neoliberal de los 90.
En ciertos casos, son justamente las direcciones políticas que las masas sienten como propias las que están en condiciones de imponer políticas lesivas para sus intereses, sobre todo por medio del control de los sindicatos . De esto se trata los procesos de «transformismo» que analizó Gramsci. En estos casos, no suele ser el consentimiento abierto sino la desmoralización y la sensación de «falta de alternativa» lo que convierte a est as formaciones políticas en instrumentos adecuados de la ofensiva capitalista. Quien instala que no «hay alternativa» (TINA) no es Margaret Thatcher con su brutal ofensiva anti-obrera, sino su rival histórico laborista, representante político de la clase trabajadora, cuando asume más o menos mansamente sus políticas. Por eso, aquella lúcida conservadora dijo certeramente que su verdadero triunfo político no fue otro que el laborismo neoliberal de Ton y Blair.
En general, cuando los procesos de reestructuración se instrumentan por medio de fenómenos políticos de «conciliación de clase» ameritan, por su propia naturaleza, de ciertos «compromisos atenuantes» para utilizar la expresión de Gramsci (aunque hay casos límites excepcionales , como el ya mencionado menemismo o la claudicación de Syriza en Grecia para dar un ejemplo reciente). Por ejemplo, quien introdujo el neoliberalismo en Francia no fue el conservadurismo gaullista, sino el Partido Socialista de Mitterrand (que había sido encumbrado al poder en medio de una dinámica izquierdista, en torno al «Programa Común» con el Partido Comunista, y que durante dos años aplicó medidas progresivas). Esta fue una de las razones que explica que el neoliberalismo francés nunca llegara al nivel de terapia de shock anti-popular que aplicó Thatcher en Inglaterra, en lo que dio lugar a la llamada «excepcionalidad» francesa consistente en la supervivencia de conquistas obreras del periodo «keynesiano» y ralentización de la ofensiva neoliberal .
Todo esto debe estar presente en una aproximación al tipo de fenómeno político que va a significar este «tercer justicialismo» post-83, en palabras de Julio Burdman, diferente al menemismo y al kirchnerismo, que está a las puertas del poder . En un texto reciente caracterizamos que: » el PJ vuelve a aparecer como árbitro y figura de relevo en un contexto de crisis, como en 1989 y 2001. Si el «último kirchnerismo», con sus tensiones con las clases dominantes y su sectarismo político, había lesionado el papel del PJ como «partido del orden» (sin el cual hubiese sido impensable la emergencia de una nueva derecha política), la auto-licuación del kirchnerismo en una nueva reorganización conservadora del peronismo intenta retrotraer el camino recorrido.» El peronismo en el gobierno va a apuntara «estabilizar (atenuando) el ajuste en curso, para lo que necesita blindarse políticamente y consolidar la pasivización social» (…) El propio peronismo necesita a la vez ganar las elecciones y moderar las expectativas sociales que su eventual victoria puede estimular: no hay «pacto social» que estabilice el retroceso salarial sin control de la conflictividad social y, por lo tanto, de las expectativas populares.»
Esta caracterización se confirma aceleradamente en estos días, cuando Alberto Fernández aparece como nuevo presidente «electo». Estimuló la inflación, consintió el nuevo «tipo de cambio» y bajó ordenes de no movilizar para «no entrar en provocaciones», mientras se concreta un enorme golpe a los ingresos populares. La mayor parte de las conducciones sindicales (empezando por la dirección de la CGT) se alineo por el momento con este mandato desmovilizador. La sinceridad de Juan Grabois vuelve a desnudar la gobernabilidad que ofrece voluntariamente el peronismo, cuando declara al diario británico The Guardian: «Si el gobierno de Macri sobrevive, será con el apoyo de nosotros, su oposición social y política. Lo apoyaremos para evitar una crisis institucional». Hasta ahora el llamado desmovilizador del kirchnerismo se excusaba en la necesidad no poner en riesgo la victoria electoral; ahora, más forzadamente, para «cuidar el triunfo» (luego será, con total seguridad, para no afectar la gobernabilidad del «gobierno popular»). Con el macrismo noqueado, Fernández muestra nítidamente la relación entre su proyecto y la pasivización social. ¿De qué sirve derrotar al macrismo si no podemos movilizarnos contra el deterioro de los ingresos populares por el que quisimos derrotar al macrismo?
En doblegar las tendencias a la pasivización social se libra la batalla central del momento político. Hay inquietud por abajo y las organizaciones vinculadas al peronismo no escapan a la presión. Aunque tímidos y balbuceantes, ya aparecieron los primeros anuncios de medidas de sectores del peronismo sindical y social. Por su parte, el movimiento piquetero puede volver a funcionar como «eslabón débil» de la política de pasivización social si se entra en un espiral inflacionario, lo cual puede ayudar a bloquear una salida «a la 1989». La experiencia piquetera ha mostrado tendencia a la adaptación en la medida en que hubiera flujos significativos de asistencia social, pero también capacidad semi-insurreccional cuando «no hay nada que perder». La izquierda sindical debe propugnar por amplios espacios de frente único que hagan eje en reclamar medidas para combatir el deterioro de los ingresos populares, presionando por abrir puentes reales con franjas del sindicalismo peronista y no reduciéndose a una actitud anticipada de denuncia. La aplastante derrota electoral de la derecha y el sentimiento de confianza recobrada de amplias capas populares es un punto de apoyo para un nuevo ciclo de luchas. Se empieza a poner en movimiento la contradicción entre las expectativas sociales que desata la derrota del macrismo y la política de contención social del peronismo. La sociedad argentina puede volver a mostrar que las clases dominantes se enfrentan aquí, como en pocos países, a un problema histórico de insubordinación de la clase trabajadora frente a las necesidades del capital.
Nota:
[1] Las fuerzas que integran el FIT-U han cometido una larga serie de errores tácticos durante los últimos años, que evidencian una dificultad teórica y estratégica para comprender y actuar frente a una experiencia de «compromiso de clase» como la que significó el kirchnerismo. Durante el conflicto de 2008 entre el gobierno y las patronales agrarias por las retenciones a los productos agrícolas, IS y el MST se ubicaron en el «campo anti-gubernamental» encabezado por la oligárquica Sociedad Rural, mientras que el PO y el PTS se pronunciaron por una tercera posición equidistante. Todas las fuerzas del FIT-U se opusieron a medidas progresivas como la Ley de Medios, mientras que ante a expropiación de las AFJP o la estatización parcial de YPF mostró posiciones divididas o ambiguas. Luego del ascenso de Macri al poder, la dificultad no se atenuó: el FIT llegó al paroxismo de votar contra la ley que estableció el «salario social complementario», excusándose en la «paz social» que ofrecían los movimientos sociales. También acompañaron en el parlamento el desafuero a De Vido, cuando no tenía condena firme, sentando un precedente peligroso que podría servir el día de mañana para perseguir a un diputado de izquierda que participe en una movilización. Tuvieron muchas vacilaciones, cuanto menos, para defender a perseguidos políticos del kirchnerismo, como en el caso de la prisión preventiva a Milagro Sala o las persecuciones a Hebe de Bonafini. Esta orientación estratégica es la que explica, fundamentalmente, la dificultad del FIT-U para penetrar en la base electoral del kirchnerismo, como quedó en evidencia especialmente en las últimas elecciones provinciales en Córdoba, donde el kirchnerismo bajó su lista y el FIT igualmente retrocedió en votos (!).
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