Muchos Estados latinoamericanos han sido capturados por elites corporativas. Los negocios de estas compañías impiden desarrollar políticas progresistas y, paradójicamente, son trabas para cumplir con acuerdos internacionales como los Objetivos de Desarrollo del Milenio. El de México es uno de los ejemplos más claros de la captura corporativa del Estado en la región. ¿Pueden cambiar […]
Muchos Estados latinoamericanos han sido capturados por elites corporativas. Los negocios de estas compañías impiden desarrollar políticas progresistas y, paradójicamente, son trabas para cumplir con acuerdos internacionales como los Objetivos de Desarrollo del Milenio. El de México es uno de los ejemplos más claros de la captura corporativa del Estado en la región. ¿Pueden cambiar las cosas bajo la administración de Andrés Manuel López Obrador?
Acordados por los Estados miembros de Naciones Unidas y diseñados «para poner fin a la pobreza, proteger el planeta y garantizar que todas las personas gocen de paz y prosperidad» y para dar continuidad a la agenda de desarrollo tras los Objetivos de Desarrollo del Milenio, los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) son en verdad admirables como metas a alcanzar en 2030. Pero tres años después de su adopción por parte de los líderes mundiales, su progreso es muy lento, particularmente en México. ¿Qué es lo que no está funcionando?
La captura del Estado por parte de la elite corporativa, a pesar de que no sea esta la única causa, explica en gran parte el problema. La indebida influencia corporativa en las instituciones estatales y sobre los responsables de la toma de decisiones relacionadas con políticas públicas socava la capacidad del Estado para estimular el crecimiento económico, reducir la pobreza y la desigualdad y proteger el medio ambiente.
Esta captura del Estado es a la vez causa y efecto de las fuertes disparidades en términos de riqueza de las que adolece México, que la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible reconoce como uno de los «grandes desafíos«.
A día de hoy, la economía mexicana es la quinceava más grande del mundo, pero México ocupa el lugar Nº 17 del ranking de países más desiguales en términos de distribución de la riqueza. Y dado que el poder económico se traduce en poder social y político, lo que tenemos es un sistema en el que la elite económica puede conseguir que se gobierne el país según sus intereses. Lo cual, a su vez, tiende a intensificar las desigualdades.
En todo el mundo, la extrema concentración de la riqueza ha reducido los recursos públicos disponibles para el desarrollo. A la vez que los países se vuelven más ricos, los gobiernos se vuelven más pobres, debido en gran parte a los altos niveles de evasión fiscal, los flujos financieros ilícitos y el uso de paraísos fiscales para ocultar ganancias privadas.
Un informe de 2018 del Banco Mundial demuestra que las empresas multinacionales trasladan alrededor del 40% de sus ganancias a paraísos fiscales y que México es uno de los países más afectados por este fenómeno. En 2015, el Estado mexicano perdió 197.150 millones de pesos (14.200 millones de dólares al tipo de cambio promedio de 2015) por evasión fiscal de empresas privadas.
El establecimiento de una base fiscal fuerte en México aumentaría sin duda el volumen de fondos públicos disponibles para un desarrollo sostenible. Pero mientras el Estado mexicano siga cediendo ante los intereses corporativos, habrá pocas probabilidades de que esto llegue a ocurrir.
La actual crisis de derechos humanos en México es síntoma de un sistema que permite que los intereses económicos moldeen la legislación nacional, las regulaciones y las políticas públicas a beneficio propio. Pero dado el alto nivel de convergencia que existe entre los derechos humanos y los ODS, es imprescindible que México encuentre la manera de implementar de manera adecuada los estándares internacionales en materia de derechos humanos, si es que piensa tomarse en serio esos objetivos.
La violencia contra periodistas y defensores de los derechos humanos en México se ha descontrolado en los últimos años: 120 periodistas fueron asesinados entre enero de 2000 y octubre de 2018 y, ya en 2017, México era el tercer país más peligroso de América Latina y el cuarto más peligroso del mundo para los defensores de la tierra y el medio ambiente. Hoy, a solo tres meses de la toma de posesión del nuevo gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO), ya han sido asesinados 14 periodistas y activistas.
Casi todos los ataques contra activistas ocurren en el contexto de actividades empresariales, lo cual no debería sorprendernos dada la obvia discrepancia entre el desarrollo sostenible dirigido por las comunidades y los intereses del sector privado motivados por los beneficios monetarios. La minería, la construcción de infraestructuras, la energía y la explotación forestal son actividades industriales relacionadas con frecuencia con los ataques selectivos contra quienes se oponen a ellas.
La captura del Estado por parte de las corporaciones implica que este, una y otra vez, fracasa en el intento de implementar leyes que permitan evitar las violaciones de los derechos humanos por parte de las empresas. A menudo las grandes firmas actúan con casi total impunidad, lo que explica el incremento de la violencia.
El derrame tóxico de 2014 procedente de una mina de Grupo México en ríos del estado de Sonora, en el norte del país -el desastre medioambiental más grave hasta la fecha de la minería en México- es emblemático del fracaso del Estado de implementar leyes en defensa de las comunidades locales. En el momento del derrame, el regulador medioambiental había permitido que una subsidiaria de Grupo México operara la mina sin los permisos requeridos para el manejo de desechos tóxicos, saltándose la obligación que establece la legislación internacional en cuanto a prevención de violaciones del derecho de las comunidades locales a un ambiente sano.
No solo no se implementan las leyes de manera adecuada, sino que, en algunos casos, la legislación nacional tampoco impone obligaciones lo suficientemente onerosas al sector privado. El lobby minero mexicano, por ejemplo, ha logrado que exista una regulación que favorece sus intereses por encima de los de las comunidades afectadas.
Bajo el disfraz de impulsar el desarrollo, la Ley Minera considera que la actividad minera es de utilidad pública y preferente -es decir, que está por encima de cualquier otro uso de la tierra-, lo que en la práctica pone el territorio de los pueblos indígenas y campesinos a disposición de las empresas extractivas. Esta ley viola el derecho a la autodeterminación de las comunidades -principio reconocido por el derecho internacional- y con 50% de la población de las zonas de producción de oro y plata viviendo en condiciones de extrema pobreza, el gobierno mexicano debe preguntarse si la minería ha sido realmente el catalizador del desarrollo que prometió.
¿Pueden cambiar las cosas bajo la administración de AMLO? Sin duda, su promesa de luchar contra la corrupción y la desigualdad es un paso en la dirección correcta, aunque el camino no será nada fácil. Ambos fenómenos arraigaron profundamente bajo el régimen del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que estuvo ininterrumpidamente en el poder desde 1929 hasta 2000, para cederlo al conservador Partido Acción Nacional (PAN) entre 2000 y 2012, y luego regresar nuevamente, en un sexenio marcado por escándalos de corrupción en el gobierno federal.
La cancelación del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México -un proyecto envuelto en corrupción y abusos a los derechos humanos-, tras una consulta popular nacional realizada en octubre del año pasado, parecía un gesto prometedor por parte del entonces presidente electo AMLO. Pero la consulta fue cuestionada por su falta de sustento legal y por no cumplir con los estándares internacionales en cuanto a participación pública. La decisión deberían haberla tomado las comunidades -principalmente indígenas- cuyo territorio era el afectado por la construcción del aeropuerto, y no toda la nación.
Pocas semanas después, la nueva administración realizó otra «consulta» sobre otro gran proyecto de desarrollo que se saldó con un resultado que no fue el que esperaban las 82 comunidades indígenas afectadas. Se trata de la construcción del Tren Maya -una línea de ferrocarril que atravesará el sureste del país-, proyecto que seguirá adelante a pesar de obvias violaciones del principio de derecho internacional que establece la obligación de consentimiento libre, previo e informado por parte de las comunidades indígenas para aquellos proyectos susceptibles de afectarles a ellas y a sus territorios.
Se da el caso de que el Tren Maya, presentado por el gobierno como un proyecto impulsor de desarrollo social y económico y que supuestamente respetará las culturas indígenas, cruzará cinco estados en los que se están desarrollando actualmente grandes proyectos energéticos. El gobierno mismo admite que uno de los objetivos del proyecto es permitir que florezca la industria energética.
Cabe preguntarse a quién beneficiará realmente este tipo de desarrollo. De nuevo, empieza a parecer que las comunidades locales van a quedar marginadas a resultas de políticas de desarrollo diseñadas para conseguir copiosas ganancias financieras para la élite empresarial y política.