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¿El termidor del kirchnerismo?

Fuentes: Rebelión

A partir del ejemplo de la Revolución Francesa, la noción de termidor, se utilizó para hacer referencia a un tiempo signado por la traición de los elementos fundantes de procesos o ciclos históricos. Como dicha noción tiene una carga más alegórica que conceptual, no necesariamente se ha recurrido a ella para dar cuenta de procesos […]

A partir del ejemplo de la Revolución Francesa, la noción de termidor, se utilizó para hacer referencia a un tiempo signado por la traición de los elementos fundantes de procesos o ciclos históricos. Como dicha noción tiene una carga más alegórica que conceptual, no necesariamente se ha recurrido a ella para dar cuenta de procesos revolucionarios.

Muchos y muchas anunciaron el fin del kirchnerismo. Pocos y pocas vislumbraron su termidor.

Para una franja del activismo y la militancia kirchnerista, pero también para una parte de la sociedad, la figura de Cristina funcionaba como un nexo entre un mito de emancipación y el poder. Es decir, su figura tenía la capacidad de generar la ilusión de que las clases subalternas estaban un poco más cerca del poder. Que lo rozaban. Que la autoridad podía llegar a ser una fuerza que favoreciera a los y las de abajo. Se trataba de una ilusión sostenida en una experiencia concreta de incorporación de demandas democráticas por parte del Estado. Por eso, esta ilusión, no dejaba de activar algunos núcleos de buen sentido y algunos contenidos populares perdidos en la nebulosa de las típicas dicotomías del «populismo». Es innegable que la decisión de Cristina de secundar a Alberto Fernández deteriora esas funciones y esas ilusiones y la presenta alentando abiertamente un mito de dominación y una solución que podría denominarse «pre-populista».

La demonización de Cristina por parte del poder: yegua y montonera, sectaria y altanera, intolerante y «grietera», no dejaba de ser para algunos y algunas el abono de una secreta rebeldía, la posibilidad de un antagonismo. No resulta extraño, entonces, que la unción de un candidato deshacedor de entuertos y buen interlocutor del establishment, haya sido decodificada por algunos y algunas prácticamente como una derrota, o, como mínimo, un retroceso.

El giro consensual, los gestos de arrepentimiento, la opción por el formato ordenado de transición deseado por el sistema de dominación, se viven como una claudicación, más allá de las justificaciones que apelan al «realismo» y que alertan -por lo general con indiscutible lucidez- sobre las alternativas espantosas que están en danza, comenzando por la continuidad del actual gobierno, y hasta salidas más a la derecha y más reaccionarias aún.

La invocación al diálogo se interpreta como una llamada al silencio popular. El diálogo, en condiciones de profunda asimetría, es como la igualdad jurídica de las personas: un fetiche, efectivo por cierto. Pero un fetiche al fin. Algunas voces serán más audibles que otras y el monólogo podrá imponerse fácilmente.

La amplitud de un frente electoral puede servir para ganar elecciones, pero conlleva la pérdida de profundidad política y programática, un riesgo palpable, si nos atenemos a la catadura de ciertos aliados. El realismo también instala una idea potente: «no se puede hacer otra cosa». Pues bien, desde una militancia que se supone popular y hasta «revolucionaria» ¿cómo justificar el entusiasmo desde el posibilismo? ¿Por qué razones abrigar expectativas desde el fatalismo?

A muchos y a muchas les cuesta verla a Cristina casi como pidiendo perdón por las viejas desmesuras, comprometiéndose con un especialista en suturar los mismos abismos que ella puso en evidencia. Entienden que «nestorizar» no otra cosa es «descristinizar», porque siempre fue así. Les cuesta ver «una gran jugada política» en la unción de Alberto Fernández. O si la ven, no pueden reconocer en ella los posibles beneficios de cara a un avance popular. Intuyen un retroceso que los tornará un poco más invisibles e inaudibles. Como no son burócratas ni aspirantes a cargos públicos, no entienden demasiado las razones del pragmatismo político, o, directamente, no les interesan.

Un termidor siempre se auto-justifica. Ese es uno de sus rasgos más característicos. Para el economista y teólogo Franz Hinkelammert el termidor construye su propia ortodoxia y elabora una visión particular de los procesos y los ciclos históricos, dice: «El termidor define la perspectiva desde la cual eso que resulta en la lógica del poder aparece como lo verdadero y lo bueno»; agrega que la tarea del termidor es inmunizarse de la raíz democrática «para que el antiguo poder adquiera una nueva vestimenta».[1] Ya circulan versiones que presentan a la burguesía local como un grupo de benefactores de la patria, a los burócratas sindicales como auténticos hijos del pueblo, al Partido Justicialista (PJ) como una estructura democrática y a Alberto Fernández como un luchador popular.

Nota:

[1] Hinkelammert, Franz, Totalitarismo de mercado. El mercado capitalista como ser supremo, México, 2018, p. 100.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.