Cuando Rajoy ganó las elecciones en España no hubo un gran desacuerdo para hablar de un triunfo de la derecha; ni qué decir cuando la chica Le Pen arrasó posteriormente en Francia. Bush mereció en su momento un calificativo semejante y, más cautelosamente Merkel, pero de quien claramente se dice que es la derecha es […]
Cuando Rajoy ganó las elecciones en España no hubo un gran desacuerdo para hablar de un triunfo de la derecha; ni qué decir cuando la chica Le Pen arrasó posteriormente en Francia. Bush mereció en su momento un calificativo semejante y, más cautelosamente Merkel, pero de quien claramente se dice que es la derecha es Netanyahu, por no mencionar a Berlusconi, la derecha hilarante, varios hacen cola en esta ventanilla. También se dice, casi nostálgicamente, que fue peor con los vernáculos Franco y Salazar, un poco menos fascistas que Mussolini y que el demente austríaco, pero ahí van, aunque también podría ser peor, el neonazismo por ejemplo, que sin duda existe y reclama esa designación pero la calificación, curiosamente, se olvida cuando se trata de países árabes como si en ellos esta definición, o la contraria, la izquierda, carecieran de sentido.
Por supuesto, se puede decir que hay una tradición de derecha en Argentina, que va de la oligárquica a la nacionalista pasando por las decididamente fascistas de las dictaduras; en la actualidad, que es lo que importa, no hay más que leer o escuchar a ciertos aspirantes al poder cuyos discursos, innegablemente filiados y reconocibles, son de derecha aunque no tengan la fisonomía que tenían las clásicas, todo se moderniza, incluso esas anacrónicas filiaciones.
Desde luego, aquellos nombres no son los únicos que condensan o encierran todo el alcance de la designación: están en esa destacada posición porque hay quienes los han apoyado y promovido y, seguramente, parcial o totalmente, compartían el adjetivo que se les aplica, me refiero a votantes, seguidores, aprovechadores, adherentes, simpatizantes, espectadores.
Se diría que, en cuanto al goce del poder, no siempre ha sido como lo indican estos ejemplos, especialmente los actuales; hay una historia y en ella hubo épocas en las que la derecha retrocedió, ya sea porque se replegó, ya porque fue derrotada y dejó de ser representativa, aunque siempre esperando una nueva oportunidad, así como hubo épocas o momentos en los que tuvo una presencia innegable. Nunca una situación o la otra fueron definitivas así como tampoco la forma que adquirían cuando se replegaban o cuando se imponían. Incluso, en algunos momentos de su historia, puesto que la idea de la derecha no comienza en las últimas décadas, quienes admitían en los hechos esa calificación pudieron, poder mediante, tomar decisiones que bien habrían podido ser tomadas igualmente por los refractarios a esa definición y más bien partidarios de una opuesta.
Vale la pena, en este punto, recordar algo bien sabido acerca de lo que es la derecha en general. En la Asamblea Francesa posterior al 14 de julio, los asientos de la derecha en el hemicírculo estaban ocupados por los girondinos, los de la izquierda por los jacobinos. Aquellos, representantes de la proto poderosa burguesía comercial e inicialmente industrial, eran moderados y bregaban, como es de imaginar y como se sabe, por sus intereses propios, no por los de los demás, asunto más bien de los jacobinos, que eran intelectuales y querían poner todo el país, burguesía inclusive, patas para arriba. De estas ubicaciones físicas y del modo de encarar los negocios públicos brota una metáfora que todavía nos problematiza hoy día: los propietarios y egoístas conforman toda derecha, los intelectuales y altruistas -hay excepciones- se consideran la o las izquierdas.
Hablamos ahora de la derecha, que nos problematiza mucho, tanto por su presencia y su persistencia como por la monótona variedad de su discurso. Mejor dicho de «sus» discursos, pues tampoco se puede afirmar que hay una sola derecha. Sí se puede decir que hay una gama en uno de cuyos extremos estaría lo que se puede considerar la «derecha liberal», y en el otro la ultraderecha. Entre ambas muchos matices; está lo que se suele designar como «derecha civilizada», a veces cultivada y con capacidad de razonamiento, más dispuesta a negociar, y la «salvaje», balbuceante, compulsiva, irritada, que concibe toda manifestación diferente como enemiga y exterminable.
Ambas, y las que están en el medio, aspiran al poder y en muchas ocasiones lo obtienen. ¿Qué hacen con él unos u otros? No se puede generalizar pero, obviamente, todas lo utilizan por diversos medios -gobiernos dictatoriales, mayorías electorales, demagogias variadas- para que su objetivo principal, su razón de ser, no sólo no se frustre sino para llegar a un punto ideal, un mundo conformado a su imagen y semejanza, algo así como el reinado del espíritu hegeliano, sueño de un Tántalo siempre adelante, nunca explicitado del todo («Orden y progreso», «Dios, Patria, Hogar», «América para los americanos», son las máximas fórmulas que han conseguido para expresar dicho ideal).
Si en ciertos momentos alguna de esas derechas logra ese objetivo por cualquiera de los mencionados medios, en otros lo pierden, fracasan, provisoriamente, y aguantan hasta que una nueva oportunidad se les presente como una iluminación.
Importa ese entretanto. Hay momentos en que, deprimida, la derecha se guarda, como traumatizada, nadie la quiere, pierde el escaso lenguaje de que disponía pero que le servía. O la realidad misma, con sus vueltas, o las exigencias del sistema y su voluntad de perduración, o las agresiones de los enemigos del país, o los errores de quienes la desplazaron, reaniman a la derecha y parece, sólo parece, que se le reabren las puertas del futuro, la memoria del fracaso previo se convierte en oportuno y compacto olvido. Formula promesas poco fundadas, en general, pero el miedo, la necesidad de contar con garantías para la sobrevivencia, empieza a darle ánimos y le promete un recomienzo que a veces se da. No hay más que considerar la reaparición en escena de un tal Domingo Cavallo para comprender esta idea.
Creo que estamos en eso en muchos lugares del mundo pero, sin aspirar a tanto, seguramente en este país al menos porque el reflujo de desconfianza y la irritabilidad frente a cambios en el lenguaje y en las relaciones sociales luego de las iniciativas distribucionistas de los últimos años se percibe claramente o, más modestamente, yo lo percibo, como expresión derechista, mezcla de temor y de enojo; se manifiesta en la suspensión y aun interrupción de razonamientos, catarata de afirmaciones que arriesgan no sólo réplicas sino relaciones afectivas, amistosas o familiares, algo así como un sentimiento de ahogo, de fin de la especie siguiendo el modelo del fantasma del comunismo que atormentó a la política mundial en su momento, amenaza absoluta, insoportable y convulsiva.
Se diría, pues, como observación inicial, que «hay un avance de la derecha». ¿En qué consiste? Puede ser una buena pregunta inicial. Y la primera respuesta tiene algo de analógico, al menos en el orden político: expresiones políticas presentadas como espontáneas se parecen a manifestaciones reconocibles como de derecha en otros lugares y momentos: Macri más o menos como Aznar.
En este orden, se difunden cada día mensajes de inequívoca carencia programática y orfandad propositiva, con la forma de un «es así», que fue y es propia de derechas autoconvencidas y orgullosas de estarlo en este país mismo y en otros.
Pero no ha de ser sólo en este plano, perfectamente reconocible y hasta asumido y declarado, sino también en otros más recónditos que se está produciendo ese avance de la derecha: si se lograra llegar a esos recovecos, al rincón de las «formas de vida», se podría comprender mejor en qué se apoya ese avance. Bastaría con reconocerlo para, desde otro lugar, detenerlo pero para eso no estaría mal intentar una aproximación que atravesara las fronteras de lo evidente.
No es fácil. El «modo derechista» está tan incorporado que la mayor parte de los comportamientos responden a ese patrón; están naturalizados con tanta profundidad que todos estamos afectados por eso: el derechismo actúa insidiosamente en casi todas las relaciones sociales, incluso familiares, pero si no es frenado en cada uno se precipita sobre la sociedad entera. Si ese freno, autoconciencia de nuestros actos, se enmohece empezamos a justificar o racionalizar, desde mínimos egoísmos cotidianos hasta cobardías intelectuales pasando por opciones estéticas y tomas de partido morales y políticas. Todo empieza a parecer normal, hasta lo monstruoso, y lo normal es presentado como monstruoso en esas retorcidas construcciones discursivas que diluyen los hechos y minan el raciocinio pero tiene la capacidad de instalarse en espíritus predispuestos a ser confortados en sus profundas creencias, en realidad profundos temores, mediante esas operaciones discursivas.
Tal vez eso explica por qué el Gobierno de la Ciudad está en manos de quien está, típico exponente de ese derechismo revestido de falsa cultura y ropas caras, pero sostenido, en una ironía insoportable, por sus damnificados; tal vez eso explica por qué es casi imposible un diálogo entre opiniones diferentes y por qué los contendores se gritan en lugar de escucharse; tal vez eso explica por qué opinadores sempiternos se desdicen sin reconocer que se están desdiciendo y profetas del desastre olvidan sus profecías. Pareciera, por ejemplo, que la brutalidad de ciertos crímenes es inherente a depravaciones individuales, pero no sería metodológicamente impropio vincular esas aberraciones con otras, de otro nivel, por ejemplo la extorsión de los bancos, el retorcimiento de ciertos comunicadores, la evasión impositiva y la ausencia a las sesiones del Parlamento. Se me ocurre que todo eso junto, y en crecimiento de intensidad, autojustificado o cínicamente sostenido, tiene que ver con el avance de la derecha, esa mancha que intenta extenderse y que quiere hacerse poder.
Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-271093-2015-04-22.html