La violencia que vivimos no es una cosa pasajera. Tampoco es producto del surgimiento espontáneo de grupos criminales organizados. No significa que las familias perdieron los valores, menos aún que sea producto del nacimiento de personas malas que se juntaron para actuar contra la bondad de la Tierra. La violencia que vivimos hoy es la […]
La violencia que vivimos no es una cosa pasajera. Tampoco es producto del surgimiento espontáneo de grupos criminales organizados. No significa que las familias perdieron los valores, menos aún que sea producto del nacimiento de personas malas que se juntaron para actuar contra la bondad de la Tierra. La violencia que vivimos hoy es la expresión del capitalismo, del sistema económico que padecemos, de manera descarnada. No será pasajero, y la única forma de que pase es cambiando el sistema económico.
Esta violencia no es fortuita ni ocurre de manera irracional en el territorio mexicano. La violencia se concentra, «casualmente», en zonas que de una u otra forma tienen recursos que son estratégicos para el desarrollo del gran capital trasnacional. Quienes padecen la violencia no son sectores, comunidades o pueblos que el azar ha colocado en la mira de la delincuencia organizada. Son personas, grupos, comunidades, pueblos que de alguna manera «estorban» a los intereses económicos que deciden sobre vidas, territorios y recursos.
La guerra de exterminio contra la humanidad inició con la superación del fordismo en los años 70. Cuando comenzó la última parte del proceso de globalización económica, entonces dejaron de existir los países ricos y los países pobres. Caído el muro de Berlín, ya no hubo porqué fingir. El libro de Fukuyama esbozó la idea que había que inocularnos: «la historia se terminó», se acabó la lucha de clases y el Mercado es el nuevo dios que aplicando las leyes de Darwin pondrá a cada cual en su lugar.
Así, dentro de los países del norte comenzaron a nacer zonas donde se agrupaba la miseria y la pobreza se extendió. En Europa los tradicionales Estados de Bienestar se fueron diluyendo y enfrentando al mismo tiempo las protestas de miles de jóvenes que veían cancelado el futuro. En los Estados Unidos, las libertades y derechos fundamentales expresados en su breve y magnífica constitución fueron cambiados por la seguridad que provoca el terror de unos atentados voladores que todavía no se explica cómo pudieron ocurrir, dado el sistema de seguridad con el que cuentan. A menos que hubiera sido alentado, permitido, justamente con la intención de controlar las voluntades de 200 millones de norteamericanos que piden a gritos cancelar cualquier libertad conocida con tal de «mantenernos seguros».
Mientras tanto, en el sur, ciudades y zonas adquirieron el estatus de Primer Mundo. Zonas vedadas a las mayorías y en las que se toman las decisiones principales, rodeadas de cinturones de miseria que amenazan con invadir la quietud y tranquilidad de la gente bien. Ahí en esas zonas descansan los procónsules de los dueños del mundo, quienes como en un tablero de ajedrez toman decisiones para así controlar el gran Capital que no tiene Patria, ni madre. Deciden devastar hábitat, pueblo, gente, cultura y humanidad. No importa. Con tal de obtener la máxima ganancia con el menor esfuerzo.
No importa cómo. Lo importante es obtenerlo.
La guerra es violencia contra los pobres que se organizan o que están de más frente a los grandes proyectos que anteponen la ganancia máxima con la menor inversión, a costa de la destrucción del planeta y particularmente de la humanidad. Esta violencia no es temporal, llegó para quedarse, porque es parte integrante del sistema económico. Como lo adelantaron los zapatistas hace unos 15 años, estamos frente a la tercera guerra mundial, no es una guerra entre potencias, como las vimos en 1914 o 1939, es una guerra de exterminio de la humanidad.
Así que el dios Mercado tiene distintas formas de concentrar la riqueza y de generalizar la miseria y la muerte. Por ejemplo, decide crear mercados conocidos, abiertos y que sigan las reglas más difundidas del orden económico del consenso de Washington. Así pues, se firman tratados de libre comercio, las mercancías y materias primas rebasan las fronteras sin trabas ni aranceles. Pero en aquellos lugares donde esto no es «factible», se crean mercados negros, ahí todo es mercancía. Lo son las armas y las dignidades. Lo son los niños y la carne humana en general.
Hoy no vemos a países luchando unos con otros, vemos a poderes económicos fácticos que convierten a sus empleados o gerentes a quienes ocupan los poderes formales en los distintos países. Estos gerentes crean las condiciones necesarias para ejercer el control social no sólo con la generalización de la ignorancia, sino particularmente del miedo. El terror es el principal instrumento de control social.
Ese control social se ejerce con mayor intensidad en las zonas donde hay recursos naturales para ser explotados económicamente. En Michoacán pelean el control del puerto de Lázaro Cárdenas, como en la región sur y oriente de Morelos, la garantía de paso de la droga sin ninguna oposición. En esa lógica ocurrieron los hechos de Iguala de septiembre pasado. No es fortuito, es parte de un sistema económico en el que están involucrados los grupos de poder fáctico y formal.
Es en ese contexto donde ocurren hechos tan execrables del 26 de septiembre pasado en Iguala, Guerrero y que mañana cumplen un año. La desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, no es si no un botón de muestra de esta guerra. La violencia que ocurre en el país no ocurre al azar, está asociada a estos mercados negros y proyectos inconfesables que se planean en las grandes zonas del mundo donde vive la gente bien, la que no sabe de hambres. Y esa violencia, que representa la guerra, no es sino contra los pobres de la Tierra. Por eso, en esta guerra hay dos bandos: el de los dueños del dinero y el de los pobres de la Tierra; ellos ponen las armas y la devastación, nosotros ponemos los muertos.
¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!
Twitter: @Patrio74
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