Durante el kirchnerismo mejoró el empleo y hubo una recuperación del poder de las organizaciones sindicales. Pero la fragmentación de la clase trabajadora y la informalidad laboral son aún importantes, y su tradicional cohesión política se ha debilitado. Faltaba un mes para que comenzara el 2001, el año bisagra en la historia reciente en la […]
Durante el kirchnerismo mejoró el empleo y hubo una recuperación del poder de las organizaciones sindicales. Pero la fragmentación de la clase trabajadora y la informalidad laboral son aún importantes, y su tradicional cohesión política se ha debilitado.
Faltaba un mes para que comenzara el 2001, el año bisagra en la historia reciente en la Argentina contenciosa. El piquete sobre la Ruta Nacional 3, en el partido de La Matanza, reclamaba por nuevos Planes Trabajar. El protagonismo de mujeres y niños caracterizaba a las más de dos mil quinientas personas que sostenían el bloqueo. La Ruta 3 atraviesa en ese distrito representativo de la pobreza bonaerense a las localidades de Lomas del Mirador, San Justo, Isidro Casanova, Gregorio de Laferrere, González Catán y Virrey del Pino, y continúa hacia el sur cruzando la Patagonia hasta desembocar en Tierra del Fuego.
El bloqueo se levantó un viernes y a contrarreloj, luego de varios días, con el compromiso del gobierno nacional de respetar los 6.400 planes existentes y sumar otros 2.000. Además, aportaría 1.250.000 kilos de alimentos secos durante los siguientes doce meses y la provincia de Buenos Aires otros 420 mil adicionales, mientras que el gobierno municipal aseguraba la provisión de 1.400.000 kilos de alimentos frescos.
Las demandas hablaban del carácter del reclamo, las necesidades y aspiraciones de sus protagonistas. Era uno de los tantos cortes de ruta que se registraban en La Matanza, en la etapa más masiva y moderada de lo que se conoció como el movimiento piquetero, nacido a partir de las puebladas radicalizadas del interior del país durante los 90.
Año 2014, el anteúltimo del ciclo kirchnerista, iniciado en enero con la devaluación más fuerte de la década. Los mamelucos de un celeste intenso llevan el ruido metálico de la fábrica hacia el asfalto gris de la autopista Panamericana, en la zona norte del Gran Buenos Aires. La autovía, también conocida como Acceso Norte, continúa en la Ruta 9 y culmina en la frontera con Bolivia. Los obreros de la autopartista norteamericana Lear Corporation reclaman contra los despidos masivos y la persecución sindical y empresarial que se desató contra los delegados de izquierda. Siguen el ejemplo de quienes, unos años antes, en 2007, habían inaugurado el piquete industrial sobre «la Pana»: los empleados de la alimenticia Kraft, cuya comisión interna era dirigida por la izquierda.
Mutaciones
Las dos escenas grafican las características de la conflictividad social y laboral en el final de ciclos políticos diferentes. En efecto, el desplazamiento del centro de gravedad de la protesta social desde la Ruta 3 (en el ocaso del gobierno de la Alianza) a la Panamericana (en el final de la etapa kirchnerista) refleja el entramado de contradicciones sociales y políticas que cruzan la Argentina del presente. Y también adelanta elementos de una posible dinámica que puede adoptar el conflicto de clases frente al gobierno que surja de las elecciones de octubre.
En primer lugar, esta metamorfosis es el producto de un evidente cambio en la composición social del mundo de los trabajadores. Se pasó del protagonismo de los desocupados en los 90 (a quienes algunos análisis calificaban de excluidos) al regreso de los trabajadores ocupados y por lo tanto a la centralidad de las organizaciones sindicales.
En un estudio elaborado en 2001, el economista Claudio Lozano describía la magnitud de la crisis provocada por los efectos del ciclo largo de neoliberalismo en Argentina. «Baste con señalar que este país tenía en 1975 unos 22 millones de habitantes y 2 millones de pobres, mientras que hoy, con 37 millones de habitantes, se cuentan 14 millones de pobres. Es decir que de los 15 millones que explican el incremento poblacional del último cuarto de siglo, 12 millones cayeron bajo la línea de la pobreza, dato que permite mensurar el carácter de la involución y regresividad social vigente».
Esta situación cambió en la última década. El empleo registrado del sector privado pasó de 3,5 millones de trabajadores en 2002 (había alcanzado 4,1 millones en 1998, en el pico previo a la crisis), a 6,4 millones en 2014. La tasa de desempleo, que en los momentos más críticos del 2002 llegó al 25%, se redujo hasta ubicarse por debajo del 7%. Este piso no será perforado, evidenciando un límite estructural para la reducción del desempleo.
La recuperación fue consecuencia de las condiciones económicas creadas por la devaluación de inicios de siglo, que produjo un derrumbe de los costos salariales, más aun en dólares, combinado con un ciclo favorable de la economía mundial por el boom de los commodities. En efecto, el crecimiento del empleo privado, significativo durante los primeros años de la posconvertibilidad, se logró por el aprovechamiento de este abaratamiento del precio de la fuerza de trabajo. La elevada capacidad ociosa registrada en 2002 permitió un generoso usufructo de posibilidades para incrementar los niveles de producción -y utilidades- sin tener que hacer fuertes inversiones. Todos estos factores fueron aprovechados por el gobierno para administrar la crisis y estabilizar la convulsiva situación pos-2001.
Esta nueva realidad cambió el mapa social de la clase trabajadora. Básicamente, se produjo un aumento de la sindicalización en general. La cantidad de afiliados a la UOM, por ejemplo, pasó de 90 mil a 250 mil entre 2003 y la actualidad, mientras que los afiliados a SMATA pasaron de 50 a 100 mil en el mismo período.
¿Estamos ante el regreso del gigante? En los debates político-académicos, la figura del «gigante» remite a la metáfora con la que Juan Carlos Torre describió en uno de sus textos clásicos al movimiento obrero surgido en la posguerra. El «gigante», para Torre, tenía esencialmente dos características: se desarrollaba en un mercado de trabajo equilibrado (con casi nula desocupación) y estaba unido o cohesionado políticamente bajo la dirección del peronismo (1).
Tomado estrictamente desde este punto de vista, el movimiento obrero actual carece de estos ragos. El mercado de trabajo posneoliberal se encuentra mucho más fragmentado, con divisiones internas en la clase obrera y entre ésta y los nuevos pobres urbanos, muchos de ellos parte del llamado «precariado», un fenómeno social relativamente nuevo en términos históricos. Los últimos datos, correspondientes al segundo trimestre de 2013, ubican la tasa de empleo no registrado («en negro») en un considerable 34,5%, es decir que uno de cada tres trabajadores se desempeña en estas condiciones. Pero este porcentaje se amplía si se contempla la precariedad laboral en sentido más amplio: la inexistencia de contrato laboral, el contrato por tiempo determinado, la ausencia de aportes a la seguridad social y de otros componentes remunerativos (vacaciones, aguinaldo, asignaciones familiares), la existencia de múltiples empleadores y la no afiliación sindical, entre otras dimensiones. Consideradas así las cosas, más del 50% de la fuerza laboral está afectada por alguna de estas condiciones. Por otra parte, los trabajadores pobres conforman más de la mitad de los asalariados y en su mayoría son jóvenes (2).
La segunda característica señalada por Torre tampoco se verifica en la actualidad. Si se evalúa la intensidad de la identidad política, tampoco existe hoy una «cohesión» en torno al peronismo como ocurría en la posguerra.
Sin embargo, con estas importantes limitaciones, lo cierto es que la recuperación de la fuerza social de la clase obrera la ha transformado en uno de los principales actores de la realidad argentina. Desde el punto de vista de las identidades políticas, podríamos estar ante un proceso de cambios y redefiniciones que, con límites y potencialidades, impacta sobre el conjunto de la política argentina.
El nuevo protagonismo sindical
Las contradicciones de este particular retorno del gigante se manifiestan superestructuralmente en la división inédita de las centrales sindicales nacionales (hoy existen cinco). En este contexto de fragmentación a nivel de las cúpulas, la «hegemonía» de la dirigencia sindical sobre la nueva clase obrera, especialmente en la industria, se apoya más en las formas legadas por el peronismo histórico (la estatización y regimentación de los sindicatos) que en el contenido de una cohesión política hoy mucho más débil.
Fue justamente en los intersticios de esa contradicción que comenzó a registrarse en la última década una incipiente reorganización desde abajo, en las comisiones internas y cuerpos de delegados, ligada a otro regreso: el de la izquierda radical o clasista a posiciones estratégicas del movimiento obrero industrial. Este resurgimiento se identificó primero como «sindicalismo de base» y luego se transformó a partir de la emergencia política del Frente de Izquierda y los Trabajadores, que registró un crecimiento electoral significativo en las últimas elecciones (3).
Fueron justamente las comisiones internas alineadas con la izquierda clasista las que protagonizaron los piquetes en la Panamericana, que apuntaron tanto a darle visibilidad política a los conflictos como a superar la regimentación sindical totalitaria dentro de las empresas y la persecución contra sus delegados. Esta estrategia se llevó adelante tomando en cuenta también una paradoja estatal que dejó la crisis del 2001. Tulio Halperin Donghi había definido el escenario de aquellos días bajo la idea de que «Argentina vivía una situación inédita en que el Estado sólo retenía el monopolio de la violencia a condición de renunciar a usarla» (4). Esta relación ambivalente del Estado consigo mismo se mantuvo en líneas generales bajo el kirchnerismo, durante el cual se incrementaron los costos de cualquier represión, en particular contra obreros industriales.
Esto no quiere decir que no haya habido episodios de represión. Durante el extenso conflicto de Lear se produjeron cinco de magnitud, con 22 detenidos y 80 heridos. Sin embargo, la represión de la Gendarmería el 23 de octubre de 2014 derivó en que la justicia prohibiera al gobierno la utilización de esta fuerza en el desalojo de los cortes en la Panamericana con el argumento de que podía ocurrir un «desenlace no querido».
En este escenario, la tendencia de la clase obrera a irrumpir o intervenir en la vida política nacional se expresó durante estos años en grandes acciones aisladas desde el punto de vista masivo (cinco paros generales convocados por la CGT opositora) y en conflictos duros y emblemáticos en sectores puntuales, generalmente orientados por organizaciones de izquierda trotskista, en los casos de Kraft, Donnelley y Lear. Los paros generales tuvieron el mérito de introducir en la agenda pública la cuestión del impuesto a las ganancias aplicado sobre el salario; el límite de los convocantes fue siempre reducir el pliego de reivindicaciones casi exclusivamente a esa cuestión.
Sin embargo, este proceso no puede entenderse sólo mirado desde la esfera gremial o corporativa. La intensidad de la «cohesión» política también juega un rol en este complejo retorno y sus posibles vías de desarrollo.
Peronismo e izquierda
La articulación entre peronismo y sindicatos está en la génesis de esa experiencia política que marcó la historia nacional desde la segunda mitad del siglo XX. Si puede atribuirse algún aspecto de verdad al epigrama de John William Cooke (el peronismo como «el hecho maldito del país burgués») es precisamente porque hizo base en un movimiento obrero frente a cuya organización y demandas los sectores dominantes profesaron un claro «odio de clase», incluso a pesar de que el peronismo diera la garantía de la regimentación estatal sobre los sindicatos.
Las mutaciones del peronismo no han sido solamente superestructurales, a nivel de la dirigencia, sino que han estado relacionadas con cambios en su anclaje en la clase trabajadora organizada, en su momento definida como su columna vertebral. De conjunto, la experiencia del peronismo pos dictadura es la de un creciente debilitamiento de estos lazos y la simultánea búsqueda de diversas formas de intentar recrear una base en las capas medias. Y como consecuencia de esto, el debilitamiento de la identidad histórica del movimiento obrero y los sectores populares con el peronismo.
En un libro de reciente aparición que reúne ensayos de intelectuales liberales que intentan pensar (una vez más) al peronismo, Marcos Novaro, pese a que reconoce la longevidad y el profundo anclaje plebeyo del peronismo original, afirma: «Si algo ha tendido a debilitarse a lo largo de este periplo es el número de quienes podrían todavía considerarse ‘antiperonistas’ por el hecho de que bajo ninguna circunstancia votarían a un candidato de esa procedencia, o tolerarían que sus partidos de preferencias hicieran una alianza con sectores peronistas para formar gobierno. El menemismo tuvo ese efecto sobre los votantes y partidos del centro a la derecha, mientras que el kirchnerismo hizo lo propio en el otro costado del espectro y amplió aun más el fenómeno. A consecuencia de lo cual en la última década pasó de alrededor de 60 a más del 70 el porcentaje de electores que optan más o menos regularmente por apoyar a algún sector y candidato proveniente del peronismo» (5).
Esta afirmación puede leerse de dos maneras: como una demostración de la vitalidad obstinada del peronismo o como una constatación de su «normalización» por vía de la no-oposición rabiosa del conjunto de los partidos y clases sociales. ¿Cómo se manifiesta esto hoy? La evolución actual de la política de cara a las elecciones de octubre sugiere que el último avatar del peronismo está intentando resolver «por derecha» la paradoja del bonapartismo, que históricamente abordó el problema del control de las grandes organizaciones de masas haciéndoles más concesiones de las necesarias desde el punto de vista corporativo y creando a su vez una cultura política verticalista pero plebeya, cuyos ribetes más «de izquierda» pueden permitir diálogos e hibridaciones entre un sindicalismo de base y un sindicalismo de izquierda. En otras palabras, la posibilidad de comenzar a cerrar la brecha de lo que algunos historiadores y estudiosos de la historia obrera llamaron la «doble conciencia»: una clase obrera con tradición combativa en lo sindical, pero conservadora en el terreno político (6).
Presente y futuro: una hipótesis
Con estos elementos, podemos afirmar que en los últimos años se produjo un contradictorio y desigual retorno del «gigante», sensiblemente diferente al clásico, pero no menos gravitante. Desde el punto de vista del conflicto, se manifestó en masivas huelgas nacionales, el retorno del protagonismo sindical y una recuperación de la izquierda trotskista en las organizaciones de base del movimiento obrero en general y del industrial en particular, con la Panamericana como epicentro. Pero el fenómeno no es independiente de lo que sucede con las reconfiguraciones en la subjetividad y la identidad política, básicamente una larga crisis de identidad política del peronismo y una emergencia inicial de la izquierda clasista. La combinación de estos elementos permite pensar la hipótesis de que estamos ante un periodo histórico que habilita una reconstrucción política del movimiento obrero.
Notas
1. Juan Carlos Torre, El gigante invertebrado. Los sindicatos en el gobierno, Argentina 1973-1976, Siglo XXI Argentina, 2004.
2. En el Nº 20 (digital) de la revista Ideas de Izquierda, se publicó un dossier sobre los cambios y continuidades en las condiciones del movimiento obrero (http://www.laizquierdadiario.
3. Martín Rodríguez, «Las izquierdas emergentes», Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 190, abril de 2015.
4. La Nación, 22-11-2008.
5. Marcos Novaro, «Historia y perspectiva de una relación difícil» en Peronismo y democracia, Edhasa, agosto de 2014.
6. Juan Dal Maso y Fernando Rosso, «Apuntes sobre la ‘doble conciencia'», revista Ideas de Izquierda, Nº 5, noviembre de 2013.
Le Monde Diplomatique N° 196, Buenos Aires, octubre de 2015: http://www.eldiplo.org/